– ¡Ese avión que está en la pista es nuestro! -dijo Alborada-. ¡Está esperando por nosotros!
– Y a mí me está esperando el Air Forcé One, ¿no te digo? ¡Si quieren adelantarme, tendrán que hacerlo por encima de mi cadáver!
«Pronto todos seremos cadáveres», pensó Alborada.
A poca distancia de ellos se oían llantos angustiados. Alborada miró a su derecha. Allí había un grupo de veinte o treinta niños, que habían formado un corro rodeados por un hombre y dos mujeres que debían de ser sus monitores. Los críos tendrían seis o siete años como mucho. Llevaban puestas las ropas de abrigo, como si acabaran de salir de la pista de esquí. Al parecer habían llegado al aeropuerto antes de la lluvia de ceniza, porque estaban bastante limpios. Los monitores intentaban mantener la calma y tranquilizar a los niños, pero era evidente que estaban tan asustados como ellos. La mayor de los tres, una joven rubia de mejillas coloradas, intentaba convencer a la gente para que les dejaran acceder a la pista.
– ¡Dejen al menos que los niños monten en el avión! ¡Son sólo críos! ¡Nosotros tres podemos quedarnos aquí!
– ¡Nosotros también tenemos niños! -le dijo una mujer que sujetaba de la mano a un crío incluso más pequeño que los del grupo.
La discusión proseguía. Los cuatro policías parecían incapaces de organizar aquel caos. Bastante tenían con proteger la puerta y evitar que la gente los aplastara. El jefe era un negro muy corpulento que no pesaría menos de ciento cuarenta kilos y que, al igual que sus compañeros, mantenía en todo momento la pistola empuñada en ambas manos y apuntando a la multitud. El cadáver que yacía en el suelo era la prueba palmaria de que estaba dispuesto a disparar.
– ¡Que nadie se acerque! -gritaba-. ¡Hasta que no se calmen no saldrá nadie de aquí!
Pero con el fragor de una segunda erupción sumándose a la primera, era imposible que la gente se calmara.
– De un momento a otro van a embestir contra ellos para abalanzarse sobre el avión -dijo Randall-. Lo que no entiendo es cómo el piloto del jet no ha despegado todavía.
– No le habrán dado permiso en la torre de control.
– Este aeropuerto no tiene torre de control. Además, ¿usted esperaría permiso para despegar?
– No -reconoció Alborada-. Pero ya le he dicho que el temor a Sybil Kosmos es una fuerza muy poderosa.
– Llega un momento en que el pánico a lo inmediato es más fuerte. Tenemos que hacer algo ya. ¿Cree que todos esos niños podrían montar en el avión?
Alborada los miró y echó cálculos. El avión en el que habían venido era un Gulfstream 650. En teoría, tenía capacidad para 18 pasajeros. Cada uno de aquellos niños pesaba como mucho la mitad que un adulto. Si se apretaban bien, tal vez conseguirían entrar. No podrían ponerse los cinturones, pero en aquel momento ése parecía el menor de los riesgos.
– Sí. Caben todos.
Se acercaron al grupo escolar. Mientras no intentaran aproximarse a las puertas, abrirse paso entre la gente era más o menos factible. Randall se dirigió a la monitora rubia:
– ¿Cuántos niños traen?
– ¡Treinta! ¿Es que usted…?
– Síganme. Vamos a montar ahora mismo.
La mujer pareció dudar, pero fue sólo un segundo. El mismo Alborada, que estaba al lado de Randall, notó de pronto una cálida oleada de confianza que parecía subir desde su estómago. De pronto, estaba convencido de que iban a salir vivos de allí. ¿Por qué no? Él tenía derecho a montar en el avión y nadie podía disputárselo. ¿Acaso no había venido en él?
Randall se giró y caminó hacia la puerta. Esta vez no necesitó usar los brazos para empujar. Simplemente, se abrió paso como un cuchillo caliente entre mantequilla. La gente se apartaba dejando una distancia de al menos dos metros con él, y las voces y los gritos cesaban a su paso.
