Выбрать главу

– Oh-oh -murmuró. Había luz en la escalera. El diferencial no había saltado. Eso auguraba causas más preocúpentes para el apagón.

La casa se hallaba en penumbras, pues la única ventana exterior se asomaba al angosto triángulo entre los dos bloques. Gabriel, que solía dejar las luces encendidas incluso de día, tenía una linterna cerca de la puerta para las frecuentes ocasiones en que se fundían los plomos de aquella instalación digna de la posguerra. Armado con la linterna, entró en la cocina siguiendo el rastro del olor. Rastro muy breve, como no podía ser de otra forma en un apartamento de veinticuatro metros cuadrados.

La fuente del hedor era el frigorífico. Al parecer, el apartamento llevaba bastantes días sin luz, tal vez tantos como había durado la ausencia de su dueño. Adiós al proyecto de ensalada y a cualquier otra alternativa. Las zanahorias estaban tan fofas que se podía hacer un lazo con ellas. El pan bimbo se había convertido en morada de una colonia de moho que no parecían dispuestos a compartirla, y a los tomates les había pasado lo mismo que al melón: se habían deshinchado y colapsado bajo su propio peso como estrellas de neutrones. Pero si una estrella deja como residuo de su catastrófico final un agujero negro, los tomates y el melón habían convertido parte de su masa crítica en unos líquidos oscuros que chorreaban por la puerta del frigorífico y formaban en el suelo un charco pútrido en el que no se habría atrevido a abrevar ni la cucaracha que había salido huyendo cuando el haz de la linterna alumbro la cocina.

Sospechando la verdad, Gabriel entró en la web de la compañía eléctrica. El banco había devuelto su último recibo. «¿No nos pagas? Pues te dejamos sin luz». Misterio resuelto.

La lavadora le dio otra alegría. La noche en que conoció a C la había dejado funcionando.

De aquello habían pasado más de dos semanas.

Al menos, la ropa estaba seca, aunque podría haber olido mejor. Gabriel sacó aquel mazacote de tejidos varios, que cayó sobre el barreño con el sordo impacto de un ladrillo. No había más remedio que lavarlo todo otra vez, pero mientras arreglaba sus problemas con la compañía eléctrica lo mejor sería tenderla para que el viento se llevara consigo algunos microorganismos.

Cargado con el barreño, Gabriel subió el último tramo de escaleras. El tendedero estaba en la terraza del cuarto piso y era comunal, lo que significaba que en aquel momento lo compartían Gabriel y el vecino que vivía encima de él, un tipo del que sospechaba que era camello.

Entre sus propias blasfemias al ver que no tenía luz, los insultos dirigidos contra la compañía eléctrica y los gruñidos de asco al abrir el frigorífico, Gabriel no había oído los gemidos que venían del piso de arriba. Al llegar al tendedero se encontró con la causa. Un cachorrito de color canela estaba lloriqueando junto a la puerta del cuarto.

Gabriel llamó con los nudillos a la puerta del vecino.

– ¡Eh, que te has dejado fuera a tu amiguito!

No obtuvo respuesta.

El cachorro se acercó a Gabriel meneando su minúscula colita. Gabriel se agachó y le acarició la cabeza redondeada. Era de una especie indeterminada, con ciertos rasgos de pequinés pero el morro más alargado. No debía haber cumplido ni un mes y era poco más que una bolita de pelo. En su collar de cuero se leía un nombre. Frodo.

– ¿Tienes hambre, Frodo?

Gabriel dejó el barreño en un rincón de la terraza y se dirigió a su apartamento. El perrito le siguió, pero al Llegar al primer escalón se acobardó. Para él, el peldaño era como una tapia de dos metros. Gabriel lo cogió en la mano derecha, agarrándole bien por la tripa para no hacerle daño, y bajó con él. El cachorro estaba tibio y el pequeño corazón le palpitaba a toda velocidad.

