«Es preciosa», pensó, extasiado ante el majestuoso giro del planeta virtual.
La Tierra. La Gran Madre.
«Creo que los humanos vamos a desaparecer de la faz de la Tierra».
Por una parte, a Gabriel le había gustado tanto la joven islandesa que deseaba creerla y no pensar que se trataba de una histérica con arrebatos paranoicos.
Por otra, de aceptar sus palabras, el fin del mundo era inminente. Una perspectiva poco prometedora. Aunque en los últimos tiempos Gabriel había pensado más de una vez «que paren el mundo, que me bajo», los detalles desagradables concretos que podían acompañar a una catástrofe global -frío glacial, hambrunas, guerras, canibalismo- no le atraían en absoluto.
Mientras esperaba a Celeste, Gabriel activó una búsqueda con las palabras clave «alerta», «volcanes» y «cámara de magma». Después refinó resultados y comprobó que varios artículos científicos mencionaban actividad geológica no sólo en los Campi Flegri de Nápoles, como había visto por la mañana en el tren, sino también en otros volcanes de Estados Unidos, Japón y Java. En las primeras frases se repetían términos como new magmatic injections, que hablaban por sí solos, o resurgent domes, que se referían a cúpulas de lava cada vez más altas. Sin embargo, nadie parecía estar poniendo en común esos datos. ¿Existía algún tipo de autocensura o de silencio oficial para evitar un pánico general?
Tal vez no fuese algo voluntario. Recordó unas líneas de La llamada de Cthulhu que se le habían quedado grabadas. Según Lovecraft, los humanos vivimos engañados en una isla de ignorancia y evitamos juntar los fragmentos dispersos de nuestro conocimiento, porque la visión total de la realidad que descubriríamos bastaría para enloquecernos.
Un fantasma pálido apareció en la periferia de su visión. Gabriel casi dio un respingo, pero al apartar la vista del móvil comprobó que no era ninguna criatura lovecraftiana, sino Celeste, que venía andando hacia la verja. El viento hacía revolotear su bata blanca y le agitaba el cabello teñido de rubio. Lo que más le llamó la atención era que cojeaba y se apoyaba con el brazo derecho en una muleta de codo. Algún problema con el menisco o los ligamentos de la rodilla, pensó. A Celeste siempre le había gustado el deporte, jugaba muy bien al tenis y el pádel, y esquiaba siempre que podía. «Ya no tenemos edad para ciertas cosas», pensó Gabriel.
Estudió su figura con ojo crítico. Las caderas se veían un poco más anchas. Comprensible después de tener dos hijos.
Gabriel no los conocía. Tampoco había asistido a su boda. Habría sido una situación incómoda. Había empezado a acostarse con Celeste cuando ella, que por entonces llevaba el pelo de color natural, empezaba a plantearse romper con Pedro, su pareja. Se trataba de la típica crisis de los treinta que Gabriel había utilizado durante la lectura en frío de Iris. Sólo que, en el caso de Celeste, ella había salido de su encrucijada vital reforzando su relación. Al menos, desde el punto de vista legal.
En parte, si Celeste había emprendido la huida adelante casándose con su novio era porque Gabriel no se había atrevido a seguir con ella. Una noche, después de hacer el amor, Celeste encendió un cigarrillo, se tumbó boca arriba en la cama y le dijo:
– Se lo he contado todo a Pedro.
Aquello hizo dar marcha atrás a Gabriel, y más aún cuando ella añadió: «Te quiero». Una de Las primeras cosas que ella y Gabriel habían pactado era que estaba prohibido enamorarse. Típicas palabras que a la larga nunca servían para nada.
Celeste plantó la mano izquierda sobre una cerradura dactilar y la verja se abrió. Después aguardó sin trasponer el límite, mientras trataba de arreglarse el peinado. Ahora comprendía Gabriel por qué había tardado tanto en aparecer. Venía maquillada como quien sale a cenar, no como quien tiene guardia en una clínica.
