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En el cerebro de Gabriel se encendió un diodo luminoso:

Atlántida.

Gabriel había pensado en la Atlántida al leerle las cartas a Iris y al acordarse de Valbuena. Ahora, el nombre del continente perdido se le presentaba por tercera vez en el mismo día. ¿casualidad?

«Algo me dice que mi suerte va a cambiar», se dijo. Quería pensar que para bien, pero lo cierto fue que sintió un escalofrío.

Era de suponer que Celeste lo llamaba porque él había escrito Desmontando la Atlántida y otros mitos. En realidad, sólo había dedicado a la Atlántida un capítulo de poco más de diez páginas, pues nunca le había concedido demasiada importancia a aquella historia. Pese a las enseñanzas de Valbuena, estaba convencido de que la Atlántida no era más que un invento de Platón, un juego intelectual que con el tiempo había hecho correr tantos ríos de tinta que casi se había convertido en una broma pesada.

Que una anciana con la mente devastada soñase con la Atlántida tal vez no significara nada. Si la buena señora había sido aficionada a las lecturas esotéricas, el nombre «Atlántida» podía habérsele grabado en la memoria. Por eso ahora brotaba de sus labios, mezclado con balbuceos inconexos que alguien podría tomar por un idioma desconocido.

Pero Celeste era una persona inteligente y de pensamiento compacto, poco dada a fantasías. Como psiquiatra, debía haber visto de todo. Si ella pensaba que allí había algo interesante, sin duda tenía razones fundadas.

Quizá se debía al desazonante sueño de la noche anterior, al momento de comunicación mental con Iris o a la acumulación de referencias y recuerdos sobre la Atlántida en un mismo día. O, simplemente, a que estaba a dos velas y necesitaba sacar dinero de cualquier parte. Lo cierto era que Gabriel se encontraba en un estado de lo más receptivo, así que, mientras caminaba tras sus amigos de regreso a sus cuarteles de invierno en el Luque, llamó a Celeste.

– ¡Hola! -contestó una voz alegre tras apenas tres pitidos-. No esperaba recibir tu llamada tan pronto.

«Porque siempre has sido un impresentable y un informal», comunicaba el subtexto.

– Te habría contestado incluso antes, pero es que el restaurante no tenía cobertura.

– ¡Qué excusa más buena para no coger el teléfono!

«Cuando uno tiene mala fama, no hay remedio», se resignó Gabriel.

– He visto en el mensaje que llevabas la bata. ¿Estás de guardia? Por cierto, se te ve estupenda.

– Gracias. Pues sí, estoy de guardia este fin de semana. Trabajo en la clínica Gilgamesh. Cuando quieras, puedes venir a verme.

– ¿Qué te parece ahora mismo?

– ¡Caramba! Sí que te interesa la Atlántida. Te mando la dirección.

Gabriel no sabía muy bien en qué podía desembocar aquello. Pero si el caso de aquella anciana con Alzheimer resultaba interesante, o al menos lo parecía, tal vez podría sacarle provecho.

Recordó la melodramática frase de Alborada: «Para volver a trabajar en televisión tendrás que hacerlo por encima de mi cadáver».

Cierto era que Gabriel no había dejado muy buena fama en el mundillo de la comunicación. Demostrar en directo que los poderes telepáticos de una estrella mediática como Sbarazki eran una patraña no había sido una de sus mejores ideas. Pero todo se olvida, y los medios tan poderosos como Kosmovisión siempre tenían enemigos. Alguno de ellos podía darle trabajo si le llevaba un reportaje interesante.

– Chicos, me voy a casa -dijo a sus amigos cuando ya se veía el cartel luminoso del Luque. La calle estaba llena de grupos que salían de cenar o de tomar cañas y se dirigían a los locales de copas.

– ¡Pero tío, que llevamos un montón sin verte! -dijo Herman.

– Estoy hecho polvo, de verdad. Anoche no pegué ojo. Pero no has comido nada -dijo Enrique-. Por lo menos pica algo.

