«Yo no soy culpable», se repitió. Durante lo que mentalmente llamaba aquello no había sido dueño de sus actos. Por supuesto, era lo mismo que alegarían muchos violadores. Pero Alborada sabía que lo que le había ocurrido no tenía nada que ver con sus propios impulsos.
Cuando pensaba en ello -algo que intentaba evitar, en vano-, se decía que no había sido exactamente una posesión mental, porque en el interior de su cerebro sus pensamientos seguían siendo independientes. Pero un instinto animal que parecía salir de sus entrañas se había apoderado de su cuerpo, y un torrente de emociones primarias y tan intensas como un ciclón tropical había dominado sus actos.
Ignoraba cómo lo había hecho Sybil. Lo que sí sabía era que no podía ser natural.
Y también sospechaba el motivo de que Sybil lo hubiera manipulado para convertirlo de repente en una bestia viólenla y lasciva. «Eres un hombre de una pieza», le había dicho ella en la limusina. Probablemente hablaba en serio y creía que él era alguien íntegro y fiel a su propio código.
Y por eso mismo, como un niño caprichoso y malvado que ve a otro construir en la playa un hermoso castillo de arena, Sybil se había empeñado en destruirlo.
Cosa que conseguiría si divulgaba el vídeo que el Sousa Malo le había enviado al móvil.
Ahora, Sybil se acercó a él, vestida con una bata de seda.
– Perdona por sacarte de casa a estas horas, Alborada.
– No importa. Pero te advierto de antemano que no soy experto en criptografía ni documentos antiguos.
Sybil se acercó más a él y estiró el cuello para darle un rápido beso en los labios. Alborada sintió un arrebato de cálida ternura que no se correspondía en absoluto con lo que estaba pensando.
«Me está manipulando de nuevo», se dijo. ¿Cómo lo hacía? ¿Tenía algún aparato electromagnético que inducía estados de ánimo o se trataba de un don natural?
– El Códice no tiene tanta importancia. En realidad, estoy buscando a una persona. El dueño de este libro.
La televisión del salón se encendió. La imagen que apareció en pantalla era de un manuscrito antiguo. Alborada se acercó, y comparó las letras con las capturas del códice Voynich que había guardado en el móvil.
– Es la misma caligrafía, desde luego-dijo.
Lo más curioso era la ilustración. Una isla con un volcán en el centro, y bajo el volcán una pirámide rematada por una cúpula amarilla. Sobre la pirámide, un sacerdote le arrancaba el corazón a una víctima, ante la atenta mirada de un hombre con cuernos en la cabeza y una mujer vestida con una falda de campana.
Por alguna razón, sintió un escalofrío, como si aquel dibujo representara una amenaza real para él.
– ¿Qué significa esa ilustración?
– Es la Atlántida poco antes de su hundimiento.
– ¿Qué tiene que ver la Atlántida con el Códice Voynich?
– Que la persona que lo escribió es un superviviente de la Atlántida.
Alborada miró a Sybil a la cara para saber si hablaba en serio.
«De verdad se cree lo que me está diciendo», concluyó.
– ¿Quieres que lo entrevistemos para que diga: «Yo sobreviví a la Atlántida»? Yo ya no trabajo en Ultrakosmos. Si tu idea es que le…
– Ese hombre tiene algo que me pertenece. Quiero que vayas a buscarlo y lo traigas aquí.
– ¿Dónde?
– Estados Unidos.
– ¿No puedes precisar más?
– Lo sabrás en su momento.
Alborada se volvió hacia el Sousa Malo, que aguardaba a unos pasos con los brazos cruzados. Después miró de nuevo a Sybil y bajó la voz.
– ¿Por qué debo ir yo? Soy un ejecutivo, no un ejecutor. Seguro que conoces gente mucho más persuasiva y eficaz que yo.
– Es un asunto importante para mí, Alborada. No puedo confiar en cualquiera. Y tú me dijiste que eras un hombre de principios. Sé que me puedo fiar de ti.
Sybil se acercó más a él. A Alborada le pareció sentir, a través del aire, la tibieza de su piel bajo la bata.