En el frigorífico había un cartón de leche abierto que, cuando Gabriel lo tiró al fregadero, contribuyó a enriquecer la mezcla aromática de la cocina con una nota agria de cuajarones de yogur. Buscando en la pequeña alacena, lo único que encontró fue un minibrik de batido de chocolate. También le quedaban cuatro galletas ya rancias, pero cuando las desmigajó sobre el batido Frodo se las comió con gran entusiasmo.

Tienez un menzaje, gorunko, le avisó el móvil. Era de Elena Collado.

Tienes una clienta a las ocho. Se llama Iris pero no me ha querido decir el apellido. Habla español con acento extranjero. Procura k kede contenta.

«Menos mal que no recibo a las clientas en mi casa», pensó Gabriel. Tenía que limpiar a fondo el frigorífico y el suelo con estropajo y lejía, pero estaba tan cansado que de momento se dejó caer sobre el taburete de la cocina. Frodo volvió a gemir, reclamando compañía, y Gabriel lo cogió y se lo puso en la rodilla. Después marcó el número de su amigo Herman, nombre de guerra de Germán Gil.

– ¿Qué pasa, tío? -contestó Herman-. Iba a llamarte para felicitarte por tu cumpleaños.

– Puedes ahorrártelo. No hay nada que felicitar.

– Tú siempre tan agradecido.

– Escucha, estoy de vuelta en Madrid. Necesito tu piso a las ocho.

– Joder, Gabriel, siempre me avisas deprisa y corriendo. ¿ Y si he quedado con una tía?

– Las únicas tías con las que quedas tú son las hermanas de tu padre cuando te invitan a tomar chocolate a su casa.

– No sé si tengo partida de rol.

– Hoy es sábado. La partida de rol es los viernes.

Gabriel sabía que Herman estaba enfadado porque se había largado quince días de Madrid sin avisarle. A veces era más celoso que una novia.

– Bueno -resumió-, un poco antes de las ocho estoy en tu casa. Cuando termine con ella, nos tomamos algo en el Luque, ¿vale?

Al mismo tiempo que colgaba, Gabriel sintió algo cálido en su muslo. Frodo se había orinado en su pantalón. Dejó al cachorro en el suelo y se dijo:

– Feliz cuarenta y cinco cumpleaños.

Si alguien le hubiera dicho que ese mismo día empezaría a verse involucrado en la salvación del mundo, Gabriel Espada se habría reído en su cara.

Capítulo 9

California, Fresno

La puerta de la caravana de Randall estaba entreabierta. Joey llamó con los nudillos y pasó directamente.

Randall estaba sentado en el suelo de linóleo, en la posición del loto, leyendo un libro que tenía aspecto de ser bastante antiguo.

– ¡Hola, Randall! -saludó Joey-. ¿Qué estás haciendo?

Al ver que su amigo no respondía, Joey se acercó más a él y se inclinó para mirarle la cara.

– Randall…

Tenía los ojos abiertos, aparentemente clavados en el libro. Pero cuando Joey le pasó la mano por delante, ni siquiera parpadeó.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás haciendo yoga o algún rollo jedi?

«Está soñando con los ojos abiertos», pensó Joey. Había escuchado o leído en alguna parte que despertar a un sonámbulo podía ser fatal, así que prefirió dejarlo por el momento.

Detrás de Randall, sobre la mesa que por las noches convertía en cama, había varios libros más, diez o doce. Joey no los había visto nunca, así que imaginó que Randall debía tenerlos guardados en el arcón que había bajo la mesa-cama. Pasó al lado de su amigo, culebreando entre él y el pequeño frigorífico, ya que la caravana era bastante estrecha.

Los volúmenes, que no tenían título ni portada, estaban encuadernados en piel. Al abrirlos, comprobó que no estaban impresos, sino escritos a mano con una letra indescifrable. No por defecto de la caligrafía, pues los caracteres se veían trazados con pulso nítido y firme y en líneas perfectamente paralelas. Pero a Joey el alfabeto le resultaba tan desconocido como el élfico o el klingon.

Las hojas, con los bordes cortados a mano, no eran de papel, sino de un material amarillento más grueso y rígido. Al tocarlas, Joey las notó resbaladizas al tacto, como si estuvieran untadas en aceite, y pensó que tal vez eran de pergamino.