La respuesta le llegó enseguida. El ch.p. le dio una patada en el vientre. Gabriel se encogió para protegerse de la siguiente, pero en ese momento el calvo le quitó el pie de la cara, sólo para tomar impulso y clavárselo en la espalda.
– ¡Herman! ¡Haz algo! -gritó Gabriel.
De las patadas del ch.p. consiguió protegerse mal que bien, aunque una de ellas le dio con tal violencia que, al intentar detenerla, su propia mano le golpeó con fuerza en la nariz. Pero los punterazos del matón que tenía detrás eran como coces de mula. «Me va a romper una costilla», pensó. Eso, si no le partía antes la columna y lo dejaba inválido.
– ¿Qué está pasando aquí?
Los golpes cesaron. Durante unos segundos, Gabriel siguió encogido en el suelo con los ojos cerrados. Luego comprendió que debía aprovechar el momento para ponerse de pie y no seguir a merced de sus agresores. Se levantó a duras penas, sintiéndose como un cajón de platos de cristal arrojado desde un tercer piso.
Celeste acababa de entrar en la habitación. Su bata blanca y su tarjeta de identificación debieron imponer algo de respeto a los matones, porque se apartaron de Gabriel, y el que montaba guardia en la puerta retrocedió un par de pasos.
– Soy Julia Gómez Romero, sobrina segunda de Milagros Romero -dijo la abogada, exactamente en el mismo tono con que se había presentado a Gabriel, como si fuera una locución-. He venido para llevármela.
Sin esperar la respuesta de Celeste, el ch.p. y el calvo le quitaron a la anciana los electrodos que monitorizaban sus ondas cerebrales. Después la levantaron sin miramientos y la sentaron en la silla de ruedas que había junto a la puerta del baño. Milagros pareció despertarse con aquellos tejemanejes, pero tan sólo emitió un leve gruñido y dejó caer la barbilla sobre el pecho.
– ¡Pero eso es imposible! -objetó Celeste-. Esta mujer necesita cuidados que sólo se le pueden ofrecer aquí.
Como respuesta, la abogada sacó de su bolso un papel impreso y se lo tendió a Celeste. Ésta se cambió la muleta al brazo izquierdo para coger el documento y lo examinó.
– Es un permiso firmado por la directora de la clínica- explicó la pelirroja-. Como verá, todo está en regla.
– Esto es de lo más irregular. Antes de que se vayan, hablaré de este asunto con la directora.
– Por mí, como si quiere hablar con ella de ese horrible tinte que lleva en el pelo. Nosotros nos vamos.
El matón calvo ya empujaba la silla de ruedas hacia la puerta, mientras el ch.p. arrastraba tras ella el gotero. Al pasar al lado de Gabriel, le sonrió con una mueca lobuna, luciendo sus dientes de cristal. Corroborando aquella amenaza muda, la abogada se volvió hacia Gabriel antes de salir por la puerta.
– Señor Espada, pronto nos pondremos en contacto con usted para ultimar la conversación que hemos dejado pendiente.
Gabriel pensó en una réplica venenosa, pero se mordió la lengua. Las anteriores ocurrencias le habían costado varias contusiones. Cuanto antes salieran de la clínica aquellos indeseables, tanto mejor.
¿Cómo tiene la cara de meterse con mi tinte una individua que lleva el pelo de color zanahoria? -dijo Celeste en cuanto se cerró la puerta de la habitación.
Gabriel se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se sentó, o más bien se dejó caer, sobre la cama que un minuto antes ocupaba la anciana. Después se palpó bajo el brazo derecho, después en la escápula izquierda y también en una rodilla. Finalmente renunció. Para tocarse en todos los sitios donde le dolía habría necesitado más brazos que un pulpo.
Celeste se acercó a él, clavando la muleta en el suelo con rabia.
– ¿Qué ha pasado aquí?
Como respuesta, Gabriel se volvió hacia Herman.
– Pregúntale a ése, que no se ha perdido una coma de lo que pasaba. Sin mover un dedo, eso sí.
– No podía hacer nada -respondió Herman en un tono suave muy poco frecuente en él.
