– ¿Estás loco? -le dijo Herman en el cuarto de baño-. Tú no has visto qué mala cara tienes. Ya me encargo yo.
Gabriel le puso la mano en el hombro.
– No sabes lo que te agradezco esto. Quiero pedirte perdón por lo de antes, en tu casa…
– Ya me has pedido perdón. No seas gilipollas y descansa un rato.
– ¿Te he pedido perdón?
– Que sí, venga…
Gabriel iba a salir del baño cuando se le ocurrió algo.
– Durante esta visión he notado algo distinto. En las demás siempre he estado aislado del exterior. Pero esta vez escuché la voz de Valbuena. ¿Cómo lo ha hecho?
– No sé a qué te refieres.
– Sí, hombre. Estaba diciendo algo sobre los hilos que cosían la boca de Kiru, que eran un símbolo.
– Yo no he oído nada de eso.
– Claro que sí.
Herman pasó la fregona por el borde de la taza. Gabriel se preguntó si Valbuena estaría de acuerdo con aquel procedimiento, pero el profesor seguía en la salita.
– La verdad es que he entendido bastante poco de lo que ha pasado -dijo Herman-. Se suponía que Valbuena os iba a ayudar a Kiru y a ti con ese rollo de la regresión. Pero en cuanto le has colocado la mano en la cara y se te han puesto los ojos en blanco, lo único que ha hecho él ha sido cerrártelos y mirarte muy fijamente.
– ¿No ha dicho nada?
– Ni una palabra, menos un par de veces que he comentado algo y me ha ordenado que me callara. Luego seguía mirándoos a los dos, con los ojos como un búho.
«Qué extraño», se dijo Gabriel. Estaba seguro de haber oído la voz de Valbuena, alta y clara. Pero ahora no podía pensar con claridad.
Cuando volvió al salón, descubrió que Valbuena había puesto sobre la mesa una bandeja con un vaso de leche caliente y galletas maría.
– Le vendrá bien comer algo y dormir un rato, señor Espada.
El olor de la leche caliente le hizo evocar un recuerdo. Estaba en la cama con fiebre, y su madre le traía una bandeja igual que ésa. La memoria fue tan vivida que creyó oír hasta el frufrú de la bata de su madre.
De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¿Le ocurre algo, señor Espada?
– No, no. Son los ojos, que me escuecen. Gracias, pero no creo que sea capaz de tragar nada.
– Siéntese aquí y coma. Luego puede tumbarse en mi cama, encima de la colcha. Le daré otra para que se tape.
«Esto es increíble. Me da galletas con leche y me ofrece su cama». Al final, iba a resultar que Valbuena era un ser humano.
Cuando le dio un sorbo al vaso de leche, descubrió que le sentaba bien. Mordisqueó una galleta y pensó que unas horas de sueño le vendrían aún mejor.
Pero no podía permitírselo. Al menos todavía. Había muchos asuntos que urgían más.
– Profesor, ¿me dejaría usar el teléfono?
– ¿No le parece que son unas horas un poco raras para llamar a nadie?
– Todo es un poco raro últimamente.
Al menos, Valbuena tenía un inalámbrico. Aunque por su aspecto de zapato debía ser de finales de los noventa, todavía funcionaba.
– Voy a llamar a un móvil…
– Tranquilo. Cuando me llegue la factura, le detallaré el cargo extra para que me haga una transferencia. «Este sí es mi Valbuena», pensó Gabriel. Recordó que ella estaba en Grecia, y marcó el prefijo 30.
Biiiiip- Biiiiip- Biiiiip- Büiiip…
En su último contacto con Iris Gudrundóttir, ella le había llamado «fraude». No eran las mejores credenciales para llamar a una hora indecente de la noche.
«Vamos, Iris, cógelo». También tenía que llamar a Enrique, pero antes debía comprobar si cierta corazonada que tenía daba en la diana.
Capítulo 63
Santorini, Nea Thera .