– Tranquilo, se me ha quitado el hambre -respondió Gabriel, aunque tenía un agujero negro en el estómago.

De pronto se le ocurrió algo. Fuera verdad o mentira la existencia de la Atlántida, había una persona que lo sabía todo sobre ella: Valbuena.

– Herman, tú sigues en el Socialnet del instituto, ¿verdad?

– ¿Qué marrón me quieres colocar ahora? -Averigua si nuestro querido profesor Valbuena sigue vivo.

– ¿Para qué demonios quieres saberlo? -preguntó Herman sin pensar. Luego añadió-: Ah, es por lo de la chica islandesa…

Gabriel habría querido fulminarlo con los ojos. Pero Enrique también le estaba mirando, así que interrumpió a Herman antes de que revelara más.

– Tú búscalo. No creo que esté en el Socialnet, pero seguro que hay algún antiguo profesor que te puede dar su dirección.

– ¿Por qué no entras tú mismo?

– Porque yo no estoy en el Socialnet.

– Pues apúntate -respondió Herman, y añadió con cierto retintín-: Es gratis.

– ¿Para qué? ¿Para humillar a todos mis ex compañeros cuando vean que soy el único de la clase que ha triunfado en la vida? Mañana te llamo para preguntarte.

Gabriel se despidió con un cabeceo de Herman. Este no dejaba de refunfuñar, pero Gabriel estaba seguro de que lo primero que haría al día siguiente sería entrar en el Socialnet para buscar la información que le había pedido.

A Enrique le estrechó la mano, y al hacerlo le dio los cien euros que había recogido de la mesa, mientras pensaba: «Mira que soy idiota».

– ¿Qué haces?

– Si te parece, después de que el ruso nos haya amenazado en plan Jack el Destripador todavía le dejamos propina.

Enrique meneó la cabeza, pero se guardó el dinero. Después rebuscó en su bandolera y le dio a Gabriel un paquetito envuelto en papel burdeos.

– ¿Y esto?

– Feliz cumpleaños.

Enrique se dio la vuelta y se alejó hacia el Luque, siguiendo a Herman. A Gabriel le pareció ver que se había vuelto a poner colorado.

Capítulo 14

Madrid, la Castellana.

Una de las normas del código Alborada era: «Controla siempre la situación». Pero ahora, mientras subía en el ascensor privado que llevaba al ático de Sybil Kosmos, Alborada se dio cuenta de que no tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir en los próximos minutos. Mucho se temía que no dependía de él. Todo se le había ido de las manos después de aquello.

Cuando se abrió el ascensor, el hombre que le había llamado le estaba esperando.

– Adriano Sousa -se presentó, estrechándole la mano.

– Creí que lo conocía ya -aventuró Alborada-. Pero cuando le he visto en el móvil me ha despistado.

– ¿Se refiere usted a esto? -preguntó Sousa, señalándose los dientes.

Alborada asintió. El hombre que conducía la limusina de SyKa era idéntico al que tenía delante, pero tenía implantes de cristal bioluminiscente en la dentadura.

– A quien vio fue a Fabiano, mi hermano.

– ¿Gemelos?

– Nuestra madre era la única que nos distinguía. Decía que yo era el Sousa Malo, y él el Sousa Peor.

Alborada sonrió como si aquel comentario fuera una broma. Pero Adriano Sousa, el Malo, tenía aspecto de ser un hombre muy peligroso, lo cual le hizo preguntarse cómo sería el Peor.

– Acompáñame al living, por favor.

El llamado living era un salón de casi cien metros cuadrados. Las paredes estaban pintadas de blanco y decoradas con cuadros que, calculó Alborada en un rápido barrido, debían valer entre cinco y diez millones de euros. En el centro había una estantería con antigüedades griegas y egipcias. Sin duda eran auténticas, pero ignoraba su cotización.

Adriano le ofreció algo de beber. Alborada pidió agua mineral mientras esperaba a Sybil. La puerta del baño más cercano al salón estaba entreabierta y se oía correr el agua en la ducha.