Una mezcla de amor, respeto, obediencia. Reverencia.
Era como si se hallaran en presencia de Dios.
Y ese dios, el Dios, Randall, se agachó y recogió del suelo el hacha que había dejado caer Minos.
«¿Cómo he podido dudar de Ti?», se preguntó Alborada con adoración, aunque sabía que, al igual que el miedo anterior, ese fervor se debía al Habla.
– ¿De verdad creías que podías superar a tu padre, al Primer Nacido? -preguntó Randall-. El mismo que te engendró puede destruirte.
– Me… has… engañado… -articuló Minos a duras penas.
– Eres tú el único que se ha engañado siempre.
Minos alzó la mirada hacia su padre. Las mandíbulas le temblaban y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. Randall levantó el hacha sobre la cabeza de su hijo.
– No… tienes… cojones… -jadeó Minos.
«Mátalo -pensó Alborada-. Mátalo o estamos perdidos».
A su alrededor, los demás prisioneros amordazados mantenían los ojos clavados en la silenciosa batalla que se libraba en el rostro de Randall.
El Primer Nacido apretó las manos sobre la empuñadura del hacha. Las fibras de sus antebrazos se marcaron como cables de acero. Por un segundo, Alborada creyó que descargaría por fin el golpe mortal.
Pero Randall exhaló un profundo suspiro y arrojó lejos el hacha.
– No derramaré sangre ni siquiera por ti -dijo. «Esto se acabó», pensó Alborada.
– Ya te he dicho que no tienes cojones -dijo Minos. Randall se inclinó sobre él y le puso las manos sobre ambas sienes.
– Hay otros procedimientos, hijo -dijo Randall.
– Suél… ta… me…
Minos le agarró las muñecas para apartarlo de él. Pero los dedos de Randall se clavaron con más fuerza en su cabeza.
– Dicen que la muerte es el olvido total -dijo Randall-. Si es así, entonces el olvido total también es la muerte.
Por fin, Minos dejó de resistirse y puso los ojos en blanco.
– Voy a robarte todo lo que has sido, hijo mío. Espero que en tu nueva vida seas alguien mejor de lo que fuiste.
Alborada comprendió. Randall le había borrado a él un recuerdo, la memoria de algo malo que ahora sentía como una ausencia.
Ahora, iba a formatear por completo la mente de su hijo.
Cuando Gabriel y sus acompañantes entraron en la mansión, Iris los guió por el laberinto de pasillos hacia el garaje donde se hallaba la cúpula. Por el camino se cruzaron con varias personas que huían enloquecidas, algunas vestidas con ropas normales y otras ataviadas a la moda minoica. Entre ellos venía un tipo rubio que casi arrolló a Gabriel con su corpachón.
– ¡Váyanse de aquí! -gritó en inglés, sin detenerse-. ¡Ahí abajo están todos locos!
Después siguió corriendo y se perdió por un pasillo. Iris se volvió hacia él, levantó la mano y pareció a punto de gritarle algo, pero se arrepintió.
– ¿Quién es? -preguntó Gabriel.
– Es… -Iris vaciló un instante y meneó la cabeza-. No es nadie. Vayamos a buscar la cúpula.
Cuando llegaron al garaje, descubrieron que allí había cinco personas que no habían huido. En el caso de una de ellas, la razón era evidente. Estaba tendido en el suelo y, por su aspecto, no daba la impresión de que fuera a levantarse nunca más.
– Es Sideris, el director de las excavaciones -le informó Iris-. Debe haber sufrido un ataque al corazón.
A cierta distancia del cadáver había un chico moreno de doce o trece años con rasgos amerindios. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una columna y las rodillas apretadas contra el pecho. Pese a su propio abrazo, temblaba visiblemente.
Al lado del muchacho había alguien a quien Gabriel no habría esperado encontrar.
Alborada. El individuo que le había dejado sin trabajo y se había casado con su ex mujer.
Sin embargo, Gabriel se alegró al verlo allí, donde confluían todos los senderos.
– Marisa estaba muy preocupada por ti -le dijo, estrechándole la mano con fuerza.
