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Finnur intentó abrir los ojos. Sentía un espantoso dolor de cabeza, y los párpados del ojo izquierdo tan pegados que no los podía separar. Al tocarse notó algo viscoso. Sangre, que había empezado a coagular sobre su piel.

Estaba tendido en el suelo. No recordaba cómo había llegado allí.

Recordó. La habitación donde tenían a Iris. ¿Habían practicado sexo salvaje sobre las baldosas?

Se incorporó sobre los codos y se quedó sentado en el suelo. Iris no estaba en la habitación. La bandeja seguía sobre la mesa, pero la comida y la botella de agua habían desaparecido.

«¿Qué hago así?», pensó al mirarse las piernas. Tenía los pantalones en los tobillos. Recordó vagamente que ella había empezado a desnudarle y que él se había dejado, convencido de que le iba a practicar una felación.

Y cuando lo tenía así, con los pantalones bajados, torpe como un pingüino, le había golpeado. ¿Con qué?

Cuando se levantó y trató de abrir la puerta, comprendió cuál había sido el arma agresora. La llave de bronce.

Ahora era él quien estaba encerrado.

Capítulo 68

Mediterráneo .

A mediodía del viernes, mientras la inmensa chimenea abierta bajo el antiguo lago Averno seguía vomitando rocas, gases y cenizas a más de cincuenta kilómetros de altura, la erupción de los Campi Flegri entró en una nueva fase. Una segunda boca se abrió en las aguas del golfo de Nápoles.

Para entonces, el Osservatorio Vesuviano había dejado de existir. Una nube de flujos piroclásticos que se desplazaba a setecientos kilómetros por hora había arrasado primero Pozzuoli y después todo Nápoles, enterrando la ciudad bajo un inmenso manto de escombros humeantes que se extendían hasta las faldas del Vesubio.

Desaparecido el Osservatorio, fue el Istituto Nazionale di Geofísica e Vulcanología el que, basándose en los sismógrafos y las imágenes por satélite, dio el aviso de tsunami.

Por desgracia, ni los medios de comunicación del siglo xxi podían superar en velocidad a la ira de la Tierra.

Cuando aquella boca se abrió y todo el promontorio del cabo Miseno se hundió en el mar, las incalculables fuerzas desencadenadas bajo las aguas dieron origen a una onda que partió del golfo de Nápoles a casi mil kilómetros por hora.

A los veinte minutos, tras barrer las pequeñas islas volcánicas conocidas como Lípari, la ola alcanzó Sicilia. Los habitantes de Palermo recibieron la alerta al mismo tiempo que el tsunami entraba por el puerto, arrasándolo todo a su paso. La mayor amenaza no residía en su altura, aun siendo ésta impresionante. Su poder destructivo radicaba en su longitud de onda: el frente de choque no venía seguido de aire que lo empujaba, como hubiera ocurrido en una ola normal, sino de kilómetros y kilómetros de agua, una ingente masa líquida que se desplazaba a la velocidad de un reactor.

La ola levantó los barcos, los arrastró sobre los muelles y los estrelló contra los almacenes. Siguió avanzando ciudad adentro, armada de su propia masa, su enorme inercia y las rocas, embarcaciones, casas, coches y árboles que arrastraba.

Aquella ola no era más que la primera onda en el estanque. La segunda, que la seguía a cien kilómetros de distancia, no tardó demasiado en llegar, y arrasó lo poco que quedaba en pie.

Palermo no fue la única. Pocos minutos después, el tsunami entró en el golfo de Túnez y penetró varios kilómetros tierra adentro, arrasando incluso el aeropuerto de la ciudad. Toda la zona costera quedó reducida a escombros que el reflujo arrastró mar adentro y que la segunda ola volvió a lanzar contra tierra.

Por el norte, el maremoto devastó las costas de Córcega y Cerdeña. La onda encontró un hueco entre las dos islas, por el estrecho de Bonifacio, y un vástago del tsunami se abrió paso por el Mediterráneo occidental. Casi dos horas después de partir del golfo de Nápoles, llegó a las costas de Cataluña.

