– ¿Quieres que pidamos otros dos entrantes, Gabriel? -preguntó Enrique.
– Yo ya no tengo tanta hambre -dijo Herman.
– Me ha preguntado a mí. Además, al final te los vas a comer igual.
Herman se palmeó la barriga, como diciendo «Tengo que ponerme a dieta», y luego meneó la cabeza procrastinando la decisión. La historia de siempre.
Finalmente, Enrique pidió unos blinis de caviar de beluga y unas setas con nata y huevo. De segundo, Herman pidió un solomillo.
– ¿Hecho, en su punto o poco hecho, señor? -preguntó el camarero, que efectivamente tenía acento ruso.
– Muy poco hecho. Quiero que cuando llegue al plato suelte un mugido, ¿de acuerdo? -dijo Herman.
– Como quiera el señor.
Gabriel eligió un steak tartar, mientras Enrique, que procuraba cuidar su silueta, pidió un bacalao.
La discusión había cambiado sin que Gabriel se diera cuenta. A él no le gustaba el fútbol, pero sus dos amigos eran madridistas acérrimos. Al parecer, la polémica se centraba en un delantero centro del Real Madrid. Llegaron los blinis y los huevos con setas, y Herman, que supuestamente no tenía mucha hambre, se las arregló para zamparse más de la mitad de cada plato sin parar de hablar.
– Pero ¿qué sabrá de fútbol alguien como tú, a quien le gustan los tíos? -dijo.
Enrique puso los ojos en blanco y musitó: «Ay señor, señor». Mientras, Gabriel se dio cuenta de que la segunda ronda de entrantes había desaparecido y él tan sólo había conseguido ensartar una triste seta. El camarero se llevo los platos, mientras el estómago de Gabriel emitía unos ruiditos similares a los gemidos de Frodo.
– Ya que no me dejáis opinar de tíos musculosos que corren en pantalón corto porque soy marica, hablaré de mujeres atractivas. Ayer estuve en la presentación de la última película de James Bond y ¿adivináis con quién tomé una copa de champán? ¡Con la mismísima SyKa!
– ¡Dios da pañuelo a quien no tiene narices! -exclamó Herman.
Gabriel asintió. SyKa, alias de Sybil Kosmos, era jefa suprema de Kosmovisión, división audiovisual del imperio Kosmos a la que pertenecía la productora que realizaba Ultrakosmos, el antiguo programa de Gabriel. El no la conocía en persona, y por supuesto Sybil tampoco debía saber quién era él. Probablemente se había limitado a rascarse una oreja antes de firmar la autorización de su despido cuando se la pusieron delante.
– ¿Está tan buena en directo como en pantalla? -preguntó Herman.
– ¡Mucho más! Incluso a mí me estaba poniendo nervioso, Enrique miró a Gabriel y bajó la voz, ligeramente ruborizado-. No hacía más que rozarme el brazo, y os juro que empecé a notar cómo… Vamos, que casi tengo una… Ya me entendéis.
– ¿Que te empalmaste con una tía? -dijo Herman-. No jodas, a ver si te estás curando de tu perversión.
Normalmente, a Enrique le excitaban tanto las mujeres como a Gabriel las canciones de Julio Iglesias. Pensando que una hembra que había conseguido tal proeza debía tener algo especial, Gabriel quiso saber más sobre ella, y Enrique le puso en antecedentes.
Sybil Kosmos era nieta del multimillonario griego Spyridon Kosmos. Y, en teoría su única heredera, pues Kosmos sólo había tenido una hija: Alexia, madre (soltera) que murió al dar a luz a Sybil, algo casi inverosímil en las postrimerías del siglo XX. Hasta los dieciocho años, el señor Kosmos había tenido a su nieta oculta y encerrada, como una perla exquisita a la que trató de cultivar educándola con los mejores profesores, entre ellos un par de premios Nobel.
Al llegar a la mayoría de edad, la joven Sybil había irrumpido en la jet-set mundial con el fulgor de un bólido; con la diferencia de que siete años después su brillo todavía no se había apagado.
SyKa era una exhibicionista nata. Había desfilado como modelo en las mejores pasarelas luciendo transparencias que no dejaban nada a la imaginación y había aparecido en la portada de varias revistas, como el Vogue, donde posó ataviada tan sólo con un bolso de Hermès y unos zapatos de tacón decorados con diamantes.
