– Mucha gente -afirmó Kurt Wallander.
– Estuvo una vez en la cárcel por malos tratos -continuó Göran Boman-. No he visto el informe. Pero le dieron un año. Eso significa que fueron lesiones graves.
– Quiero ver ese informe -dijo Kurt Wallander-. ¿Dónde ocurrió?
– Fue condenado por el Tribunal de Kalmar. Están buscando la sentencia.
– ¿Cuándo pasó?
– En el ochenta y uno, creo.
Kurt Wallander estuvo pensando mientras Göran Boman conducía a través de la ciudad.
– Ella tendría sólo diecisiete años cuando nació el niño. Y si nos imaginamos a Johannes Lövgren como el padre, hay una considerable diferencia de edad.
– Ya lo he pensado. Pero eso puede significar muchas cosas.
La peluquería estaba en el sótano de un bloque de pisos normal y corriente, en las afueras de Kristianstad.
– Podríamos aprovechar y cortarnos el pelo -dijo Göran Boman-. ¿Quién te lo corta, por cierto?
Kurt Wallander estuvo a punto de contestar que era su mujer Mona la que se cuidaba de ello.
– Depende -respondió evasivamente.
En la peluquería había tres sillas. Todas estaban ocupadas cuando entraron.
Dos mujeres estaban sentadas debajo de unos secadores, mientras que a la tercera le lavaban el pelo.
La mujer que le daba masajes en la cabeza los miró con asombro.
– Sólo corto a quienes tienen hora -dijo-. Hoy lo tengo completo. Mañana también. Si es que vais a pedir hora para vuestras mujeres.
– ¿Margareta Velander? -preguntó Göran Boman. Y enseñó su placa-. Quisiéramos hablar con usted.
Kurt Wallander vio que se asustaba.
– No puedo dejar el trabajo ahora -dijo.
– Esperaremos -dijo Göran Boman.
– Allí, en la habitación de detrás -indicó Margareta Velander-. No tardaré.
La habitación era muy pequeña. Una mesa con un mantel de hule y unas sillas llenaban casi todo el espacio. En una estantería había unas revistas entre unas tazas de café y una cafetera sucia. Kurt Wallander se fijó en una fotografía en blanco y negro clavada en la pared. Era una foto difusa y descolorida de un hombre joven en uniforme de marino. Kurt Wallander vio que ponía HALLAND en la gorra.
– «Halland» -dijo-. ¿Era un crucero o un caza?
– Caza. Desguazado hace mucho tiempo.
Margareta Velander entró en la habitación secándose las manos con una toalla.
– Ahora tengo unos minutos. ¿De qué se trata?
– Queremos saber si usted conoce a un hombre que se llama Johannes Lövgren -empezó Kurt Wallander.
– Háblame de tú -dijo mientras se sentaba-. ¿Queréis café?
Los dos rehusaron y Kurt Wallander se irritó porque se había vuelto de espaldas cuando le hizo la pregunta.
– Johannes Lövgren -repitió otra vez-. Un granjero de un pequeño pueblo a las afueras de Ystad. ¿Le conocías?
– ¿El que mataron? -preguntó mirándolo a los ojos.
– Sí -contestó-. El hombre al que mataron. Ese mismo.
– No -contestó sirviéndose café en un vaso de plástico-. ¿Por qué habría de conocerlo?
Los policías intercambiaron una mirada rápida. Había algo en su voz que denotaba que se sentía presionada.
– En diciembre del cincuenta y ocho tuviste un hijo al que llamaste Nils -dijo Wallander-. Registraste al padre como desconocido.
En el momento de pronunciar el nombre del hijo, rompió a llorar.
El vaso de plástico se volcó y el café empezó a caer goteando al suelo.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó-. ¿Qué ha hecho ahora?
Esperaron a que se calmara antes de seguir con las preguntas.
– No estamos aquí para comunicarle algo -intervino Kurt Wallander-. Pero quisiéramos saber si el padre de Nils podría haber sido Johannes Lövgren.
– No.
Su respuesta no parecía muy convincente.
