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Pero en esta ocasión Kosmos no se había disfrazado de anciano del siglo xxi, sino de noble de la Edad de Bronce. Llevaba sandalias, una falda azul que le llegaba hasta las rodillas y en la cabeza un casquete de piel con dos cuernos de toro.

Si se lo hubieran descrito así, a Joey le habría parecido ridículo. Pero no lo era. Sentado en un trono de piedra adosado a la pared, musculoso, bronceado y con el cuerpo depilado, Minos parecía el rey de la Atlántida.

«No», se corrigió. El auténtico rey estaba a su lado, y no era otro que Randall.

Joey observó que allí no había refrigerio alguno, ni siquiera una mesa. Los dos sirvientes que flanqueaban el trono de Minos, tan musculosos como él y aún más altos, no parecían precisamente camareros.

A un lado de la estancia había un gran tablón, una puerta arrancada de su vano. Un detalle que a Joey le resultó bastante extraño en un salón del trono. ¿Es que el palacio estaba en obras?

– Bienvenido a mi morada, padre -dijo Minos, en un inglés perfecto-. Espero que esta humilde reconstrucción te haga recordar tiempos mejores.

Randall se encogió de hombros.

– Es inútil reconstruir el pasado. Aquí no veo una morada de verdad, sólo una imitación de cartón piedra construida por alguien que no sabe resignarse al paso del tiempo.

Los dedos de Minos se crisparon sobre los brazos del trono. Al hacerlo, las fibras de sus antebrazos y deltoides se marcaron bajo la piel. No tenía una gota de grasa.

– Te he brindado hospitalidad, padre. Muestra respeto.

Randall miró a los lados.

– No veo comida, ni bebida. ¿Es ésta tu hospitalidad?

– Eres tú quien sigue chapado a la antigua. ¿También quieres que mis sirvientes te laven los pies?

– Dejémonos de rodeos, hijo. Sabes por qué he venido. Algo me dice que la cúpula ha vuelto a salir a la luz después de tanto tiempo.

– Te felicito por tu intuición, padre. En efecto, la cúpula está aquí, en los sótanos de mi palacio. Se encuentra en perfecto estado, como si los siglos no hubieran pasado por ella. En eso, tiene algo en común con nosotros.

– Quiero usar la cúpula. Debo comunicarme con la Gran Madre para saber qué está pasando.

– Para eso tendrías que abrirla, padre. Y ya sabes cuál es el requisito. ¿Es que ya no sigues tus propios principios?

– No eres quién para cuestionarlos. Minos soltó una carcajada.

– ¡Vamos! Sabes bien que para abrir la cúpula se necesita sangre. Nuestra Gran Madre está un poco sorda y sólo escucha las llamadas de sus hijos cuando oye gritos de muerte.

– Deberías hablar de ella con más respeto.

– ¿Por qué? Es una criatura poderosa, pero también torpe y estúpida. Y muy cruel. Como tú. Tú tampoco quisiste escuchar a tus hijos.

– Ni siquiera debí engendraros. Erais una abominación, una monstruosidad. Vuestra belleza exterior sólo ocultaba la fealdad de vuestras almas.

– A mi hermana no le va a gustar nada oír eso.

– ¿También va a venir?

– Sí, está invitada a la fiesta. Ya sabes que la Gran Madre sólo habla directamente a las hembras.

– Perfecto. Así podremos entrar a la cúpula juntos y averiguar qué está pasando.

– ¿Para qué? ¿Para detenerlo?

– Si está en mi mano, lo intentaré.

– ¡Qué humilde eres, padre!

«No sabes con quién estás hablando», pensó Joey. En su opinión, Randall ya estaba tardando demasiado tiempo en darle una lección al insolente de su hijo.

– Eso no va a ocurrir, padre -prosiguió Minos-. Tengo la intención de entrar en la cúpula, pero para asegurarme de que este Armagedón no se detiene. Ha llegado el día del crepúsculo de los hombres.

– Estás loco -dijo Randall, rechinando los dientes.

