La joven no tenía recuerdos. Era como si acabara de nacer en aquel momento. Sin embargo, obedeciendo a un instinto grabado en algún rincón inaccesible de su ser, se puso de puntillas y danzó en el sitio, con las manos en alto y el corazón palpitando como un timbal. Gabriel quiso gritarle que se apartara, que huyera, pero ella aguantó mientras el toro se le venía encima con la inercia de un furgón blindado sin frenos.
En el último momento, la muchacha se revolvió sobre sí misma como una peonza, acompañando el giro con una torsión de cintura. El cuerno derecho del toro pasó a apenas dos dedos de su cuerpo y Gabriel sintió su aliento húmedo y caliente en la piel del costado. En la balaustrada superior del patio se oyeron chillidos de terror y excitación, seguidos por un «ooohh» de alivio y admiración que no necesitaba traducción.
– ¡Kiru, bien! ¡Kiru, bien! -gritaron varias voces, y Gabriel y su anfitriona comprendieron que aquél era su nombre.
La muchacha se apartó del toro y las ajorcas que rodeaban sus tobillos tintinearon como cascabeles. Un extraño calor corrió por su vientre, mezcla de miedo, emoción y placer al oírse aclamada por la gente.
El animal embistió en vano contra los demás participantes en el ritual, que lo burlaron con graciosos recortes, y luego se quedó en el centro del patio, confuso. La muchacha de los pechos opulentos se volvió hacia la anfitriona de Gabriel y gritó:
– ¡Kiru, tú! ¡Tú, Kiru!
La joven llamada Kiru volvió a levantar los brazos y correteó en círculos, tentando al toro como un banderillero, pero con las manos desnudas. Cuando el cornúpeta se decidió a embestir, Kiru corrió aún más rápida que él, directa contra sus astas. Gabriel habría querido cerrar los párpados, pero no le obedecían a él. No tuvo más remedio que ver cómo la negra testuz del toro y aquellos ojos que parecían de obsidiana se hacían cada vez más grandes al acercarse a Kiru y a él.
El pie derecho de la joven batió con fuerza en el suelo, y todo lo que veía Gabriel cambió de perspectiva. Kiru plantó las manos en la frente del toro, se revolvió en el aire sobre el corpachón negro y por un instante lo que estaba arriba pareció encontrarse abajo. Los pies de la chica volvieron a chocar con las losas del suelo y su cuerpo rodó en una ágil voltereta para absorber el impacto del golpe. Un segundo después estaba de nuevo en pie, contemplando cómo se alejaba la grupa del toro burlado y levantando los brazos a la gente que rodeaba el patio.
– ¡Kiru, bien! ¡Kiru, bien! -volvieron a gritar.
Después de aquello hubo un temblor, una ligera discontinuidad, como cuando se producían cortes en las desgastadas películas que se proyectaban en los cines de barrio. Gabriel vivió otra escena, y otra, y otra. Las imágenes y las sensaciones se sucedieron. A veces, Gabriel no estaba seguro de si pasaba de nuevo por la misma situación o se trataba de otra ligeramente distinta. Kiru y sus compañeros volvieron a saltar sobre toros negros, pero también sobre otros blancos, marrones o pintos.
Los jóvenes que acompañaban a Kiru en el patio también recibían aplausos y jaleos. Pero Kiru era la favorita de la gente. Ella aguantaba más tiempo que nadie antes de recortar al toro y arriesgaba con las cabriolas más originales, muchas veces sin apoyar siquiera las palmas sobre el animal o saltando tic espaldas, guiada tan sólo por el sonido de sus pasos. Gabriel empezó a pillarle el gusto a aquel ritual, como si estuviera participando en un videojuego hiperrealista.
En aquellas tauromaquias no se mataba al toro. Cuando el animal estaba cansado de correr en vano, le abrían la puerta y le dejaban salir de nuevo. Ya fuera del patio, lo apresaban con lazos y lo sacrificaban a Isashara y a Minos, y hombres y mujeres compartían su carne asada sobre brasas mientras bebían vino rebajado con agua y endulzado con miel.
