– Ante una reacción en cadena de supervolcanes y un cambio climático como jamás se ha visto en este planeta, no hay nada que hacer. O algo desconocido hace que la dinámica de la propia Tierra cambie, o estamos condenados. Aquí no hay Bruce Willis ni héroes que valgan.
Una lástima, pensó Gabriel. Cuanto más se abismaba en aquellos ojos azules, más le habría apetecido ser el héroe que salvara al mundo para ganarse un beso de la protagonista.
Cuando Gabriel iba a salir de casa, recibió un mensaje de Herman.
Estoy con Enrique en el ruso. Nos invita a cenar. Aprovecha.
El restaurante ruso se encontraba a unos cuatrocientos metros de su casa, en una calleja escondida. Gabriel, que vivía en el barrio, había oído rumores sobre los negocios turbios del cocinero y dueño, un tal Vassily. Pero la comida era buena y abundante, y siempre disponía de mesas libres.
El local era una especie de laberinto, con varios comedores pequeños unidos en ángulos desconcertantes. Al no encontrar a sus amigos, Gabriel tuvo que bucear hasta el fondo culebreando entre las mesas. Por fin los vio solos en el último comedor, un lugar penumbroso y tan recóndito que los móviles perdían la cobertura.
– El hapkido es mucho más útil que el karate -estaba diciendo Herman. No encontrarlo discutiendo habría sorprendido y decepcionado a Gabriel-. El karate es una chorrada. Por eso lo dejé. En cuanto empecé a entrenar con mi maestro de hapkido me enseñó técnicas útiles de verdad para sobrevivir en la calle.
– ¿Como cuáles?
– Por ejemplo, ¿a que a ti en karate no te enseñaron a pelear en una cabina usando el cable del teléfono para estrangular al rival?
– Hombre, pues no.
– ¿Y a luchar dentro de un coche que se ha caído al agua?
– ¡Por favor, Herman! -Enrique levantó las manos en gesto de desesperación-. ¡Ya ni siquiera hay cabinas telefónicas! ¿Y quién quiere pelear en un coche dentro del Manzanares?
Tras decir esto, Enrique se volvió hacia Gabriel y le estrechó la mano por encima de la mesa. Siempre lo hacía al saludar y al despedirse, aunque se vieran tres días seguidos. También devolvía instantáneamente las llamadas, los mensajes y los correos electrónicos, se acordaba de los cumpleaños de todo el mundo y a los amigos que tenían hijos les preguntaba por sus pañales y sus biberones y, cuando se hacían mayores, por sus estudios.
En suma, todos aquellos detalles sin importancia que a Gabriel siempre se le olvidaban.
– Bienvenido de nuevo a la urbe.
– Me gusta tu camiseta -respondió Gabriel.
Sobre el pecho de Enrique se movía un cartel con efectos 3D creado por nanofibras luminiscentes o alguna otra tecnología que, en cualquier caso, empezaba por «nano». Unas letras explotaban como bengalas. Morpheus. Después las sustituía un eslogan, frase por frase, cada una en un color diferente. «Haz el sueño realidad. Sueña. Cuando quieras. Donde quieras».
– Veo que ya habéis empezado con el marketing -añadió Gabriel-. ¿Cuándo pensáis comercializarlo?
– Aún tenemos que pasar un par de pruebas, y luego conseguir la autorización sanitaria. Pero creo que estará listo para navidades.
– ¿Se puede saber de qué estáis hablando? -preguntó Herman. Al parecer, llevaba más de una hora viendo la camiseta de Enrique y no se le había ocurrido preguntarle por ella.
– El Morpheus es el mayor avance científico que verás en los próximos diez años -aseguró Enrique.
Mejor que así fuese, pensó Gabriel. El Morpheus era un proyecto de Onirocorp, una empresa cuyo fundador era íntimo amigo de Enrique, y éste había invertido un dineral en su desarrollo.
Y la palabra «dineral» referida a Enrique no tenía el mismo significado que si se hubiera tratado de Gabriel.
– Vale, muy bien -dijo Herman-. Pero ¿para qué sirve?
– Ya lo dice la camiseta -contestó Enrique, señalándose al pecho-. Para soñar.