Randall los llevó a las puertas de cristal como un nuevo Moisés. Joey y Alborada caminaban detrás de él, abriendo una cuña que se prolongaba en el triángulo formado por los niños y sus monitores.
Para Alborada, la experiencia resultó onírica, casi delirante. Detrás de Randall se sentía capaz de dominar el mundo. Si le hubiera ordenado cargar a caballo contra una horda de cien mil enemigos, le habría obedecido sin dudar. Sin embargo, bastaba con que adelantara un poco el brazo y lo sacara del triángulo protector para que el vello de la mano se le erizara y un violento temblor le corriera hasta el codo.
Cuando era niño y se despertaba de noche en mitad de una pesadilla le ocurría algo parecido. Procuraba abrir mucho los ojos para no caer de nuevo en el sueño que le había aterrorizado y, aunque hiciera calor, se arrebujaba bajo las sábanas y escondía los brazos de modo que los poderes de la oscuridad no pudieran apoderarse de ellos.
Ahora, al adelantar la mano, sintió algo igual, como si hubiera metido los dedos en el reino de las tinieblas y el terror. La sensación era tan escalofriante y desazonadora que enseguida retiró el brazo, y la confianza volvió a recorrer todo su cuerpo.
Pero ahora comprendía por qué la gente se apartaba delante de Randall, y por qué incluso se empujaban y algunos tropezaban y caían para alejarse lo más posible de él. Todo ello en medio de un silencio sobrecogedor en el que sólo se oía el grave rugido de la doble erupción.
– Ahora no me lo puede negar -le susurró a Randall-. Usted es igual que Sybil.
– Siempre existe un aire de familia entre un padre y una hija.
Alborada se quedó de piedra. Había investigado sobre Sybil Kosmos. Nieta del magnate Spyridon Kosmos, nunca se había sabido quién era su padre, ya que su madre se negó a decir nada durante el embarazo y después murió al dar a luz. ¿De modo que una especie de hippy que vivía en una caravana era el progenitor de una de las mayores herederas del planeta?
«Él tiene algo que me pertenece», había dicho Sybil.
Su ADN…
Indudablemente, Randall sabía ejercer sobre los demás un influjo tan poderoso como el de Sybil, si no más.
«Así debe sentirse un dios», pensó Alborada al ver cómo algunas personas incluso se arrodillaban al paso de Randall. De pronto, concibió una absurda esperanza. Tal vez una divinidad podría absolverlo de sus pecados y de los crímenes que había cometido junto a Sybil Kosmos.
Cuando llegaron ante los policías, éstos se apartaron. Aunque siguieron encañonando a la gente, en ningún momento apuntaron al grupo de Randall.
– ¡Pasen rápido! -dijo el policía negro-. ¡No sé cuánto tiempo podré contener a la multitud!
Pero no hacía ninguna falta que la contuviera. Nadie se atrevió a seguirlos cuando las puertas se abrieron.
Cuando salieron a la pista, Joey miró su reloj. Sólo habían pasado treinta minutos desde que empezó la gran erupción. Durante esa media hora que le había parecido tan larga como un curso escolar, habían recorrido poco más de diez kilómetros por la carretera y unos cuantos metros en la terminal del aeropuerto que resultaron casi más difíciles de atravesar que todo lo anterior.
Más allá del avión que los llevaría a la tierra prometida se levantaba la inmensa columna del volcán que había estallado cerca de Mammoth Lakes. Era diez veces más alta que la montaña, tanto que a Joey le dolía el cuello de torcerlo para ver dónde terminaba aquel penacho negro o, más bien, dónde se juntaba con el dosel de tinieblas que cubría el cielo.
Mientras corrían hacia el avión, se giró un instante para ver lo que dejaban atrás. Al otro lado de la terminal se alzaba la segunda nube, que poco a poco crecía para alcanzar la misma altura que su hermana. Ambas parecían dos pilares que sujetaran la bóveda del firmamento, sólo que el humo, los gases y la ceniza que vomitaban habían sustituido la cúpula cristalina y sembrada de estrellas que se veía por las noches por otra igual de negra, pero sucia, turbia y cuajada de relámpagos que estallaban por doquier.