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La mujer que los había traído en coche desde el aeropuerto les había dicho que el cielo del Egeo era el más azul del mundo. Ahora Joey pudo comprobar que no mentía. El viento soplaba con fuerza y levantaba crestas de espuma en las oscuras aguas del mar, y la luz del sol arrancaba mil matices rojos, ocres y amarillos a los acantilados que se alzaban al otro lado de la bahía.

La erupción de Kameni se había detenido. Tampoco se divisaba ya la columna de gas y ceniza del volcán submarino de Kolumbo.

¿Qué estaría ocurriendo en el resto del mundo?

A Joey le quedaban sólo unos minutos de batería, pero necesitaba saber. Dejó en el suelo al cachorro, del que apenas se había separado desde que Kiru entró en la cúpula, y le dijo:

– Quieto ahí, Frodo. Enseguida te cojo.

El cachorrillo movió el rabo un par de veces, soltó un gañido a medias entre un lloriqueo y un ladrido y se sentó. Era difícil que escapara de allí, pues estaba rodeado de pedruscos más grandes que él.

Joey encendió el móvil y esperó un rato.

Nada.

Un momento…

– ¡Sí! -exclamó, y le enseñó el móvil a Iris-. ¡Mira, ha vuelto la cobertura!

– Déjame un segundo -dijo ella, y se apresuró a escribir algo en la pantalla.

* * * * *

Iris leyó los titulares de la NNC a toda velocidad.

– Aquí dice… ¡Sí! La erupción de Long Valley está remitiendo. Se cree que en unas horas se detendrá por completo. Lo mismo pasa con los Campi Flegri y con el Krakatoa. El nivel del terreno vuelve a bajar en Yellowstone. ¡Síii!

Iris y Joey se abrazaron, y al hacerlo levantaron entre ambos una nube de polvo.

– ¿Qué más pone? ¿Dice que hemos sido nosotros?

Iris se rió.

– Me temo que no. Veamos… «Según muchos expertos, la actividad volcánica puede haber disminuido por su misma intensidad».

– ¿Qué quiere decir eso?

– Algo así como que el combustible de la Tierra se ha agotado porque lo ha gastado demasiado deprisa. Ya no hay suficiente presión interna en las cámaras de magma para mantener todos esos volcanes activos.

Iris miró a su alrededor, sonriendo. Después, la sonrisa se le congeló por dentro, aunque la mantuvo al darse cuenta de que Joey seguía observándola.

Tal vez habían salvado a la especie humana de su extinción. Pero no de gravísimas dificultades en un futuro muy próximo.

Iris sospechaba que ese año no iban a tener verano. Era muy difícil, o casi imposible, calcular el volumen de cenizas y aerosoles que ahora mismo flotaban en las capas altas de la atmósfera en su viaje alrededor del mundo y que bloqueaban un gran porcentaje de los rayos del Sol.

Esos desechos volcánicos seguirían suspendidos en la atmósfera durante años. Los suficientes, sospechaba Iris, para provocar una nueva glaciación.

Mucho se temía que Islandia, su país, iba a volverse inhabitable excepto en las zonas donde, paradójicamente, los volcanes abrieran pequeños oasis en la capa de hielo.

Probablemente, todo el hemisferio norte más allá del paralelo 50 se convertiría en una región inhóspita por culpa del hielo. La mitad de los Estados Unidos ya lo eran debido a la gruesa capa de ceniza que cubría el suelo. Se avecinaban tiempos difíciles.

Pero ahora que se encontraba en el Egeo y el sol empezaba a calentar en el cielo, Iris decidió no pensar en fríos glaciales, y miró en derredor.

Milagrosamente, la azotea donde se encontraban, la misma donde había visto al señor Kosmos maquillado de anciano y sentado en su silla de ruedas, había aguantado sin derrumbarse. Si volvía la mirada a la izquierda, podía ver cómo varias alas de la mansión se habían desplomado, ya que los terrados no habían soportado el peso de las rocas y las cenizas.

