Enrique volvió del servicio. Gabriel se calló. Aunque Enrique era más sensible que Herman y seguramente más inteligente, prefería no contarle nada. Si invirtieran la situación y Enrique le contara que había tenido no una, sino dos experiencias telepáticas, Gabriel no lo creería. Puestos a elegir entre la palabra de un amigo y las leyes físicas más ortodoxas, tenía bien claro dónde estaban sus prioridades.
– Os he pillado -dijo Enrique al captar aquel embarazoso silencio-. Estabais hablando de mí.
Pero su comentario era jocoso, y él mismo inició otra conversación. En ese momento, con un cuarto de hora de retraso, el camarero trajo los platos de Herman y Enrique. Gabriel empezó a salivar al oler las salsas que acompañaban al solomillo y al bacalao.
– Id comiendo, que se enfría -dijo-. No esperéis por mí.
Como era de esperar, Enrique se negó tan siquiera a coger los cubiertos por más que Gabriel insistió en lo contrario. Herman debió hacer propósito de imitar a su amigo, pero la buena intención le duró apenas quince segundos y enseguida se aplicó a la autopsia del solomillo.
– Oh, oh.
Al ver que fruncía el ceño, Gabriel auguró problemas.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó en tono resignado. Herman pinchó un trozo de carne y se lo enseñó a Gabriel.
– Le he dicho al camarero que quiero que el filete muja. ¿Se lo he dicho, o no se lo he dicho? ¿Vosotros me habéis oído?
Enrique y Gabriel reconocieron que sí.
– ¿Le veis pinta de mugir a esta carne?
Aunque no estaba quemado, el solomillo, de dos dedos de grosor, mostraba en el centro tan sólo una estrecha franja de color levemente rosado. Ni el comensal más optimista habría podido etiquetarlo como «poco hecho».
– Vamos, Herman, no es para ponerse así -dijo Enrique.
– Dame a mí el solomillo y te comes mi steak tartar -se ofreció Gabriel-. Más crudo que eso no vas a encontrar nada.
– ¡A mí no me gusta la carne cruda! ¡La quiero poco hecha, que no es lo mismo! ¡Por treinta euros tengo derecho a exigir matices!
Herman no hacía más que mirar hacia la puerta de la cocina, esperando que volviera a salir el camarero.
– Ahora, encima, tendré que esperar a que venga ese incompetente. ¡Pues no estoy dispuesto!
– No creo que tarde tanto. Tiene que traer mi segundo -dijo Gabriel.
Sin hacerle caso, Herman se levantó de la mesa con el plato en la mano y empezó a llamar con los nudillos a la claraboya de la puerta que daba a la cocina.
– Oh, Dios mío, qué vergüenza -dijo Enrique, tapándose los ojos.
El camarero que los había atendido salió con cara de pocos amigos.
– ¿Qué ocurre, señor? ¿Algún problema?
– ¿Cómo que qué ocurre? ¿Te acuerdas de cómo te pedí el solomillo?
– Perdón, señor, si me deja pasar…
El camarero, que llevaba en la mano izquierda el plato con el tartar, intentó sortear a Herman. Pero éste se movió a un lado y lo interceptó con su corpachón.
– ¡Muy poco hecho! ¡Y subrayé el «muy»!
– Señor, si no le importa, tengo que hacer mi trabajo.
– Ah, ¿ahora pretendes hacer tu trabajo? ¿Ahora?
El camarero, desesperado de abrirse paso por las buenas, extendió la mano derecha para apartar a Herman.
Fue un error. Herman lo agarró por la muñeca y, en un movimiento increíblemente fluido para su corpulencia, cerró la llave sobre el hombro con la otra mano. Se oyó un crujido de huesos, y en un abrir y cerrar de ojos el camarero apareció estampado contra una pared, el plato acabó hecho añicos en el suelo y el steak tartar de Gabriel desparramado como comida para perros.
De pronto, Herman pareció darse cuenta de lo que había hecho y retrocedió unos pasos. El camarero, que había caído sentado, se levantó agarrándose la muñeca.
– ¿Qué coño has hecho, animal? ¡Me la has dislocado!
