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»Pero esto es otra cosa», pensó Kurt Wallander. «La fina cuerda al cuello trasluce una lúgubre historia de resentimiento y odio, quizá también de venganza.»

Había algo que no encajaba en aquel crimen.

En aquel momento se trataba de no perder la esperanza. Varios grupos de policías habían hablado con los habitantes de Lenarp. ¿Podrían haber visto algo? A menudo, antes de asaltar casas aisladas en las que vivían ancianos, los malhechores practicaban un reconocimiento del lugar. Y Rydberg a lo mejor encontraría alguna pista en el lugar del crimen. Kurt Wallander miró el reloj.

¿Cuánto hacía que no llamaba al hospital? ¿Cuarenta y cinco minutos? ¿Una hora?

Decidió esperar hasta que tuviera escrita la nota de prensa. Se colocó los auriculares del pequeño radiocasete y puso una cinta de Jussi Björling. La chirriante grabación de los años treinta no podía hacer sombra a la espléndida música de Rigoletto.

La nota de prensa era de ocho líneas. Kurt Wallander le pidió a una de las empleadas que la pasara a máquina y luego sacara copias. Mientras tanto, él leería el formulario de preguntas que se enviaría a todos los que vivían en los alrededores de Lenarp. ¿Han visto algo fuera de lo normal? ¿Algo que tuviera relación con el brutal crimen? Estaba convencido de que el formulario no daría más que molestias. Sabía que el teléfono sonaría sin cesar y que dos policías tendrían que escuchar informaciones inútiles.

«De todos modos hay que hacerlo», pensó. «Al menos confirmaremos que nadie ha visto nada.»

Volvió a su despacho y llamó de nuevo al hospital. Pero nada había cambiado. La anciana aún luchaba por su vida. Cuando colgó, Näslund entró en su despacho.

– Tenía razón -dijo.

– ¿Razón?

– El abogado de Månson se puso furioso.

Kurt Wallander se encogió de hombros.

– Tendremos que resignarnos a vivir con eso.

Näslund se rascó la frente y preguntó cómo iban las cosas.

– De momento, nada. Hemos empezado. Eso es todo.

– He visto que llegaba el informe preliminar del médico forense.

Kurt Wallander frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no me lo han dado a mí?

– Está en el despacho de Hanson.

– ¿Qué coño hace allí?

Kurt Wallander se levantó y salió al pasillo. «Siempre lo mismo», pensó. «Los papeles no llegan adonde deben.» Aunque el trabajo de la policía se registraba cada vez con mayor frecuencia en los ordenadores, los papeles importantes aún tendían a extraviarse.

Hanson estaba hablando por teléfono cuando Kurt Wallander llamó a su puerta y entró. Vio que la mesa de Hanson estaba cubierta de boletos de juego y programas de diferentes hipódromos del país. En la comisaría todo el mundo sabía que Hanson se pasaba la mayor parte de su jornada laboral llamando a diversos entrenadores de caballos para pedir soplos. Dedicaba las noches a idear sistemas de apuestas que le garantizaran las mayores ganancias. Corrían rumores de que una vez le había tocado un gran premio. Pero nadie lo sabía con certeza. Y no se podía decir que nadara en la abundancia.

Cuando Kurt Wallander entró, Hanson tapó el auricular con la mano.

– El protocolo del informe del forense -dijo Kurt Wallander-. ¿Lo tienes tú?

Hanson apartó un programa de las carreras de Jägersro.

– Ahora mismo te lo iba a llevar.

– El número cuatro de la carrera número siete es un ganador seguro -dijo Kurt Wallander y tomó la carpeta de plástico de la mesa.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que es un ganador seguro.

Kurt Wallander se fue y dejó a Hanson boquiabierto. Vio en el reloj del pasillo que aún faltaba media hora para la rueda de prensa. Volvió a su despacho y leyó el informe médico con mucha atención.

