Joey oyó un gemido ahogado a su lado. Miró al hombre viejo que tenía a la izquierda. Se acababa de desplomar sobre el grandullón rubio. Éste se lo quitó de encima con los hombros, y el viejo resbaló hasta el suelo. Allí se agitó unos segundos y después se quedó inerte, con la mirada clavada en el vacío.
Su corazón no había resistido. Al menos, pensó Joey, se ahorraría otros horrores.
Minos se acercó al viejo y se acuclilló junto a él, sin soltar el hacha. Después miró hacia la cúpula dorada.
Parte de su superficie se había vuelto verde, el equivalente a unos cinco minutos en la esfera de un reloj.
– Así que no es necesario derramar sangre -comentó Minos-. Es la muerte, en sí lo que hace que la cúpula cambie de color y se abra.
Mientras Minos se incorporaba, la tierra volvió a temblar. Esta vez lo hizo con más fuerza y la sacudida fue distinta. En las ocasiones anteriores el suelo se había movido de lado a lado, pero ahora subía y bajaba, subía y bajaba. Joey chocó contra Alborada, que aguantó su peso y evitó que cayera.
Pasados unos segundos, el temblor remitió.
En el suelo, cerca de la cúpula, se veía una grieta que Joey no había visto antes. Aunque el terremoto había cesado, notaba en las rodillas una vibración continua y grave que subía por su cuerpo y le hacía cosquillas en el pecho.
– Nuestro volcán ha despertado, amigos -dijo Minos-. Disculpadme si me doy prisa y no dedico a cada uno el tiempo que sin duda se merece.
Mirando de reojo a Joey y Alborada, Minos acarició el mango del hacha.
– Éste es un buen sitio para empezar.
– ¡Espera! -exclamó Sybil.
«Eso, espera», pensó Joey.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Minos, volviéndose hacia ella.
Sybil había sacado un móvil de un pliegue de su falda, Joey se preguntó si habría regresado la cobertura.
– Las cámaras del puerto. Hay intrusos que han desembarcado en la isla y suben a la mansión.
– ¿Cuántos son?
– Con la ceniza no se ve bien, pero creo que hay cinco o seis.
– ¡Justo lo que nos hace falta! -exclamó Minos-. ¿Podrás encargarte de ellos?
Sybil torció el gesto. Joey pensó que no le hacía ninguna gracia recibir instrucciones. Pero ella se guardó el móvil y se dirigió hacia la escalera de salida.
«Mientras los trae, viviremos un rato más», se dijo Joey.
Pero Minos le decepcionó. Volvió a empuñar el hacha en ambas manos, se plantó ante él y dijo:
– Lo siento, jovencito. Vamos a ir adelantando trabajo. Tú serás el primero.
Capítulo 72
Exterior de Nea Thera .
La mansión apareció casi de repente, a menos de veinte metros. Gabriel se sobresaltó al verla. Era como conducir por la autopista en un día de niebla y toparse con un camión surgido de la nada.
Sólo que aquella niebla estaba compuesta de cenizas y gases volcánicos. Gabriel se había atado un pañuelo en la cara a modo de máscara, pero los fragmentos de ceniza eran tan diminutos que se colaban por los poros del tejido y penetraban en la nariz y la boca, irritando la garganta y los bronquios.
Para llegar al edificio tenían que atravesar un estrecho sendero en cuesta, flanqueado a la derecha por grandes peñascos de basalto y a la izquierda por una abrupta pendiente que caía a una hondonada. De ella subían nubes de gas y un ominoso burbujeo, plop-plop-plop, como si la madre Tierra estuviera guisando un extraño estofado de lava y lodo.
El suelo temblaba constantemente, como el grave ronroneo de un gato gigante enterrado bajo tierra. Según Iris, aquel tremor volcánico precedía a la erupción definitiva.
Si es que ésta no había empezado ya.
