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Anomalía magnética a nivel mundial.

La corriente eléctrica cesó durante un rato. Alborada aprovechó para seleccionar la noticia y ampliarla en la pantalla. En Canadá habían muerto casi treinta ballenas por culpa de aquella anomalía, que las había desorientado. También se habían producido desperfectos en muchos equipos electrónicos.

Según las declaraciones de una científica entrevistada para reportaje, aquella anomalía podía ser la antesala de una inversión del campo magnético de la Tierra. Alborada, Que no tenía noticia de que tal fenómeno pudiera ocurrir, subió el volumen.

«Sabemos que en el pasado el campo magnético de la Tierra ha sufrido inversiones, de tal manera que el Polo Norte magnético ha estado en la Antártida y el Polo Sur cerca del Ártico. La última se produjo hace 750.000 años».

«¿Qué ocurre durante esas inversiones?», preguntó el periodista.

«El campo magnético de la Tierra nos protege de las partículas de energía más peligrosas emitidas por el Sol, desviándolas Inicia los polos, donde producen el espectacular fenómeno conocido como "aurora boreal". En el caso de una inversión, es muy posible que el campo magnético quede anulado durante un tiempo indeterminado».

La corriente eléctrica lo atacó casi por sorpresa. Alborada se arqueó y apretó los abdominales. No pain, no gain…

Aquella posible inversión magnética era un asunto interesante. Podían enfocarlo de forma seria en Kosmonoesis, el programa científico de referencia de la cadena. Y de forma sensacionalista en la basura de Ultrakosmos, que era el más rentable.

Su móvil sonó en ese momento. Alborada puso el electroestimulador en pausa y consultó la pantalla. El número le era desconocido.

– Saúl Alborada-contestó.

– Buenos días. Siento molestarle a estas horas. Soy Adriano Sonsa. Le llamo de parte de Sybil Kosmos.

Al oír el nombre de Sybil, la famosa SyKa, el estómago de Alborada se encogió. Había pasado una semana de aquello, y al no tener noticias de ella casi había llegado a creer que no había ocurrido, que la violación era una ilusión, un falso recuerdo.

El hombre que hablaba por el móvil era moreno, vestía un traje oscuro y tenía el cabello recogido con una coleta. Por un momento, Alborada pensó que era el mismo tipo que conducía la limusina el día en que conoció a Sybil. Pero aquél tenía una dentadura muy extraña, con dientes de cristal que despedían destellos de colores. ¿Serían gemelos?

– Le escucho.

– Ella quiere verle cuanto antes en su casa. Tiene pistas sobre un misterioso documento llamado códice Voynich en el que está muy interesada, y cree que usted puede ayudarla a encontrarlo.

– La que se encarga de los misterios es mi mujer -respondió Alborada. Marisa seguía siendo redactora de Ultrakosmos, algo que a él no le hacía mucha gracia, pues despreciaba aquel programa.

– Sybil quiere verle a usted. Cuanto antes. Le envío la dirección.

Alborada recibió dos archivos. Uno era un mensaje de texto. El otro era un vídeo. Aunque sospechaba y temía lo que se iba a encontrar, lo abrió. Cuando se vio a sí mismo en el despacho de Sybil Kosmos, tumbado encima de la joven, se apresuró a cerrarlo. De pronto había empezado a sudar frío.

– Dígale que estaré en una hora -dijo.

Después de colgar, apagó el electroestimulador, se estiró en el suelo y cerró los ojos. No estaba de humor para completar la serie de abdominales.

«No. No voy a cambiar mis rutinas por nada», se dijo. Volvió a encender el aparato y se castigó por su momentáneo arrebato de dejadez subiendo la corriente diez puntos más.

¿Qué demonios era el códice Voynich y qué tenía que ver con él? Mientras seguía con los abdominales, hizo una búsqueda en el móvil y la pasó a la pantalla de la televisión.

El códice Voynich se llamaba así por Wilfrid Voynich, un librero americano que lo había comprado a principios del siglo XX. Se trataba de un libro escrito a mano en un alfabeto desconocido que llevaba siglos derrotando a todos los criptógrafos que intentaban descifrarlo. Ni siquiera las poderosas herramientas informáticas de finales del XX y principios del XXI habían conseguido penetrar en sus secretos.