Al ver precisamente las fotos del Vogue en el móvil de Herman, Gabriel comentó:
– Vaya con la presidenta de Kosmovisión. Tiene un cuerpazo.
– En realidad, Sybil es directora general -dijo Enrique-. Su abuelo ejerce la presidencia de todas las divisiones de sus empresas.
– ¿Y qué opina el abuelito Kosmos de que su nieta se exhiba?
– Que yo sepa, no dice nada. -Enrique se encogió de hombros-. Los megarricos tienen una moral y una mentalidad que no podemos entender.
– ¿Y lo dices tú, que estás forrado? -preguntó Herman.
Enrique torció el gesto. Le molestaba más que Herman sacara a relucir sus millones que sus comentarios homófobos.
– Kosmos no tiene nada que ver conmigo, con vosotros o con el resto de los mortales. Ahora mismo está en el puesto número 4 de la lista Forbes. Se le calculan casi cien mil millones de dólares de patrimonio personal.
«Y yo tan contento con mis cuatrocientos euros en el bolsillo», pensó Gabriel.
– A ver cuánto le duran a su nieta -dijo Herman.
– No creo que ella dilapide la fortuna familiar. Aunque tenga pinta de modelo, no es ninguna cabeza hueca. Cuando habla en las reuniones del consejo de administración de Kosmovisión, nadie se atreve a rechistarle.
Enrique miró a los lados y bajó la voz, aunque no había nadie más en el pequeño comedor.
– Hace unas semanas nuestra joven y frívola SyKa tuvo una agarrada nada menos que con un ex ministro que pertenece a veinte consejos de administración.
– Un chupóptero, vamos -dijo Herman.
– SyKa lo puso firme delante de todo el mundo. Al final, al ex ministro tuvieron que sacarlo de allí entre otros dos consejeros, porque sufrió tal crisis de ansiedad que creyeron que le había dado un infarto. Perdonad, porque estamos cenando, pero me han contado que se le soltaron los esfínteres.
– ¡Se cagó encima! -dijo Herman-. Esos parásitos arrogantes se quedan en nada en cuanto les quitan el coche oficial.
Gabriel se quedó pensativo. Así que Sybil era una mujer que conseguía que un gay tuviera una erección y que un antiguo ministro se ensuciara los pantalones.
Cuando empezó a indagar sobre la telepatía, una de las pistas que había seguido era la emisión de feromonas. No había tardado en abandonarla, porque tenía la impresión de que aquellas sustancias químicas transmitían mucha emoción, pero muy poca información. En cambio, en sus brevísimas experiencias telepáticas -eran dos con la de Iris- él siempre había recibido datos muy concretos.
Aun así, se preguntó si Sybil Kosmos no tendría la capacidad innata de emitir feromonas capaces de provocar en otros humanos emociones tan primarias como deseo sexual o pánico. Aquel procedimiento un tanto primitivo equivaldría, en la práctica, al control mental.
– Disculpadme un momento -dijo Enrique, levantándose-. Voy al baño.
Aprovechando su ausencia, Gabriel bajó la voz y dijo:
– Me ha vuelto a pasar.
– Que te ha vuelto a pasar, ¿qué?
– Lo mismo que cuando estábamos en COU, ¿no te acuerdas de que te lo conté?
– Vamos, hombre, no jodas. Eso es imposible.
– Te lo digo yo, Herman. Le he leído la mente a esa chica.
Gabriel, Herman y Enrique habían estudiado en el Galileo, un colegio privado del centro de Madrid. Se antojaba incoherente que Gabriel, hijo del director de un instituto público, recibiera clases en la enseñanza privada. Pero, como nunca había sido un estajanovista de los estudios, sus padres habían decidido matricularlo en un centro donde lo tuviesen más controlado.
En COU les había tocado como profesor de Historia del mundo contemporáneo César Valbuena, conocido simplemente como «el Valbuena» o, más a menudo, como «el cabronazo del Valbuena». Aquel hombre sabía un poco de todo, pero su verdadera pasión era la historia de Grecia. Para su desgracia, el programa oficial sólo le permitía explicarla durante poco más de una semana a los alumnos de primero de BUP, cuyas mentes eran todavía inmaduras para captar las excelencias de la cultura helénica.