– Tienes buen aspecto -dijo ella.
– El tuyo es mucho mejor que bueno -respondió Gabriel, con sinceridad.
Se besaron. Ella seguía haciéndolo igual que cuando se conocieron en aquella fiesta: le besó en las mejillas, pero rozándole las comisuras de los labios. Olía al mismo perfume de Verino que usaba diez años antes, y Gabriel se dio cuenta al instante de que seguía habiendo química entre ambos.
«Danger, danger, danger», le avisó su alarma interior.
– Hace frío -dijo Celeste, apoyando un momento la muleta en la verja para cerrarse mejor la bata-. Vamos dentro.
Cuando vio que volvía a coger la muleta, Gabriel se decidió.
– ¿Cómo ha sido, esquiando o jugando al tenis?
– Oh, no pasa nada. Ya está mucho mejor. Voy recuperando poco a poco, con rehabilitación.
Atravesaron un camino asfaltado con una especie de tartán rojizo y rodeado por un jardín muy cuidado. Las puertas de cristal se abrieron. Al ver a Gabriel junto a Celeste, la guardia de seguridad le saludó con más amabilidad.
– Si hubieras venido mejor vestido, a lo mejor te habría dejado pasar -susurró Celeste con una sonrisa traviesa.
Todo en el vestíbulo se veía nuevo, luminoso y de tonos alegres. Más que un centro para estudios geriátricos podría parecer una maternidad. Había mármol brillante, cuadros minimalistas de colores vivos y un par de estructuras retorcidas de metal plateado que quizá representaran algo. O quizá no.
– No conocía esta clínica -dijo Gabriel.
– Pertenece a la fundación del mismo nombre. El Proyecto Gilgamesh nació para combatir la mayor enfermedad del siglo XXI: el envejecimiento. Este es su primer centro en España, y uno de los más importantes que tiene en el mundo.
– Gilgamesh era un héroe babilonio, ¿no?
– Sumerio -le corrigió Celeste mientras llamaba al ascensor-. Gilgamesh tenía tanto miedo a la muerte que atravesó el mundo buscando al único hombre inmortal, un anciano llamado Utnapishtim que había sobrevivido al diluvio universal.
Al oír mencionar aquella catástrofe mítica, Gabriel tuvo una sensación de deja vu. La puerta del ascensor se abrió. Celeste siguió hablando, de forma casi automática. Debía de ser un discurso ensayado para los visitantes a los que querían sacar donativos.
– Utnapishtim le dijo que no podía enseñarle el secreto de la vida eterna, pues él sólo era inmortal por voluntad de los dioses. A cambio, le hizo un regalo: una planta con la que podía recuperar la juventud.
– Qué detalle.
– Nosotros intentamos hacer lo mismo. De momento, no tenemos una fórmula mágica para convertir a los humanos en inmortales. Pero podemos paliar los efectos de la vejez mientras esa fórmula llega.
– ¿Cuántos años vivió Gilgamesh?
– Por desgracia, cuando se estaba bañando una serpiente le robó la planta. Por eso las serpientes se renuevan cambiando la piel. -Celeste sonrió con cierta melancolía-. La mayoría de la gente no me pregunta el final de la historia. Me la has estropeado un poco.
Salieron del ascensor en el piso 3 y recorrieron un pasillo impoluto, decorado con más cuadros minimalistas y con plantas.
– Parece que aquí hay dinero.
– Lo hay. Uno de nuestros principales patrocinadores es Spyridon Kosmos. Tiene casi noventa años, así que está más que interesado en que hallemos cuanto antes una forma de detener el envejecimiento. Aunque no creo que a él le llegue a tiempo.
– Spyridon Kosmos. Qué curioso -murmuró Gabriel. Habían hablado de él esa misma noche. Las coincidencias parecían acumularse.
– ¿Por qué lo dices?
– Por nada. Pero entonces no tenéis dinero sin más, sino muchísimo dinero.