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Gabriel miró hacia la puerta. Seguía abierta, pero una cortina luminosa, como una especie de campo de fuerza, impedía ver qué había al otro lado.

Estaban solos dentro de la cúpula.

Kiru le tendió una mano. Las luces juguetearon en su dorso como reflejos de agua en el techo de una cueva.

Antes de decidirse a tocarla, Gabriel recordó cómo habían actuado Kiru y Minos dentro de la cúpula. No sabía si era imprescindible imitarlos en todo, pero seguramente tampoco perjudicaría a su misión.

– Sentémonos.

Una vez acomodados en la posición del loto, tan cerca que sus rodillas casi se rozaban, Gabriel extendió ambas manos y tomó en ellas las de Kiru. Al tocar su piel, sintió un estallido de dolor en la cabeza…

* * * * *

… que se convirtió en calor, un calor reconfortante que se extendió por sus miembros y los disolvió, hasta que de pronto no tuvo cuerpo.

Pero ahora no se hallaba dentro de Kiru, sino entrelazado con ella, en algún lugar que no era lugar. Estaba agazapado en una especie de bolsillo dimensional, un escondrijo seguro desde el que podía extender zarcillos inmateriales terminados en garfios de energía con los que podía engancharse a la red de la mente de Kiru.

Y gracias a ella podía asomarse y contemplar otra red increíblemente mayor.

La mente de la Gran Madre era una vastísima malla, de trillones o cuatrillones de puntos físicos. En su origen debía ser tridimensional, pero, al menos tal como la percibía Gabriel desde la cúpula, se extendía por muchas más dimensiones del espacio y del tiempo. Era una inmensa nebulosa de puntos luminosos, gemas talladas en verde, azul, carmesí, blanco, púrpura, y entrelazadas entre sí por senderos que se retorcían sobre sí mismos, como un cúmulo estelar en que cada estrella estuviese unida a las demás por túneles de plasma.

Algunos de esos túneles se internaban en universos paralelos, geometrías extrañas que en cierto modo eran pequeñas versiones de aquella mente colosal.

Kiru extendió sus propios zarcillos por la entrada de esos túneles. Gabriel la siguió y tiró de ella para que no se perdiera en aquellos desvíos. Pero él mismo se quedó maravillado durante un instante.

Pues cada uno de esos pequeños universos conectados a la Gran Madre era una vida. Una vida humana.

Allí estaban los recuerdos, la información vital de cada una de las personas que habían sido sacrificadas ante la cúpula de oricalco.

Tal como había sugerido Valbuena, la cúpula no exigía sangre ni reclamaba muertes. Era la vida en sí lo que abría el canal de comunicación. La cúpula quería vidas, más no para destruirlas, sino para conservarlas.

Pues todos aquellos hombres y mujeres seguían vivos allí, unidos a la Gran Madre y a la vez separados de ella.

Era una forma de eternidad.

Una de las vidas almacenadas conocía a Gabriel. Aquella conciencia le habló de la naturaleza de la mente colectiva, y le explicó que los nudos de la vastísima red mental eran nanobios, diminutas formas de vida primordial.

También le entregó un mensaje personal para un amigo, un recado que Gabriel no entendió. Por último, le recordó algo:

«No hay tiempo que perder. Debes cumplir tu misión para que lo que he hecho sirva de algo».

Gabriel regresó a la malla central, el núcleo de la mente de la Gran Madre.

En realidad, aquella mente no estaba en ningún sitio. Era lo que los expertos definían como una cualidad emergente: aunque se sumaran las características de sus componentes, los nanobios, no surgiría nada ni remotamente parecido. La mente colectiva no residía en los puntos materiales que eran los propios nanobios, sino en la nube difusa e inmensa formada por sus intercambios de material genético y sus reacciones químicas y eléctricas.

La conciencia de la Tierra era, pues, una propiedad casi abstracta, algo que flotaba y se movía entre las conexiones, y como éstas no dejaban de cambiar, la conciencia de la Gran Madre también se transformaba continuamente.