Iris no podía conciliar el sueño. Había hablado con Eyvindur a las cuatro, tapándose bajo la sábana y pegándose el micro a la boca. Cuando la comunicación se cortó, Iris esperó un rato a que él volviera a llamar. Por lo que contaba, no corría un peligro inmediato. La erupción había estallado finalmente en el Vesubio, a más de veinte kilómetros de donde se hallaba Eyvindur.
«Vamos, vuelve a llamarme y cuéntame de una maldita vez qué tienen que ver los nanobios con todo esto», pensó
Media hora después, seguía sin tener noticias suyas. Por más que insistía, lo único que conseguía era escuchar una locución que le repetía: El teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura.
Decidió entrar en el servidor de noticias de la NNC, que solía ser el más puesto al día. Habían dedicado todo un portal a informaciones relacionadas con los volcanes. Yellowstone todavía no había entrado en erupción, pero la altura media de la caldera había subido cinco centímetros en las últimas horas. El Krakatoa estaba lanzando al cielo una columna eruptiva de más de treinta kilómetros de altura, y se temía que en cualquier momento se derrumbara sobre su propia caldera como había ocurrido en 1883.
No tardó en encontrar lo que buscaba.
Posible súpererupción en los Campi Flegri.
De momento, la noticia era sucinta como la de un teletipo. Se había perdido prácticamente todo contacto con la zona de Nápoles y los satélites habían detectado un gran incremento en el volumen de la nube de cenizas; incremento que no parecía deberse al Vesubio.
Iris entró en la página del IVI, el Instituto Vulcanológico Internacional, donde podía acceder a imágenes por satélite en tiempo real. Debía de estar muy solicitada: el servidor le pidió seis euros por la conexión en lugar de los dos habituales, y cuando ella introdujo su contraseña de acceso le dio error. «Qué granujas», pensó, pero no le quedó más remedio que pagar los seis euros.
Una imagen del centro de Italia mostraba una gran sombra negra sobre el golfo de Nápoles. En otra, procesada por ordenador y combinada con fotografías infrarrojas, se apreciaba un círculo rojo en la zona oeste de los Campi Flegri. El círculo medía más de un kilómetro de diámetro y su color revelaba que la temperatura era muy superior a la de la zona que lo rodeaba.
Eso significaba que se había abierto una boca volcánica en los Campi. Una boca de tamaño colosal. Por el tamaño de la nube que el viento arrastraba ya hacia el norte, Iris no lo dudó.
Acababa de estallar otro supervolcán. «Dios mío, Eyvindur…».
Iris apretó la cabeza contra la almohada para ahogar los gemidos y empezó a llorar.
Unos minutos después la cama se sacudió, como si alguien la meciera. Era el séptimo temblor que notaba esa noche. Obviamente, en aquella habitación Iris no disponía de instrumentos. Pero estaba acostumbrada a percibir las trepidaciones del suelo, y supo que el origen de aquel seísmo no se hallaba en el volcán submarino de Kolumbo, sino directamente debajo de ella, en la cámara de magma del volcán de Santorini.
Cuando el lecho dejó de moverse, se dio cuenta de que algo seguía vibrando al lado de su cabeza. Era el móvil. Miró la pantalla con la absurda esperanza de que fuese Eyvindur. «No seas ridícula», se dijo. El lugar desde donde le había llamado su antiguo mentor se hallaba muy cerca del cráter recién abierto. El primer estallido de la erupción habría sido tan brutal como el de una bomba termonuclear. Lo más probable era que Eyvindur ni se hubiera dado cuenta.
«Ojalá haya tenido tiempo para ver la explosión», pensó. Conociendo a Eyvindur, si los dioses le habían permitido contemplar un segundo de supervolcán, habría muerto feliz.
El móvil seguía vibrando. Era un número de España, de un teléfono fijo. ¿Quién llamaría a aquellas horas? ¿Alguna de sus primas de Madrid?
¿Y si era Gabriel Espada? Ella le había rechazado la última llamada. Era lógico que probara de nuevo con un teléfono fijo. «Sí, seguro que es él», pensó.