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– No sé dónde llevármela -había contestado él, rascándose la cabeza-. Los tipos que se han llevado a Milagros me tienen localizado, seguro. No me la puedo llevar a mi apartamento.

– Haz lo que quieras. Prefiero no saber dónde te la llevas -le dijo Celeste.

– Pero necesito que me ayudes a comprender qué le pasa a su memoria.

– Me da igual lo que le pase a su memoria. Quiero mantenerme al margen de todo esto. Ya me he metido en bastantes líos por ti.

– Se supone que eres científica. ¿No sientes una mínima pizca de curiosidad?

Celeste había dicho que no, pero mentía. Su problema era que tenía miedo. Miedo de aquellos individuos siniestros a los que había sorprendido propinándole una paliza a Gabriel. Miedo de Kiru y de las sensaciones que provocaba en ella. Miedo de seguir relacionándose con Gabriel y quemarse una vez más.

No, definitivamente no quería saber nada de aquella historia.

– ¿Me estás escuchando, querida?

Celeste parpadeó. Hacía un rato que la voz de Diana se había convertido en lluvia repiqueteando en los cristales de su mente.

– Claro, Diana. Perdona, estoy un poco cansada. Me estabas diciendo…

– … lo que ya te he explicado por el móvil. He visto que has firmado el alta a la mendiga del ácido.

– ¿Desde cuándo supervisas las altas?

El departamento de genética molecular se dedicaba a la investigación, no a la atención clínica. Celeste no tenía por qué rendir cuentas ante Diana.

– No suelo molestarme en hacerlo. Pero da la casualidad de que fui a buscarla a la habitación esta tarde, un rato antes de llamarte, y cuál no sería mi sorpresa al ver que ya no estaba.

El camarero volvió con la cerveza. Celeste aprovechó la ocasión para concentrarse unos segundos en ella y rehuir la mirada de Diana.

– ¿No tienes nada que decir, Celeste?

– Pensaba que eras tú quien iba a decirme cosas. Esta cita es cosa tuya, ¿no?

Diana tamborileó con sus uñas de gel sobre el mármol negro de la mesa.

– Vamos a hablar claro. Hoy has salido de la clínica casi una hora antes que todos los días. Ibas con dos hombres y, según me ha dicho el guardia de seguridad, con una chica joven muy atractiva que no había entrado como visitante.

– Sí, esa chica era la mendiga del ácido -reconoció Celeste.

– He visto el vídeo. Tenía el rostro perfecto, como una modelo.

– Por eso mismo le di el alta. ¿Cómo íbamos a retenerla? Somos un centro geriátrico.

– Esa no es la cuestión, y lo sabes. ¿Cómo es posible que tuviera la cara intacta después de que le arrojaran ácido?

– Hay curaciones sorprendentes.

– Eso no es una curación sorprendente. Más bien es un milagro.

Celeste suspiró y dio un par de vueltas a la copa, observando cómo giraba la cerveza.

– Dime adonde quieres ir a parar, Diana. No tengo mucho tiempo.

– ¿Sabes por qué fui a buscar a esa mendiga a la habitación?

– No.

– Por su perfil genético. En primer lugar, nuestra mendiga tiene su reloj molecular totalmente desfasado. Fuera de hora.

– No te sigo.

– Llamamos reloj molecular a una serie de indicadores que sirven para fechar en qué momento se separan dos especies o dos poblaciones distintas de una misma especie. Gracias a eso, sabemos por ejemplo que nuestros antepasados y los de los chimpancés se separaron hace siete millones de años, o que los primeros hombres que llegaron a Australia lo hicieron hace cincuenta mil años, cuando Europa aún estaba poblada por neandertales.

– Entiendo. ¿Y qué le pasa al reloj de Kiru?

– Vaya, así que esa chica tiene nombre.

A Celeste se le había escapado. Sin saber por qué, se arrepintió, como si conocer el nombre de aquella misteriosa mujer le otorgara a Diana cierto poder sobre ella.

– Cuando me llegó una muestra de sangre de tu amiga Kiru -prosiguió Diana-, introduje su ADN en el ordenador por pura rutina. Como no aparecía en ninguna base de datos y no había forma de identificarla, le apliqué un programa que calcula distancias genéticas entre poblaciones. Así, al menos podría hacerme una idea de dónde venía. -Diana se encogió de hombros-. De entrada, no es que tuviera mucho interés. Sólo pulsé la tecla ENTER para que el ordenador hiciera la tarea por mí.

– Me hago cargo -dijo Celeste con cierto sarcasmo. Diana tenía fama de trabajar mucho más en los pasillos y en los despachos que en su laboratorio.

– Ese programa utiliza más de ciento cincuenta marcadores genéticos cuya tasa de mutación está muy bien estudiada. Cuando terminó de procesar los datos, descubrí que los genes de Kiru no se corresponden con los de ninguna población humana actual.

A su pesar, el interés de Celeste se avivaba cada vez más.

– Y… ¿con alguna población del pasado sí?

– Es curioso que lo digas. -Diana frunció el ceño-. Tú sabes más de esa chica de lo que reconoces.

– Has dicho que no se corresponde con ninguna población actual. La única alternativa es el pasado, ¿no?

– No del todo, querida. Pero en parte sí. La mayoría de los marcadores indican que Kiru pertenece a una población aislada que se separó de la euroasiática hace unos cuatro mil años. Tal vez más.

Celeste recordó que, al preguntarle a Gabriel a qué se refería al hablar de la época de Kiru, él le había contestado:

«Hace más de tres mil quinientos años».

– Lo que te he dicho se aplica a los genes normales -prosiguió Diana-. Genes que no presentan mutaciones extrañas. Pero hay mucho más.

– Te escucho.

– He encontrado cadenas de ADN que simplemente han vuelto loco al ordenador. Las respuestas que me daba no tenían ningún sentido, hasta que he conseguido que un amigo sueco me enviara un simulador de evolución genética que él mismo ha diseñado.

– Un sueco -repitió Celeste, imaginándose por un instante tórridas escenas entre Diana y el nórdico.

– Según el simulador, es como si muchas de las mutaciones que tienen los genes de Kiru procedieran del futuro. Bueno, de un hipotético futuro. Al fin y al cabo, las mutaciones son imprevisibles. Hay algunas de ellas, como las que activan la telomerasa en sus células, que según el programa podrían haberse producido… dentro de 250.000 años.

– ¿Me estás diciendo que esa mujer viene del futuro?

– Eso sería absurdo. Digo que tal vez algunas de las mutaciones que he descubierto en su ADN podrían haberse producido de manera accidental si observáramos a una población de miles de millones de personas evolucionar durante 250.000 años a partir de ahora. Pero sólo tal vez.

– Lo que quieres decir es que esas mutaciones son imposibles ahora y que sólo podrían producirse dentro de 250.000 años…

– …en el caso de que se produjeran, sí. Porque la herramienta que maneja la naturaleza es el azar. Pero no creo que las mutaciones que presenta tu amiga sean fruto del azar.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, Celeste, piensa un poco.

* * * * *

– ¿Que todas esas mutaciones son artificiales? -preguntó Gabriel.

Celeste caminaba hacia el aparcamiento donde había dejado el coche. Apenas salió del Comercial, había llamado a Gabriel para contarle su conversación con Diana. Lo primero que le había dicho era que no quería saber dónde se encontraban ahora él, Herman y Kiru. Tal vez se estaba volviendo muy paranoica, pero todo aquel asunto era tan inverosímil y podía haber en juego una cantidad de dinero tan inconcebible que bien creía que alguien hubiera pinchado su móvil.