Muchos estudiosos pensaban que no había secretos, que el manuscrito era la broma pesada de alguien que quería burlarse de la posteridad proponiendo un acertijo sin solución. A Alborada, que jamás había perdido el tiempo en su vida, no le cabía en la cabeza que alguien se molestara en escribir a mano un galimatías de más de 240 páginas simplemente por divertirse.

«¿Y si está escrito en un idioma que ya no existe y además encriptado en una clave secreta?», pensó Alborada. O peor, ¿y si el autor había utilizado más de una clave y más de un idioma? En tal caso, la pesadilla para los descifradores estaría garantizada.

Cuando vio en la pantalla las primeras palabras del códice, por un momento se preguntó si no estaría contemplando una fórmula secreta que explicaba el origen y el significado del Universo, algo así como el verdadero nombre de Dios.

«Paparruchas», se dijo. «Eres un hombre racional».

Según los datos de Internet, lo último que se sabía del códice Voynich era que el abuelo de Sybil, Spyridon Kosmos, había comprado el original pagándole una buena suma a la Universidad de Yale. De modo, pensó Alborada, que el interés de SyKa le venía de familia.

Pero ¿por qué recurría a él? ¿Al mismo hombre que la había violado?

De momento, era inútil preguntárselo. Le pidiera lo que le pidiera Sybil, tendría que obedecer. Después de lo que había hecho, estaba en sus manos.

La sesión de abdominales terminó por fin. Alborada se despegó los electrodos, recogió los cables meticulosamente hasta dejarlos tal y como venían de fábrica y guardó el aparato en el estuche. Después se levantó del suelo y fue al salón.

Marisa estaba leyendo en el sofá. El hijo de ambos, de nueve años, estaba delante de la televisión, ejecutando una especie de movimientos de karate. En la pantalla, un corpulento luchador en 3D recibía los golpes del niño.

– Muy bien, Luis -dijo Alborada, acariciándole la cabeza-. Tienes la misma coordinación que tu padre.

– ¿Qué has dicho, papá? -dijo el niño, quitándose los auriculares inalámbricos. El juego entró en pausa automáticamente.

– Nada, hijo. Sigue.

Aquel niño era uno de los pequeños milagros de Alborada. A los veintiséis años, le habían detectado un cáncer de testículos con metástasis en los pulmones. Aunque aquella enfermedad tenía una tasa de supervivencia alta, a él se lo habían detectado tarde. El médico se empeñó en que tenían que extirparle ambos testículos, pero Alborada se negó.

– Nada ni nadie me ha derrotado en mi vida. El cáncer no va a ser una excepción.

La lucha contra el cáncer duró casi dos años y estuvo a punto de costarle la vida. Después de aquello, no le renovaron el contrato en el equipo de fútbol. Alborada comprendió que debía cambiar radicalmente su proyecto de vida, y entre sesiones de quimioterapia, empezó a estudiar comunicación audiovisual.

A los treinta estaba curado, con un solo testículo perfectamente fértil, un título universitario bajo el brazo y un puesto de trabajo en la productora de Ultrakosmos.

El otro milagro era Marisa, su mujer. Alborada llevaba enamorado de ella desde los quince años, pero Marisa había cometido la estupidez de fijarse en Gabriel, el malote de la clase.

El problema de los chicos malos que tanto atraen a las mujeres es que, más que malos, acaban siendo dañinos. En opinión de Alborada, su antiguo compañero de colegio Gabriel Espada era una bomba de plutonio andante, que contaminaba a todo aquél a quien tocaba, empezando por el mismo. Personalmente, Alborada despreciaba la basura parapsicológica que se emitía en Ultrakosmos. Pero era un programa de la cadena, en el que él mismo había empezado su carrera en los medios, y había que respetarlo. Que Gabriel Espada, un presentador, ridiculizara a un invitado en directo era imperdonable, una gamberrada propia de alguien que todavía debía creer que seguía en el instituto.