Herman se volvió hacia Gabriel.
– El me ha agredido. Lo habéis visto. Yo sólo he repelido la agresión. Es un gesto automático en artes marciales.
Al ver que la ira se había desvanecido, Gabriel agarró a su amigo del codo y tiró de él. Los batientes de la puerta volvieron a abrirse y apareció Vassily, el dueño del local, blandiendo un cuchillo de carnicero. Era un tipo enjuto, con el pelo muy rubio y corto y los ojos de un azul tan claro que daban miedo. Sobre todo si estaban abiertos de ira como ahora.
– ¡Tú, fuera de aquí! -dijo, señalando con el cuchillo a Herman. Luego se volvió hacia Gabriel y Enrique-. ¡Y tú y tú, también! ¡Todos, fuera de aquí, españoles gilipollas!
Enrique, muy colorado, se levantó y dejó dos billetes de cincuenta junto a su bacalao, que seguía intacto en el plato.
– ¡Que no os vuelva a ver aquí! ¿Habéis entendido? ¡No volváis a asomar cara vuestra por restaurante!
Al pasar junto a la mesa, Gabriel cogió los billetes y se puso a pensar a toda velocidad. ¿A quién se los estaba quitando, a su amigo o a Vassily? Enrique ya se había desprendido de ellos como pago por la cena interrumpida, ergo como símbolo de intercambio ya no le pertenecían. Habían entrado a formar parte de la economía de Vassily el ruso. El mismo personaje que les estaba prohibiendo la entrada en su restaurante in aeternum y al que, probablemente, Gabriel no volvería a ver.
De modo que se guardó los cien euros en el bolsillo mientras seguía a Enrique.
En los dos comedores más cercanos a la puerta exterior había varias mesas ocupadas cuyos comensales se giraron para ver la retirada, no demasiado digna, del trío. Enrique trataba de taparse el pecho para que no se viera el logo luminiscente de MORPHEUS y no dejaba de musitar: «Qué bochorno, qué bochorno». Cuando salieron del restaurante, cruzó la calle y no paró de andar hasta llegar a la siguiente esquina. Allí recompusieron filas.
– Esta vez sí que te has superado -dijo Gabriel. No estaba avergonzado como Enrique, sino furioso porque apenas había conseguido meterse cincuenta calorías en el cuerpo.
– Él me ha agredido, lo habéis visto. La culpa ha sido suya.
– ¡Qué demonios va a haberte agredido! Lo único que quería era quitarte de en medio para pasar.
– Bueno, todavía podemos ir a comer unas raciones al Luque. Os invito yo, ya que os empeñáis en echarme la culpa.
En ese momento, recuperada la cobertura, el teléfono de Gabriel sonó. Tienez un videomenzaje, gorunko. Lo miró de reojo, sin prestarle mucha atención, pero al darse cuenta del nombre que aparecía en pantalla se quedó tan extrañado que volvió a comprobarlo.
Celeste del Moral. Era una amiga psiquiatra con la que había estado liado una temporada, poco después de divorciarse. ¿Cuánto había pasado de aquello? Nueve o diez años. Desde entonces, sólo se habían visto un par de veces, y siempre acompañados por otras personas.
– Esperad un momento -dijo.
Se apartó unos pasos. Herman seguía explicando que todo había sido un automatismo provocado por el movimiento del propio camarero. Enrique, que nunca quería hurgar en las heridas ajenas, decía que sí, que lo comprendía, pero que se olvidara ya de aquel asunto tan desagradable.
En el videomensaje, Celeste aparecía con el pelo suelto sobre el cuello de una bata blanca. De pronto se había vuelto rubia, pero no le quedaba mal.
– Gabriel, tengo algo que creo que te puede interesar. Una mujer de ochenta años, demenciada y en fase terminal de Alzheimer, ha empezado a hablar en sueños en un idioma desconocido.
Celeste hizo una pausa ante la cámara de su teléfono y sonrió.
– Y esto es lo que te llamará la atención, don «Investigador de lo oculto». De las palabras que dice, sólo hay una que entiendo. Atlántida. Llámame cuando quieras. Chao.