– ¿Cómo que no? Pero ¿tú has visto la paliza que me han dado?
– No podía hacer nada.
– ¿Para qué te vale tanto hapkido y tanta leche? ¿Para pegar a los camareros y que nos echen de los bares?
Herman puso los ojos en blanco.
– No siempre se puede recurrir a las artes marciales.
– ¡Ah, claro! Deberían haberme pegado una somanta dentro de una cabina telefónica o en un coche hundido en el Manzanares. Seguro que así me habrías echado un cable.
– ¡Tenían una pistola, coño! ¡El de las mechas llevaba una puta pistola debajo de la chaqueta y me tenía enfilado todo el rato!
Gabriel comprendió la pose del matón gordo que estaba en la puerta con la chaqueta entreabierta. Aun así, no estaba dispuesto a rendirse.
– Me estás vacilando. ¿Cómo han podido entrar con una pistola en un sitio que tiene un vigilante jurado en la puerta?
Herman se encogió de hombros.
– Yo qué sé. Lo mismo era un arma fabricada en fibra de carbono.
– Aquí no tenemos detector de metales -dijo Celeste, mientras levantaba la camiseta de Gabriel para examinarle las contusiones-. A nadie se le pasa por la cabeza que alguien entre en este sitio para llevarse a una anciana a punta de pistola. Esto es una clínica de investigación geriátrica, no un laboratorio secreto del ejército. ¿Te duele aquí?
– ¡Auu! Pregúntame mejor dónde no me duele.
Gabriel apartó las manos de Celeste y se colocó la camiseta.
– Tengo que comprobar si te han roto una costilla. Aunque creas que no te…
– Ahora no tenemos tiempo, Celeste.
Gabriel se acercó a la otra cama, donde reposaba la mendiga a la que le habían quemado la cara con ácido. La máscara blanca que cubría su rostro le daba cierto aire de fantasma de la ópera. Por lo que le había explicado Celeste, en la cara interior de aquella máscara había un mecanismo inteligente que administraba un tratamiento de neopiel para curar las heridas.
Gabriel levantó la cabeza de la mujer para desabrochar los cierres que le sujetaban la careta a la nuca.
– ¿Que estás haciendo? -dijo Celeste.
Gabriel interpuso su propio trasero para impedir que ella le agarrara los brazos. Cuando Celeste le agarró por la cintura y tiró de él, sintió un ramalazo de dolor, pero no se movió.
– Déjame.
– ¡No se le puede retirar la máscara hasta dentro de tres días!
Haciendo eco a Celeste, una vocecilla interior le salmodio: «Estás loco, estás loco». Al empezar su maniobra, Gabriel estaba convencido de lo que hacía. Pero cuando levantó la careta, hubo un segundo aterrador en el que temió arrancar con ella jirones de piel y colgajos de carne ensangrentada.
El rostro de la mujer se hallaba intacto. Aunque Gabriel lo había visto en espejos de metal que deformaban ligeramente la imagen, aquellos labios carnosos, los pómulos altos y la nariz larga y de anchas aletas eran inconfundibles.
¡Kiru! ¡Kiru! ¡Despierta!
Ella abrió los ojos. Eran verdes y rasgados.
– Dios santo -musitó Celeste-. Cuando llegó aquí tenía la cara destrozada. Mira esto.
Celeste tecleó algo en su tableta y se la tendió a Gabriel, En la pantalla aparecía una fotografía frontal que acompañaba al historial de Kiru. Al verla, Gabriel se estremeció. La parte izquierda de los labios había desaparecido dejando al descubierto los dientes, la nariz había quedado reducida a la mitad, con las fosas abiertas como una grotesca calavera, y el ojo izquierdo era una masa ulcerada.
Aquellos daños sólo se podían reparar con cirugía. Incluso un trasplante de cara sólo habría conseguido otorgarle un aspecto menos espantoso. Pero Kiru parecía recién salida de una limpieza de cutis. Las únicas arrugas que se veían en aquel rostro ligeramente cobrizo eran los surcos que bajaban de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios.
Si Gabriel albergaba alguna duda de que las visiones eran reales, aquel milagro las disipó.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Celeste.