La brutalidad del asesinato le parecía en aquel momento aún más notoria, si cabía, que cuando había llegado a Lenarp por la mañana.

En el examen preliminar del cuerpo, el médico no había podido determinar la causa de la muerte.

Había demasiadas causas para elegir.

El cuerpo tenía ocho heridas o cortes profundos producidos por un objeto afilado y serrado. El médico sugería una sierra de podar. Además, el fémur derecho estaba roto, al igual que el brazo izquierdo y la muñeca. En la piel aparecían señales de quemaduras, hinchazón en los testículos y el hueso frontal estaba hundido. Aún no se podía constatar la verdadera causa de la muerte.

El médico había acompañado el informe oficial con una nota aparte:

«El acto de unos locos», escribía. «La violencia a que fue expuesto este hombre habría sido suficiente para matar a cuatro o cinco personas.»

Kurt Wallander apartó el informe.

Se sentía cada vez peor.

Había algo que no encajaba.

Los atracadores de ancianos no solían descargar su odio. Buscaban dinero.

¿Por qué aquella violencia enfermiza?

Cuando comprendió que no podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta, volvió a leer el resumen que él mismo había escrito. ¿Había olvidado algo? ¿Había descuidado algún detalle que más tarde sería importante? Aunque la mayor parte del trabajo policial consistía en buscar con mucha paciencia hechos posiblemente relacionados entre sí, también había aprendido por experiencia que la primera impresión del lugar de un crimen era fundamental. Sobre todo cuando los policías se contaban entre los primeros en llegar.

En el resumen había algo que le hacía pensar. Pese a todo, ¿había olvidado algún detalle?

Se quedó sentado durante un buen rato sin descubrir de qué se trataba.

La chica abrió la puerta y dejó la nota de prensa mecanografiada y las copias. Camino de la sala de conferencias, Wallander entró en el lavabo y se miró al espejo. Empezaba a necesitar un corte de pelo. El cabello castaño le salía por detrás de las orejas. Y debería perder algunos kilos. Durante los tres meses transcurridos desde que su mujer le abandonara, había engordado siete kilos. En su solitaria dejadez se había alimentado de comidas rápidas y pizzas, hamburguesas grasientas y bollería.

– Gordinflón -se dijo en voz alta-. ¿Quieres estar como un viejo acabado?

Decidió cambiar sus hábitos alimenticios de inmediato. Si fuera necesario, reconsideraría el volver a fumar.

Se preguntó cuál sería la causa de que casi la mitad de los policías estuvieran divorciados. ¿Por qué las esposas abandonaban a los maridos? En alguna ocasión había leído una novela policíaca y suspirando había constatado que en ella la situación era igual de mala.

Los policías estaban divorciados y punto…

La sala donde tendría lugar la rueda de prensa estaba llena. Conocía a la mayoría de los periodistas. Pero también había caras nuevas, y una joven llena de marcas de acné lo miraba mientras preparaba su grabadora.

Kurt Wallander repartió la escueta nota de prensa y se sentó en la tarima que había al fondo de la sala. En realidad debería haber asistido el jefe de la policía de Ystad, pero estaba de vacaciones de invierno en España. Rydberg había prometido acudir si acababa pronto con la televisión. Si no lo hacía, Kurt Wallander estaría solo.

– Habéis recibido la nota -empezó-. En realidad, no tengo nada más que decir por ahora.

– ¿Se puede preguntar? -dijo un periodista a quien Kurt Wallander reconocía como el corresponsal local del periódico Arbetet.

– Estoy aquí para eso -contestó Kurt Wallander.

– Desde mi punto de vista, es una nota francamente mala -dijo el periodista-. Deberíais explicar algo más.

– No tenemos ninguna pista sobre los autores -informó Kurt Wallander.

– ¿O sea que había más de uno?

– Probablemente.

– ¿Por qué creéis eso?

– Lo creemos, pero no lo sabemos.

El periodista hizo una mueca y Kurt Wallander le dio la palabra a otro periodista que conocía.