– Entonces ¿cómo se llamaba?
– ¿Por qué lo queréis saber?
– Es importante para la investigación.
– Ya os he dicho que no conozco a nadie que se llame Lövgren.
– ¿Cómo se llamaba el padre de Nils?
– No lo diré.
– La respuesta quedará entre nosotros.
Tardó bastante en contestar.
– No sé quién es el padre de Nils.
– Una mujer suele saber estas cosas.
– Estuve con varios hombres durante aquellos años. No lo sé. Por eso declaré el padre como desconocido.
Se levantó bruscamente de la silla.
– Debo trabajar -dijo-. Las señoras se cocerán en los secadores.
– Entonces esperaremos.
– ¡Pero no tengo nada más que decir!
Parecía cada vez más exaltada.
– Tenemos más preguntas.
Después de diez minutos volvió. Llevaba unos billetes en la mano y los metió en su bolso, que colgaba de una silla. Esta vez parecía serena y con ganas de guerra.
– No conozco a nadie que se llame Lövgren -dijo.
– ¿E insistes en no saber quién es el padre del hijo que tuviste en mil novecientos cincuenta y ocho?
– Sí.
– ¿Eres consciente de que posiblemente tengas que contestar estas preguntas bajo juramento?
– Yo no miento.
– ¿Dónde podemos encontrar a tu hijo Nils?
– Viaja mucho.
– Según nuestros informes está empadronado en Sölvesborg.
– ¡Pues id allí entonces!
– Lo haremos.
– No tengo nada más que decir.
Kurt Wallander dudó un momento. Luego señaló la difusa y descolorida foto que estaba clavada en la pared con una aguja.
– ¿Es ése el padre de Nils?
Ella acababa de encender un cigarrillo. Al echar el humo dejó escapar como un chisporroteo.
– No conozco a ningún Lövgren. No sé de qué estáis hablando.
– Pues bueno -dijo Göran Boman acabando la conversación-. Nos vamos. Pero tal vez volvamos.
– No tengo nada más que decir. ¿Por qué no me dejáis en paz?
– Nadie puede estar en paz mientras la policía esté buscando a un asesino -dijo Göran Boman-. Es así.
Cuando salieron a la calle, el sol brillaba. Se pararon junto al coche.
– ¿Tú qué crees? -preguntó Gran Boman.
– No lo sé. Pero algo hay.
– ¿Intentamos dar con el hijo antes de seguir con la tercera?
– Creo que sí.
Se fueron a Sölvesborg y, después de mucho buscar, encontraron la dirección correcta. Una casa de madera casi en ruinas, rodeada de coches desguazados y recambios de máquinas. Un pastor alemán furioso tiraba de una cadena de hierro. La casa parecía abandonada. Göran Boman se agachó para mirar un letrero mal escrito, fijado a la puerta con clavos.
– Nils Velander -dijo-. Es aquí.
Llamó varias veces a la puerta. Pero nadie contestó. Dieron la vuelta a la casa.
– ¡Vaya ratonera! -exclamó Göran Boman.
Al volver al punto de partida Kurt Wallander tocó el pomo de la puerta exterior.
La casa estaba sin cerrar.
Kurt Wallander miró inquisitivamente a Göran Boman, que se encogió de hombros.
– Si está abierto -dijo-, entramos.
Entraron en un recibidor que olía a moho y escucharon. Todo estaba en calma, hasta que los dos se sobresaltaron cuando un gato dio un salto resoplando desde un rincón oscuro y desapareció por la escalera que llevaba hasta el piso superior. La habitación que quedaba a la izquierda parecía una especie de despacho. Allí había dos archivadores abollados y un escritorio lleno de cosas, con un teléfono y un contestador automático. Wallander levantó la tapa de una caja que estaba sobre la mesa. Había un juego de ropa interior de cuero negro y una etiqueta con un nombre.
– Fredrik Ǻberg de la calle Dragongatan de Alingsås ha pedido esto -dijo al tiempo que hacía una mueca-. Remitente discreto, probablemente.