Alborada le correspondió el apretón con sinceridad, e incluso le palmeó el hombro. Ni cuando coincidieron en el instituto se habían permitido tales familiaridades.
– Lo sé -respondió Alborada-. Todo ha sido muy complicado. Voy a presentarte a un amigo.
El amigo era un tipo con aspecto de hippy. O de Jesucristo, pensó Gabriel al percatarse de las heridas que tenía en las manos y en los pies. Después vio la puerta con los cuatro clavos ensangrentados y se dio cuenta de que la comparación con Jesucristo era más que acertada.
– Gabriel Espada, éste es Randall.
– También conocido como Atlas, ¿no es así? -preguntó Gabriel.
El aludido enarcó las cejas, sorprendido.
– ¿Cómo sabe quién soy?
Gabriel se giró y señaló a Kiru, que se había mantenido algo apartada del grupo. Al verla, los ojos de Randall se iluminaron en señal de reconocimiento, y avanzó unos pasos hacia ella.
– ¡Kiru! Estás… ¡Sigues viva!
Sí, seguía viva, y Gabriel pensó que no dejaba de ser un gran mérito después de tres mil quinientos años de vagar por el mundo con las neuronas medio abrasadas. Kiru apretó a Frodo contra su pecho y no hizo ademán de acercarse a Atlas, pero tampoco retrocedió.
– Kiru no te recuerda. Kiru no se fía de ti.
Ambas afirmaciones parecían contradictorias, lo que hizo sospechar a Gabriel que la última regresión había despertado en Kiru más memorias de las que ella misma quería reconocer. Algún recuerdo debía tener de Atlas si no confiaba en él.
– Si la señorita Kiru no se fía, tenemos un problema -dijo Valbuena, señalando a la quinta persona que había en el garaje.
Gabriel reconoció a Minos por sus visiones. Pero el gesto de determinación y crueldad del hermano de Sybil había desaparecido. A decir verdad, todo gesto se había borrado de su cara, que parecía una pizarra en blanco. Estaba tendido en el suelo, en posición fetal, chupándose el dedo y meciéndose entre balbuceos ininteligibles.
– ¿A qué se refiere, profesor? -preguntó Gabriel.
– Ahora que Isashara está muerta y, al parecer, Minos se ha convertido en un guiñapo sin cerebro, sólo quedan dos Atlantes. Y los dos deben entrar juntos a la cúpula.
– Kiru no entra con él -se empeñó ella.
Randall miró a Valbuena con gesto escrutador, como si se preguntara quién era aquel intruso que parecía dispuesto a organizarle la vida. Después, se volvió hacia la cúpula.
– Ese no es nuestro único problema. Entiendo que están ustedes informados sobre la situación. Antes de entrar en la cúpula, debemos abrirla. En teoría, sólo podemos hacerlo derramando sangre.
Randall se acercó al domo. Gabriel lo siguió, acompañado por Valbuena. Los filamentos verdes cubrían tan sólo una pequeña parte de su superficie. Por lo que había visto en las vivencias de Kiru, aquella especie de alga tenía que extenderse por toda la cúpula para que ésta se abriera.
– Sin embargo -dijo Randall, hablando casi para sí-, cuando ese hombre ha muerto sin que nadie lo tocara, la cúpula se ha teñido de verde. La clave no es la sangre, es la muerte.
– O la vida -dijo Valbuena.
Randall se volvió hacia él.
– ¿Qué quiere decir?
– Esa cúpula sirve para que los humanos nos comuniquemos con la mente colectiva de la Tierra, ¿cierto?
– Así es.
– La clave para abrirla es la fuerza vital -dijo Valbuena, acercando la mano a la cúpula. Al tocar su superficie, sus dedos parecieron hundirse en ella. Los retiró al momento. Durante un instante los filamentos verdes iluminaron sus yemas, y luego se borraron-. La vida nunca termina en realidad. Sólo pasa por transiciones…
Valbuena se volvió hacia Randall.
– Cuando una vida pasa de un estadio a otro, su energía colapsa como una especie de agujero negro en miniatura. Al hacerlo, provoca un estallido de energía, una onda cuántica que los humanos no pueden percibir. Pero la cúpula sí la percibe, y es esa energía lo que la abre.