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En ellas tan sólo encontró cómics. Sobre todo de Marvel, aunque no faltaban algunos de DC como Batman o Sandman. Su dueño los había organizado por orden alfabético, Iris encontró a Thor en la T y, por curiosidad, sacó un ejempla r. «Qué inmadurez», pensó al ver al dios del trueno combatiendo contra villanos ataviados con ridículos disfraces. Pero cuando siguió hojeando y encontró una página doble en la que Asgard y el puente del arco iris se recortaban contra las estrellas, se quedó embobada.

– Ya puedes pasar.

Casi dio un respingo, porque estaba tan distraída que no había visto entrar a su anfitrión. Pasó a su lado para salir de la estancia, pero luego le oyó soltar un gruñido y se volvió.

Con las prisas, Iris no había metido bien el cómic en la estantería. El tipo corpulento de las patillas terminó de encajarlo y después alisó toda la hilera de tebeos con la mano para comprobar que quedaban al mismo nivel.

«Son de él, no de Ragnarok», pensó Iris con alivio. Mejor así. No estaba dispuesta a ponerse en manos de un hombre con complejo de Peter Pan que aún leía tebeos. Ella no era como su madre, que se había casado con un tuno golfo e inmaduro.

O eso quería creer.

Volvieron al pasillo y dejaron atrás un par de puertas. Su guía abrió otra habitación y le hizo un gesto.

– Pase, señorita Gutlun… Gudrundóttir. Suerte.

«Me llamo Iris», pensó ella. Para los islandeses, el nombre verdadero es el de pila. A veces usan también el apellido, que es el nombre del padre o en ocasiones el de la madre seguido de los prefijos son, 'hijo', o dóttir, 'hija'. Por eso los apellidos van cambiando de generación en generación. Algo que despistaba a los amigos españoles de Iris y que disgustaba a su padre. «No entiendo esa manía de no querer llevar mi apellido», se quejaba a veces. Pero él debería saber de sobra que en Islandia Iris no podía empadronarse como Bermejo, ni menos como Bermejodóttir, porque no era un nombre oficial.

La puerta se cerró a sus espaldas. El tipo corpulento se quedó fuera.

Aquella estancia también tenía estanterías, pero éstas almacenaban libros de verdad, muchos de ellos encuadernados en piel. Iris no pudo distinguir mucho más, porque todo estaba bastante oscuro. Sólo había un flexo que proyectaba su foco sobre un escritorio y una silla vacía. Al hombre sentado al otro lado -¿Ragnarok?- se lo veía apenas perfilado contra la librería que tenía detrás. La luz del flexo deslumbraba ligeramente a Iris y no le dejaba distinguir sus rasgos. Aquello le recordó una sala de interrogatorios.

– Por favor, Iris. Siéntese aquí.

La voz de Ragnarok era profunda, bien modulada. Además, la había llamado de la forma adecuada, sólo por su nombre. Iris se acercó con paso cauteloso, y el viejo parquet crujió bajo sus pies. Olía a madera vieja y al cuero de las encuadernaciones, mezclado con el incienso de vainilla que ardía en un quemador de bronce. Sonaba una música oriental que en circunstancias normales habría sido relajante, pero Iris se sentía cualquier cosa menos relajada. Cuando se sentó, preguntó forzando un tono de broma que no sonó nada auténtico:

– ¿Me va a doler?

* * * * *

– ¡Tío, está como un queso! -le dijo Herman cuando vino a avisarle de que la clienta ya había llegado.

– Eso siempre es un incentivo -contestó Gabriel-. ¿Le has sacado el nombre?

– Iris Gurdu… Gudlun… Joder, qué nombrecito. Gudundótir o algo así.

A Gabriel le sonaba que aquel apellido debía ser islandés. Iris, hija de Gudrun. Según recordaba del Anillo de los Nibelungos, Gudrun era nombre de mujer. Lo cual significaba que su clienta había decidido tomar el apellido de su madre y no el de su padre. Eso tenía que revelar algo sobre su personalidad, así que Gabriel lo anotó mentalmente.

– ¿Cuántos años le calculas?