Al menos, en Barcelona la alarma llegó con cierta antelación. Pero en una gran ciudad es imposible movilizar a la gente con tan poco tiempo, y hubo miles de muertos. Las olas arrasaron el puerto y la playa de la Barceloneta, se internaron por el Poblé Nou, anegaron el palacio de la Generalitat, recorrieron el barrio Gótico a su antojo e inundaron varias líneas de metro, ahogando a cientos de personas que no podían sospechar la amenaza que se cernía sobre ellos.

El número total de muertos provocado por la ola asesina era muy difícil de calcular. El tsunami de 2004 en Indonesia había matado a 230.000 personas. El que había nacido en el golfo de Nápoles era mucho más devastador.

Y mientras las últimas ondas del tsunami recorrían el Mediterráneo, el campo magnético de la Tierra se volvió caótico.

Capítulo 69

Sobrevolando el Egeo .

A las 15:01, hora de Greenwich, varios millones de personas volvieron a sufrir la misma pesadilla que había desazonado su sueño una semana antes. Esta vez el fenómeno afectó más a los habitantes del Extremo Oriente y de las islas del Pacífico, pues era allí donde reinaba la oscuridad de la noche.

Gabriel, que se había quedado dormido en la butaca del avión, también lo experimentó de nuevo.

Muévete. Huye. Vuela.

Sobrevive.

Perdura.

Se despertó con las pulsaciones aceleradas, tal como le había pasado en el apartamento de Málaga. Durante unos segundos se sintió desorientado.

Grandes esferas rojas que subían… Ahora comprendía qué eran. Enormes células de convección, masas de roca fundida subiendo desde las profundidades de la Tierra.

Todo estaba relacionado.

Miró a su alrededor y recordó dónde estaba, volando a Santorini en un Learjet 45, un reactor poco más grande que una avioneta.

Al otro lado del pasillo, Kiru miraba por la ventanilla. Tenía en brazos a Frodo, y el cachorro dormitaba apaciblemente. Ambos habían hecho buenas migas. Kiru parecía sentirse más tranquila acariciando aquella bolita tibia de pelo y no necesitaba pegarse tanto a Gabriel. Algo que éste agradecía, pues cada roce con la Atlante, por breve que fuese, le traía visiones telepáticas y agravaba su dolor de cabeza. En cuanto al cachorro, desde que estaba con Kiru sólo orinaba y defecaba encima de los papeles y las bolsas que ella le ponía a modo de retrete. Para alguien dotada del Habla, dominar a un perrillo resultaba algo tan natural como respirar.

Gabriel se asomó a su propia ventanilla. Antes de quedarse dormido, recordaba haber visto la costa de Ibiza.

Ahora seguían sobrevolando el mar, y por la sensación que notaba en el estómago era evidente que estaban bajando. Pero cuando salieron de España la atmósfera era tan diáfana que se veían todos los detalles, mientras que ahora una neblina gris lo desdibujaba todo.

Además, se dio cuenta de que en el avión reinaba un silencio ominoso.

O mucho se equivocaba, o los motores no sonaban.

Se levantó y se acercó a la cabina del piloto. En la puerta estaban ya Herman y Valbuena, con gesto preocupado. Gabriel los apartó un poco para hacerse sitio.

Dentro de la cabina, el piloto se dedicaba a pulsar botones y tocar en vano una pantalla táctil que se veía apagada. Enrique, que tenía licencia de piloto privado, iba en el asiento de al lado. Se estaba peleando a la vez con la radio del avión y con el teléfono móvil. Con poco resultado, al parecer.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Gabriel.

Enrique se volvió hacia él. Su gesto de inquietud, que lindaba con el pavor, no le tranquilizó nada.

– Es mejor que os sentéis todos y os abrochéis los cinturones.