– Yo esperaría -dijo Clevenger, y señaló a Lindsey y a Kyle-. Mire, estos chavales habían sufrido mucho con su padre. Y no tenían ninguna intención de perderlo por culpa de Grace Baxter. Así que Lindsey mandó a su hermano que llevara la carta de despedida de Baxter al Beacon Street Bank para que el señor Reese leyera que su mujer no quería vivir sin su amante, John Snow. -Clevenger miró a Reese a los ojos-. Esa fue la nota que colocó junto a la cabecera de la cama tras matar a su esposa. También mordió el anzuelo.
– Esto se ha acabado -dijo Jack LeGrand mientras se levantaba.
Reese no se movió. En el fondo todo el mundo quiere oír la verdad.
LeGrand volvió a sentarse lentamente.
– Miren, el plan salió bien -siguió Clevenger-. John Snow y Grace Baxter se veían una y otra vez en una suite del hotel Four Seasons. Ustedes se enteraron pronto de que Snow no ocultaba nada. Era cierto: no daba con la solución final para el Vortek. Pero Grace le infundió una energía que él no sabía que tuviera. Y, literalmente, su mente usó esa energía para atravesar la barrera creativa que había impedido que el Vortek fuera ya una realidad. La utilizó para avanzar intelectualmente como no lo había hecho jamás. Superó el umbral de ataques porque ella hacía que estuviera tranquilo. Grace estaba tan metida en su intelecto e intuición que cuando por fin resolvió el problema con el que tanto había peleado, escribió la solución en el diario en forma de retrato de ella. Dibujó su pelo, sus ojos, su nariz y sus labios con un collage de números y símbolos matemáticos; ecuaciones que daban como resultado la invención que tanto le había costado encontrar.
– No sabía que el diario seguía considerándose una prueba -dijo LeGrand.
– Resulta que tengo una fotocopia que hizo mi hijo antes de que el FBI interviniera -dijo Clevenger-. Y también consta como prueba el registro de la transferencia de cinco millones que el señor Reese realizó a la cuenta de su esposa como pago por seducir a John Snow. Recibió el dinero el día después de que el Vortek se patentara.
– Muy interesante -dijo LeGrand-, pero en realidad lo único que demuestra su teoría es que mi cliente y su mujer estaban completamente comprometidos el uno con el otro. Ella habría hecho cualquier cosa por él, y viceversa. La única persona que tenía un motivo de verdad para matar a Grace era la señora Snow, la mujer de John. Es a la única persona a la que él traicionó.
Theresa Snow no respondió.
– Eso podría ser cierto si el plan hubiese salido tan bien como su cliente creía que saldría -dijo Clevenger-. Pero salió demasiado bien. No sólo John Snow se enamoró de Grace Baxter, sino que ella se enamoró de él. Esperaba un hijo suyo. Y quería tener al bebé.
Lindsey Snow se estremeció. Theresa Snow se dio literalmente la vuelta. Reese se puso en pie.
– ¡Eso es mentira! -dijo.
LeGrand lo cogió e hizo que se sentara de nuevo. Clevenger observaba cómo Reese intentaba controlarse.
– El problema fue que nadie, y eso lo incluye a usted, señor Reese, tuvo en cuenta el hecho de que John Snow era un individuo extraordinario. No era un figurín, no era un atleta. Se sentiría perdido en esas fiestas lujosas que organizan ustedes. Pero tenía un cerebro maravilloso. Era un genio. Un inventor. Tenía una imaginación tan poderosa que apenas le cabía en el cerebro. Y eso fue lo que sedujo tanto a su mujer. Porque la verdad es que a ella el dinero nunca la satisfizo. El dinero tenía secuestrado lo mejor de ella. Pero ella era mucho más profunda de lo que usted sabía. De lo que ella sabía. Ni siquiera el pago de los cinco millones que le había prometido hizo que olvidara a John Snow. -Clevenger observó cómo ese dato se introducía en la psique de Reese-. El día que su mujer no fue al cóctel del banco, usted volvió a casa. Ya había leído la espantosa verdad en su carta de despedida. Amaba a Snow. No quería vivir sin él. Y cuando aquella noche la encontró en la cama con las muñecas abiertas, un día después del asesinato de Snow, no pudo soportarlo más. No iba a morir por aquellas heridas, usted lo sabía. Su mujer ya había jugado antes a los suicidios. Pero esta vez había una diferencia. Esta vez usted ya la había perdido, por otro hombre. Por un hombre muerto. Así que cogió el cuchillo de tapicero y le cortó el cuello.