– Treinta. Dos arriba, dos abajo. Bueno, me bajo al Luque. No te enrolles mucho.

– La gracia de este trabajo está en enrollarse. Por eso me pagan.

Da igual. No tardes, que me aburro. Encima que me echas de mi casa…

No era cierto del todo. Aquel piso no era de Herman, sino de sus padres. Desde que se jubilaron, pasaban casi todo el año en la Manga, de modo que Herman podía fingir que la vivienda era suya.

Mientras aguardaba, Gabriel reparó en un extraño cosquilleo en el estómago. Estaba nervioso, casi ilusionado. No sólo porque la clienta fuera atractiva, sino por la pincelada exótica del nombre islandés. Normalmente atendía a cuarentonas o cincuentonas aburridas, más o menos acomodadas y que casi siempre venían con las mismas historias y los mismos problemas.

Cuando entró Iris, Gabriel la examinó con detenimiento, parapetado tras la zona de sombra que creaba la lámpara. Era alta, tal vez uno setenta y cinco, y tenía buen tipo. No demasiado pecho. Vestía de forma práctica, con un toque algo masculino.

Cuando se volvió un instante para ver cómo Herman cerraba la puerta tras ella, Gabriel la estudió de perfil y comprobó que el pantalón militar se le ceñía al trasero de una forma muy tentadora. Era el único detalle que se acercaba a lo pecaminoso en una vestimenta de lo más decente: camiseta color limón de cuello cerrado y sobre ella una camisa azul desabrochada y suelta.

Ella sí que estaba nerviosa. Sin duda, era la primera vez que hacía esto y se sentía algo tonta. Cuando se sentó, la joven se frotó las manos, aunque no hacía frío. Tenía las uñas cortas y no demasiado cuidadas. Gabriel sospechó que trabajaba con las manos.

– ¿Me va a doler?

Sonrió con timidez, y se le formaron dos hoyuelos junto a las comisuras de la boca. Su pelo, muy corto, era de un negro intenso que parecía natural. ¿Herencia por parte de padre? Eso explicaría que una islandesa hablara español.

«Dios, qué ojos», se dijo. Los tenía algo rasgados, pero lo que más llamaba la atención era el color. Tal vez parecían incluso más azules por contraste con el cabello negro. Pero no podía ser sólo el color, se dijo Gabriel. Era lo que transmitían y a la vez escondían.

No era la primera vez que se enamoraba de unos ojos. En una ocasión había viajado a Francia haciendo autostop por perseguir los ojos casi negros de una mulata. Pero entonces era muy joven. Ahora no tenía edad para hacer esas tonterías.

Eso, al menos, quería creer.

Gabriel recordó su papel. Bajando el tono de su voz para hacerla más solemne, respondió:

– Depende de lo que traigas contigo, Iris. Pronto lo descubriremos. ¿Es tu primera vez?

Ella juntó las palmas, refugió las manos entre sus piernas y, encogiendo un poco el cuello, asintió con la barbilla.

Gabriel sacó el mazo y se lo tendió a Iris. Sus dedos se rozaron un instante, y se le aceleró el pulso.

«Esto es un negocio», se recordó. «Sólo un negocio».

– Por favor, baraja las cartas lentamente y piensa en las cosas que más te importan.

Tras barajar el mazo, Iris se lo devolvió. Gabriel repartió las cartas en tres montones, el pasado, el presente y el futuro, mientras observaba a la joven. Empezó por la primera carta del mazo del pasado. Era el cinco de bastos.

– Una carta reveladora. Te sientes dividida. En tu pasado hay dos raíces contradictorias que pugnan entre sí por tu espíritu. -Gabriel jugaba casi sobre seguro, convencido de que ella era hija de padre español. Sin embargo, llevaba el apellido de su madre. Allí debía existir un conflicto, soterrado o no-. ¿Lo que te he dicho significa algo para ti?

Iris asintió. Gabriel observó que tenía un labio inferior adorable. Sus mejillas eran altas, de huesos elegantes. Aquel rostro era hermoso por su propia estructura y lo seguiría siendo dentro de muchos años.

Por no hablar de aquellos ojos de zafiro.