– Ese es un argumento muy manido, padre. Estaría loco si atentara contra mis propios intereses. Pero no es el caso. Yo no tengo nada en común con los humanos. Me da igual que mueran cien o que perezcan siete mil millones.

– Somos una mutación, creada o fruto del azar, poro en el fondo seguimos siendo humanos -contestó Randall.

– Lo serás tú, padre, Primer Nacido. -Minos pronunció aquel título con tanto odio que Joey casi se imaginó que le salían chorros de sangre por la boca-. Los Segundos Nacidos no vinimos al mundo con esas servidumbres.

– No he venido aquí para discutir. Esta vez harás lo que te digo.

– ¿Obediencia filial? No me hagas reír.

– Seré yo quien entre a la cúpula con tu hermana, Minos.

– Sabes que antes tendrás que renunciar a tus principios y derramar sangre de tus queridos humanos. ¿Empezarás por matar a tus amigos?

A Joey no se le había ocurrido esa objeción. Miró de reojo a Randall y sintió un estremecimiento.

«El no nos haría eso», pensó.

– Ya solucionaré ese problema llegado el momento. Ahora, llévame a la cúpula. Quiero verla.

– ¿Que te lleve? ¿Me estás dando una orden en mi palacio, padre? ¿En el palacio del rey Minos?

– Así es.

Minos se dirigió a sus criados con un gesto de hastío.

– Haced con él lo que os he dicho. Que sea lo más limpio posible.

Los dos jóvenes musculosos se dirigieron hacia Randall. Éste los miró con severidad y levantó una mano hacia ellos. Joey notó el aura de miedo que brotaba de Randall y retrocedió un poco para apartarse.

Los criados se detuvieron en seco. Un segundo después, ambos se hincaron de rodillas y le hicieron una reverencia a Randall.

– Soy el Primer Nacido, hijo. Ni cien años encadenado a la montaña me doblegaron. ¿Crees que puedes oponerte a la voluntad de Atlas?

Joey aplaudió por dentro. ¡Ése era su Randall!

Como si le hubiera leído la mente a Joey, Alborada dijo en voz baja:

– Bien hecho.

Minos se levantó del trono con gesto pausado. Había que reconocerle algo: sabía moverse con majestuosidad. Al pasar entre los dos sirvientes les rozó los hombros. El gesto de temor se borró de sus semblantes y ambos se incorporaron.

Minos seguía avanzando.

Y ahora fue él quien alzó la mano hacia ellos.

Joey sintió una bola de hielo sucio que se formaba en su tripa y desde ahí subía por el estómago hasta encogerle el corazón.

– De rodillas -ordenó Minos.

Joey y Alborada obedecieron al momento. Randall puso una mano en el hombro de cada uno, y Joey sintió un calor que irradiaba de su palma y luchaba contra la gelidez.

– Levantaos.

Pero era como calentarse con un mechero en medio de una tormenta de nieve. Joey miró a los ojos de Minos, y después a los de Randall.

Ambos los tenían oscuros. Los de Minos destellaban como brasas, hinchados de odio.

En los de Randall se leía indignación, cólera y algo más.

¿Sorpresa?

– Tú también, padre. Arrodíllate.

– Jamás…

– ¡TÚ TAMBIÉN!

El miedo subió por el esófago de Joey en una oleada tan intensa como un vómito. Se llevó las manos al pecho, convencido de que le iba a reventar el corazón.

Randall estaba temblando de los pies a la cabeza. Tenía las venas del cuello y de las sienes hinchadas, el rostro contraído en un gesto de esfuerzo supremo y se había hecho sangre mordiéndose los labios.

Joey volvió a mirar a Minos. Sus labios se estaban curvando en una sonrisa cruel. Sus ojos eran la viva encarnación del mal.

Y el mal, comprendió Joey, es más poderoso que el bien. Porque sólo se concentra en matar y destruir, algo que se puede hacer en segundos. Mientras que crear y construir es el trabajo de toda una vida.

Randall no podía vencer a su hijo. Tenía principios, ataduras, puntos débiles que reducían su poder. En cambio, a Minos su odio le servía de combustible para acrecentar su fuerza ciega y destructiva.