En el fondo, pensó, a Nea Thera no le sentaba tan mal el cambio. Ahora parecía realmente un palacio minoico.

De hecho, quizá a nadie le sentara mal el cambio. Tal vez el mundo entero lo necesitaba. Quizá así la humanidad que había despreciado toda vida que no fuera la suya propia podría por fin conectarse con la verdadera esencia común de todas las cosas.

Fuese lo que fuese esa esencia. La Gran Madre o una nueva mente colectiva que surgiría del intercambio entre el Homo sapiens y Gaia.

Quizá también, con el tiempo, los humanos llegarían a conectar con los misteriosos diseñadores que habían creado la cúpula para comunicar entre sí dos formas de vida tan distintas como un planeta entero y unos simios bípedos y parlanchines.

Los mismos diseñadores, sospechaba Iris, que habían creado también a Kiru y a Randall.

Randall. Atlas. Pensar que había conocido a uno de los antiguos dioses. Ahora aquel Homo immortalis había trascendido a otra forma de inmortalidad, fundido con la cúpula como una escultura de bronce. ¿Seguiría manteniendo su conciencia en algún rincón de la mente colectiva o del hardware de la cúpula, o habría perdido toda noción de individualidad perdido en la vasta malla tejida por los nanobios? En el segundo caso, ¿podría afirmarse que continuaba vivo, o que seguía siendo la misma persona que habían conocido como Randall?

Al menos, su sacrificio no había sido en vano. No sólo la Gran Madre había escuchado a esos hijos de cuya existencia apenas había sido consciente durante milenios. Además, la puerta de la cúpula no se había vuelto a cerrar. Al parecer, ya no sería necesario entregar más vidas para abrirla. Iris esperaba que siguiera así para siempre.

Si es que el adverbio «siempre» tenía algún sentido.

– Joey… -dijo Iris.

¿Sí?

– Erais muy amigos, ¿verdad?

Él jugueteó con el móvil.

– Mucho.

* * * * *

Joey estaba muy triste. Pero había algo que le hacía sentirse algo mejor.

Él no albergaba las mismas dudas que Iris. Estaba convencido de que Randall no había muerto. Seguía vivo en el interior de su cuerpo de metal orgánico, o tal vez dentro de la mente de la Gran Madre. Y si seguía vivo, del mismo modo que había escapado de los grilletes que lo encadenaban a las rocas del volcán, quizá algún día podría salir de nuevo de su prisión y reunirse con él.

Joey lo sabía porque, cuando salió de la cúpula y se recuperó del desmayo, Gabriel le había entregado un mensaje de Randall.

– Alguien me ha dado un recado para ti.

– ¿Cuál?

– Que ahora ya puedes estar seguro de que el General Sherman no es el ser vivo más viejo del mundo y de que quedan supervivientes de épocas más remotas.

Joey había sonreído al escucharlo. En efecto, pese a sus dos mil quinientos años de edad, el gran árbol del Parque Nacional de Secuoyas no era la criatura más anciana del mundo. Randall la superaba en muchos siglos. Y no era el único.

* * * * *

Quedaban dos inmortales en el planeta. A uno, Minos, lo habían dejado dentro de una alcoba. Primero lo habían tumbado en una cama, pero él no se tranquilizó un poco hasta que tiraron el colchón en un rincón de la estancia y le colocaron encima una mesa. Acurrucado contra la pared y tapado por el tablero de la mesa, el antiguo rey de la Atlántida se mecía en posición fetal, como si hubiera vuelto al vientre materno.

En cambio su madre, que había olvidado que lo era, parecía encantada con la nueva situación. Kiru había encontrado en una de las salas unas ánforas con vinos especiados y un juego de copas de oro, y sin dudarlo se había dedicado a servir a los demás en una mesa que habían sacado a la azotea. Era como si los estuviera agasajando en su propia casa.

Algo que, por otra parte, tenía su lógica, pensó Gabriel. Kiru pertenecía a este lugar o este lugar pertenecía a Kiru, por múltiples razones.