– Más le vale tener pruebas que lo confirmen… -empezó a decir LeGrand.
– Las heridas eran de dos hojas distintas -le interrumpió Clevenger-. La del cuchillo de tapicero que usó su cliente para cortarle las carótidas a su mujer y la de algo más fino, como una cuchilla de afeitar, que usó ella para lacerarse las muñecas.
El rostro de LeGrand perdió toda compostura.
– La policía no encontró ninguna cuchilla de afeitar ensangrentada porque el señor Reese se deshizo de ella antes de que llegara. -Clevenger hizo una pausa-. A mí me cuadra todo. Y a un jurado también le cuadrará.
– Los mató a los dos -soltó bruscamente Coroway mientras señalaba a Reese-. Kyle entregó la carta de despedida de Grace y el arma de John a la misma persona: George Reese. Él mató a John. Y luego mató a su mujer porque se habían enamorado y en teoría no debían. Yo hice lo mismo que Theresa. Sólo ayudé a mantener viva la fantasía entre ellos. No soy culpable de ningún crimen.
Clevenger lo miró y meneó la cabeza.
– Usted es la piedra angular de este arco, porque una vez hubo conseguido lo que quería de su socio, es decir, el Vortek, le contó la verdad. Le dijo que le habían tendido una trampa. Que se había enamorado de una actriz. Porque en lo más profundo usted lo odiaba, Collin. Odiaba su intelecto. Odiaba el hecho de que él fuera un genio y usted llevara las cuentas. ¿Y encima tener que pensar que acabaría con Grace Baxter? No. Eso no podía soportarlo. Le dijo que lo que él consideraba amor era sólo una artimaña. Lo destrozó. Y entonces fue cuando él dijo adiós. Entonces fue cuando le dijo que dejaba a todo el mundo, que la operación no sólo acabaría con los ataques. Se llevaría todo su dolor porque no se acordaría de ninguno de ustedes.
Heller se agarraba al borde de la mesa. Tenía los nudillos blancos.
– No sé de qué está hablando -dijo Coroway.
– ¿Cómo iba usted a dejar libre por el mundo a un hombre con los conocimientos que John Snow tenía sobre armas? Podía compartir sus secretos de empresa. Podía montar su propio negocio y hacer que usted cerrara. Al final todo se redujo a una cuestión de dinero. Así pues, aquella mañana usted fue al Mass General y se las ingenió para encontrarse con él en aquel callejón -prosiguió Clevenger-. Le disparó a bocajarro directamente al corazón. Lo mató antes de que tuviera la oportunidad de renacer.
Heller salió disparado de la silla, se dirigió a Coroway y lo lanzó contra la pared. Empezó a estrangularlo. Lindsey Snow gritó.
– ¿Quién era usted para quitarme a mi paciente? -gritó Heller-. ¿Es usted Dios?
Clevenger y Kyle Snow acudieron rápidamente e intentaron apartar a Heller, que no hacía más que apretar el cuello de Coroway.
– ¡Íbamos a hacer historia! -gritó furioso.
Se abrió la puerta. Por el rabillo del ojo, Clevenger vio entrar a Mike Coady y a Billy. Coady había desenfundado el arma.
– Doctor Heller -dijo Billy-. No.
Heller lo miró. Luego se miró las manos.
– Por favor -dijo Billy.
Heller soltó poco a poco a Coroway, que cayó al suelo jadeando en busca de aire. Coady bajó el arma.
– Da la casualidad de que llevo dos pares de esposas -dijo Coady mientras miraba a George Reese y las levantaba-. No hay diamantes en ninguna. Tendrá que arreglárselas con éstas.
Capítulo 25
Poco más de una hora después, Theresa Snow entró en la consulta de Clevenger en el Instituto Forense de Boston. Clevenger la había localizado justo al llegar a su casa y le había dicho que debía verla enseguida.