No era materia. Era pura estructura.

Gabriel también captó el gran riesgo que suponía entrar en la cúpula para la médium femenina. Esa mente era tan inmensamente superior a la humana que, si Kiru intentaba fundirse por completo con ella, corría el peligro de esparcirse, de abrir demasiado la malla de su propia red para abarcarla entera. Si lo hacía, sus propias conexiones neurales se harían tan tenues que acabarían rompiéndose, y ella se perdería como el caudal de un río en el océano.

Pero también entendía que Kiru se dejase llevar. La mente de la Gran Madre creaba belleza en forma de matemáticas que describían mundos inexistentes, de metáforas que Gabriel no comprendía pero que hacían tañer cuerdas de su espíritu como si fuera un arpa, de músicas y armonías sinestésicas que dibujaban fractales de luz en la nada.

Y, sobre todo, la estructura de esa mente era tan increíblemente compleja que en sí misma era pura belleza.

Por eso Gabriel tenía que sujetar las riendas de Kiru, mantenerse algo apartado, utilizarla como una especie de telescopio para enfocar diversos puntos de la mente colectiva, pero reteniendo siempre el control.

Más no era momento de disfrutar de los incontables deleites estéticos y abstractos que ofrecía aquel vasto cerebro. Como le había recordado aquella voz, Gabriel tenía una misión que cumplir.

Gracias a la visión que le ofrecía la cúpula, Gabriel observó cómo el inmenso holograma de la mente colmena se superponía sobre la capa exterior del manto terrestre y extendía sus redes más abajo, hasta el manto interno e incluso la capa exterior del núcleo metálico.

Gabriel captó la estructura del planeta como un todo, y percibió los flujos que se estaban produciendo en su interior.

En el núcleo externo, las corrientes de metal líquido habían modificado sus movimientos, alterando de paso el campo magnético. Pero las anomalías magnéticas no eran algo buscado por la Gran Madre, sino una consecuencia. La clave estaba en los flujos de metal líquido del núcleo, que suministraban energía a todo el sistema. La Tierra estaba gastando parte de su capital, que no era otro que el calor que conservaba en su centro como residuo de los colosales choques entre los planetesimales que la habían formado.

En lugar de disipar esa energía con tanta parsimonia como lo había hecho durante miles de millones de años, la Gran Madre había «decidido» emplear parte de ese calor para fundir enormes bolsas de roca en el manto y crear una reacción en cadena.

Todo ello estaba provocando un incalculable aumento de presión que sólo tenía una salida naturaclass="underline" la superficie terrestre.

Donde, para su desgracia, habitaban los humanos.

Algunas de esas bolsas de roca fundida ya habían surgido a la superficie, cerca de las franjas donde unas placas tectónicas se hundían bajo otras. Así había ocurrido en Long Valley, en los Campi Flegri y en el Krakatoa, y así estaba a punto de ocurrir en Santorini.

Otras subían aprovechando los puntos calientes de los que le había hablado Iris. Gabriel los vio, literalmente. Se trataba de lugares situados en el interior de las placas, lejos de las zonas de subducción, donde unas colosales burbujas de magma conocidas como «plumas» ascendían desde el manto y se abrían paso hasta la superficie creando volcanes en el proceso.

Gracias a la visión que le ofrecía la cúpula, Gabriel comprendió que muchas de esas plumas eran en realidad cicatrices que aún supuraban, residuos de impactos de asteroides y cometas que habían abierto grandes heridas en el planeta. Por esas cicatrices, aprovechando senderos ya establecidos, subían ahora nuevas inyecciones masivas de roca fundida.

Gabriel vio que Yellowstone estaba a punto de reventar: sólo era cuestión de horas. Pero también se estaba acumulando presión bajo otros puntos calientes. Islandia, la patria de Iris, corría peligro de sufrir una erupción que superaría en varios órdenes de magnitud cualquier otra que hubiera conocido.