Cuando Kiru pensó en Isashara y Minos, Gabriel leyó sus pensamientos y supo que eran los grandes dioses que moraban en la lejana montaña de fuego, cruzando el Gran Azul, al norte del país de Widina donde ahora vivía.
«¿Minos?», se preguntó Gabriel. ¿Sería el mismo Minos de la leyenda del Minotauro?
A veces Kiru no participaba en el rito, sino que asistía desde la balaustrada junto a Unulka, una de las sacerdotisas del Palacio de las Hachas. Al parecer, Unulka era su madre. Al menos, se comportaba como tal, aunque Kiru no tenía recuerdos de su infancia con ella, e ignoraba quién era su padre.
En realidad, Kiru no guardaba recuerdos anteriores al momento en que Gabriel se había unido a su mente y ambos habían bailado delante del toro. Antes de aquel instante sólo intuía una bruma amarilla y espesa como una nube de azufre. Y un nombre que flotaba en ese bruma.
Atlas…
En una de las ocasiones en que Kiru participaba en la tauromaquia desde la galería, una muchacha llamada Gubaini que intentaba rivalizar con ella en audacia apuró demasiado en un recorte. En el momento en que giraba sobre sus talones para esquivar al toro, el astado se revolvió y la hirió en el costado. Entre gritos de horror y excitación del público, Gubaini cayó al suelo, y cuando intentó levantarse sus pies resbalaron en las losas.
Kiru y los dos jóvenes corrieron hacia el toro, gritando para atraerlo y apartarlo de Gubaini. Pero el animal los ignoró, clavó el cuerno en el vientre de la muchacha y hurgó hasta sacarle los intestinos.
Gabriel empezó a pensar que aquello no era un videojuego.
Otras jóvenes se casaban y tenían hijos. Pero para Kiru el tiempo era como resina endurecida en una noche de helada. Su madre le decía que eligiera marido entre los mozos del palacio.
– Pues los hay muy apuestos. Incluso para una joven gacela como tú es dulce dejarse atrapar por la red del cazador en el lecho. ¿Es que no quieres escoger?
– Kiru no tiene prisa, madre. ¿Por qué habría de tenerla?
Unulka la miraba con gesto preocupado, y Gabriel comprendía que ella veía en su hija algo extraño que la propia Kiru no alcanzaba a captar.
Por ejemplo, que siempre hablara de sí misma en tercera persona.
– Las cosechas pasan, las nieves caen y se vuelven a fundir, pero para ti cada primavera es la misma, Kiru.
– Tus palabras suenan extrañas para Kiru, madre.
Durante una tauromaquia en la que Kiru no participaba, ella y Gabriel notaron algo extraño, un contacto inmaterial en su piel, como una débil corriente eléctrica. Kiru se volvió a la derecha y vio a un joven más alto que los demás, con hombros anchos y rectos y las sienes rapadas. Sus ojos en forma de almendra estaban clavados en sus pechos, de los que Kiru se sentía tan orgullosa. Ella apartó la mirada, sonrió y se cubrió el escote con el abanico, fabricado con plumas de un ave gigante que vivía en las lejanas tierras del sur, allí donde las arenas arden. Pero luego se volvió a destapar.
En el siguiente recuerdo, Kiru paseaba por las salas y pasillos del palacio, al atardecer. Las sombras empezaban a brotar de los rincones como manchas de tinta extendiéndose por el papel. Era el amparo de la oscuridad lo que buscaba Kiru. Llegó a una sala vacía, un almacén al que pronto traerían las grandes tinajas llenas de aceite de oliva recién exprimido. Allí la esperaba el joven alto con el que se había citado por medio de una sirvienta.
Kiru sentía el cuerpo tenso y las rodillas blandas. Se acercó a él contoneándose, y su cimbreo hizo que todas sus joyas tintinearan con un sonido cristalino. El joven sonrió y se tocó la taleguilla que tenía entre las piernas.