El sol se había puesto hacía media hora. Pero la niebla seguía teñida de carmesí, como si la sangre del crepúsculo hubiera quedado colgada del aire, o como si la propia esencia de la bruma fuera el fuego. Todo el paisaje recordaba al infierno de Dante. La mansión que se alzaba oscura ante Gabriel podría haber sido la morada de Hades. Por detrás del edificio, a lo lejos, se atisbaban unos relámpagos rojos que subían a las alturas acompañados por sonoros truenos, como una tormenta que en lugar de caer del cielo brotara de la tierra.
Sí, la erupción ya había empezado. Gabriel experimentó una intensa sensación de deja vu. Con Kiru había estado junto a otro volcán. No, en realidad era el mismo volcán, pero tres mil quinientos años antes.
Con una diferencia. Gabriel ya no era un pasajero en la mente de otra persona. Era su propio cuerpo el que podía ser abrasado por el volcán.
Se volvió al oír pisadas. Aunque estaba agotado y dolorido, sus largas zancadas habían hecho que se adelantara. Los demás venían a pocos metros: Enrique, Valbuena, Iris y un poco más atrás Herman, que con sus ciento diez kilos estaba sufriendo para subir las cuestas que conducían a Nea Thera. Las linternas proyectaban haces fantasmales que en la niebla roja parecían largas espadas de jedi.
Faltaba Kiru. Gabriel se alarmó. Era muy extraño que se hubiese separado de él. ¿Se habría perdido entre la niebla?
– ¿Dónde está Kiru? -preguntó, levantándose el pañuelo.
Los demás miraron atrás, perplejos. Nadie se había dado cuenta de su ausencia.
– ¡Tenemos que entrar ya! -exclamó Iris. Con la ceniza, su pelo de cuervo parecía el de una anciana canosa-. ¡La luna ha salido ya, y ese psicópata debe estar matando gente!
Era una de las objeciones, y no pequeñas, que Gabriel había ido posponiendo. No tenía muy claro qué harían dentro de la cúpula, qué clase de diálogo o negociación podrían sostener con la Gran Madre. Pero incluso antes de entrar en la cúpula se les presentaba una dificultad. Para abrirla necesitaban vidas humanas.
Mientras Herman y Enrique desandaban sus pasos para buscar a Kiru, Gabriel se volvió hacia la mansión. Había oído el crujir de la ceniza bajo unos pies. ¿Se habría adelantado Kiru sin que él se diera cuenta?
De la bruma rojiza surgió una figura con una antorcha en la mano.
Era una visión del pasado. Gabriel se sintió de regreso a las vivencias que había compartido con Kiru. Por el angosto camino bajaba una mujer vestida con una chaquetilla ceñida y una falda de campana.
Antes de verle la cara, Gabriel supo quién era por el aura de miedo que la precedía.
Sybil.
– ¿Cuántos sois? -preguntó, sin más preámbulos. Ella misma debió contarlos, porque añadió a voces, para que se la oyera sobre el tronido constante de la erupción-. ¡Cinco personas! ¡No os hacéis idea de lo oportuna que es vuestra llegada!
Algo llameante surcó el aire con un silbido, cayó delante de Sybil y rodó por la cuesta hasta llegar a los pies de Gabriel. Era una roca incandescente del tamaño de un puño. De haber caído sobre uno de ellos, le habría partido el cráneo. «Iris tiene razón -pensó-. Debemos entrar cuanto antes».
El problema era que Sybil se interponía en el camino.
– ¿No la habéis traído a ella?
– ¡No! -mintió Gabriel.
Tal vez Kiru había percibido la cercanía de Sybil de alguna forma y había decidido huir de ella.
De su propia hija.
Algo rozó la pierna de Gabriel y le hizo dar un respingo. Estaba asustado, y no sólo por la erupción. El Habla de Sybil flotaba en el aire, espesa como la ceniza y sofocante como el gas.
Miró hacia abajo. Era Frodo, que lloriqueaba asustado. La última vez que lo había visto, viajaba cómodamente acurrucado en los brazos de Kiru. Pero ella debía haberlo soltado, y el cachorro se las había arreglado para alcanzarlos cuesta arriba a pesar de sus diminutas patitas.