– No lo entiendo.
– A ver, ¿cuánto dinero te gastas al año en pastillas para dormir?
– ¿Yo? Ni un euro. Esas mariconadas son para las tías y la gente fina como tú.
– El único somnífero que conoce Herman es la birra -intervino Gabriel, que a veces había tenido que despertarlo a pescozones para sacarlo del bar.
– Pues hay gente que no es tan afortunada y tiene que tomar barbitúricos -dijo Enrique-. Ahora, gracias al Morpheus, pasarán a la historia. ¡Adiós a las adicciones y a los intentos de suicidio de los adolescentes que asaltan el botiquín de mamá!
– Entonces, ¿no se trata de una pastilla?
– No. Es un aparato que induce ondas cerebrales para que el usuario se quede dormido al instante. Basta con ajustarse el Morpheus y programarlo para disfrutar en menos de un minuto de un sueño profundo y reparador, o echarte una cabezada más ligera si sólo quieres sacudirte el sopor.
Gabriel aplaudió.
– ¡Bravo! Veo que te tienes bien aprendido el rollo para venderlo.
– Y se venderá. Puedes estar seguro. Y si era así, se dijo Gabriel, su amigo se haría aún más rico.
Diez años atrás, Enrique había atravesado una crisis personal cuando salió del armario y tuvo que confesárselo a sus padres, unos señores encantadores, pero de derechas de toda la vida. Ahora, aunque él no lo reconociera, se hallaba en pleno proceso de abandonar un segundo armario y reconocer abiertamente que era rico.
Aparte de invertir en los proyectos de otros, como el Morpheus, Enrique poseía su propia empresa, V20, dedicada a crear efectos especiales más reales que la vida misma. Hacía tan sólo cuatro años la había sacado a la venta en bolsa y le había ido tan bien que, por el simple acto de firmar un documento, se había convertido en millonario entre las doce y veinte y las doce y veintiuno del mediodía. A sus amigos se lo había contado poco a poco, siempre enmascarando las cifras. Gabriel y Herman le calculaban un patrimonio de sesenta millones de euros, pero Gabriel empezaba a sospechar que se habían quedado cortos y que tal vez la cifra tenía tres dígitos más los seis ceros de los millones.
Enrique quería seguir viviendo como siempre, o al menos fingía quererlo. De ahí que todavía tuviera pendiente su segunda salida del armario. Por el momento, le daba miedo vivir con demasiado lujo y atraerse la envidia ajena, y además se sentía culpable cuando pagaba por lujos en los que antes ni siquiera había soñado.
Gabriel sabía que Enrique empezaba a concederse ciertos caprichos. Por ejemplo, comprarse un jet privado, aunque fuese de segunda mano. Tras sonsacarlo, Gabriel había averiguado que le había costado cinco millones de euros.
¡Cinco millones! Gabriel sabía que esas cifras existían. Al menos, en teoría. Desde que se divorció, los mayores números que había visto en sus cuentas tenían cuatro dígitos, y el primero de ellos raras veces había subido de 5.
Al pensar en dinero, se palpó el bolsillo y notó el bulto de los billetes plegados y apretados.
Cuatrocientos euros, un dinero más negro que el alma de Stalin. Al recibirlo, Gabriel le había devuelto a Iris una moneda de cincuenta céntimos.
– Es simbólica -le dijo con el tono solemne de Ragnarok.
No mentía del todo: esos cincuenta céntimos tenían algo de simbólico. Si a Iris o cualquier otra clienta se le ocurría denunciarlo por considerar que sus vaticinios eran una estafa, los tribunales tan sólo lo podrían condenar por falta, ya que el valor del dinero estafado sería inferior a 400 euros, frontera a partir de la cual se habría adentrado en el terreno mucho más peligroso del delito.
«Cuatrocientos euros en el bolsillo y ahora una cena gratis», hizo cuentas Gabriel. Al menos, sobreviviría un par de días.
Sus amigos ya habían acabado con un par de entrantes. Gabriel sabía positivamente que el ochenta por ciento reposaban en el estómago de Herman. Enrique, que medía menos de uno setenta y no era de complexión fuerte, comía con mucha más moderación que ellos.