– Aquello no tuvo importancia -susurró, como si le hubiera leído la mente-. Ven conmigo ahora. Te daré lo que cogiste por la fuerza, y mucho más.
Sybil lo tomó de la mano y tiró de él hacia la puerta de su alcoba. Aunque por el momento no había vuelto a utilizar su extraño poder, Alborada decidió que era inútil resistirse.
Antes de llegar al dormitorio, Sybil se soltó la bata, que resbaló sobre su cuerpo. Alborada se volvió y vio que Adriano Sousa estaba mirando. Debía estar ya muy acostumbrado a esas escenas, pero él se sintió avergonzado. Esto no está bien», se dijo. «Soy un hombre casado».
Era mejor olvidar sus principios por un rato.
– Si quieres que haga bien las cosas -dijo mientras entraban a la habitación-, tendrás que darme más información, Sybil. ¿Qué tiene ese hombre que te pertenece?
La joven se volvió y le sonrió.
– Algo diminuto y muy valioso, Alborada. Se trata de ADN.
Alborada se quedó sorprendido. ¿ADN?
Pero no tardó mucho en olvidar las palabras de Sybil. Lo que ocurrió en aquella alcoba hizo que la violación anterior pareciera un juego de niños.
Capítulo 15
Clínica Gilgamesh, al norte de Madrid
El taxi tomó una salida lateral de la carretera de La Coruña poco antes de llegar a Villalba. Después paró ante la clínica Gilgamesh.
– Son ochenta y cuatro euros, señor.
«Para qué le habré devuelto el dinero a Enrique», pensó Gabriel.
– Por ese dinero, podría haberme ido a la playa en tren.
– Es la tarifa.
Cuando Gabriel dejó en la bandeja dos billetes de cincuenta, el taxista los miró como si le hubiera ofrecido una muestra de heces.
– ¿No tiene electrocash o tarjeta, señor?
– Lo siento. La policía me tiene bloqueadas las cuentas.
Gabriel se acercó a la mampara de plexiglás y añadió en susurros:
– Tráfico de armas.
– Señor, este taxi incorpora una cámara conectada con la policía.
– ¡Pues dese prisa! ¡Cóbreme antes de que aparezca el coche patrulla!
A regañadientes, el taxista le devolvió un billete de diez, otro de cinco y un euro en calderilla. Gabriel, que no estaba para dispendios, lo recogió todo y salió del coche.
La clínica Gilgamesh era una instalación de aire moderno, con dos edificios de tres plantas unidos por un pabellón alargado. Los techos estaban sembrados de placas fotoeléctricas y las ventanas también eran solares. Ahora emitían una suave luminiscencia azul; una manera de malgastar la energía acaparada durante el día, pero ofrecían una imagen muy vistosa. «Aquí hay dinero», pensó Gabriel.
Se acercó a la verja de entrada y llamó al portero automático. En la pantalla apareció el rostro moreno de una empleada de seguridad.
– Vengo a ver a Celeste del Moral.
– ¿Su nombre?
– Gabriel Espada.
La mujer tecleó algo en una terminal y, al cabo de un rato, dijo en tono adusto:
– Espere un momento. La doctora del Moral saldrá a buscarle.
«Qué hospitalidad». Gabriel se arrebujó en la cazadora. El viento parecía arreciar cada vez más y traía consigo la seca gelidez de la sierra. No debía haber mucho más de diez grados. Se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros. Enrique le había regalado en navidades uno de sus gadgets, unas bolsitas de nanotejido que se guardaban en los bolsillos y que, al apretarlas varias veces, desprendían un calor muy agradable. Quién le iba a decir que le habrían venido bien en el mes de mayo.
Se acordó de que Enrique le acababa de dar otro regalo. Abrió el paquete y dentro encontró un llavero plateado. Tenía un botón y una especie de pantalla circular. Gabriel pulsó el botón y, para su sorpresa, apareció ante él, flotando en el aire, un holograma de la Tierra de unos dos palmos de diámetro. España y Europa estaban sumidas en las sombras, pero en la parte occidental de América aún no había anochecido. Conociendo a Enrique, el holograma estaría recibiendo en aquel preciso instante datos en tiempo real de toda una red de satélites.