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Le dedicó la mejor sonrisa descafeinada de que fue capaz.

– Café -le pidió-. Me muero por un café.

Él respondió sonriendo con gesto amigable mientras meneaba la cabeza y señalaba a su derecha.

Angel siguió su indicación con la mirada hasta vislumbrar una señal en la pared.

– No… -Tuvo que ahogar la siguiente palabra, a su pesar. «No hablar.»

«Perdona», articuló sin voz y moviendo los labios. Después de un suspiro para desempolvar sus dotes de mímica, se llevó a la boca una taza imaginaria, tras lo cual, volvió a silabear en silencio: «¿Café?»

Nueva negación acompañada por una cálida y apacible sonrisa.

Tal vez tuviera que estrangularlo. «Ca-fé.» Exageró la posición de los labios y eligió tomar un inexistente tazón en lugar del pocillo precedente.

La cosa no parecía funcionar y el simpático anfitrión repitió su gesto de cabeza, si bien con un matiz de hilaridad asomándole a los ojos grises.

«Oye, piltrafa -deseó comunicarle Angel con las fuertes pisadas con que se dirigió hacia él-. No vayas a entrometerte entre mi café y yo.»

Quizá su enojo se hizo visible, pues cuando estuvo tan cerca como para clavarle las uñas, el hombre le enseñó una pequeña libreta y un bolígrafo, escribió algo y luego se lo mostró.

Angel leyó. No podía ser, por favor, no. Sería culpa de la caligrafía, porque aquellas palabras escritas con mayúsculas no significaban que…

– ¿No hay cafeína? -explotó, sin poder guardar silencio. Aquello le iba a suponer una multa, pero había que ser claros en el tema.

Él le alcanzó otra página, escrita con meridiana claridad. «No se sirve cafeína, alcohol ni tabaco en Tranquility House. Toda nuestra comida es biológica.»

De mal en peor. Ni café, ni refrescos bajos en calorías, ni una buena copa de vino blanco a las cinco de la tarde.

Además, ¡la comida estaría llena de bichos! Había probado ese tipo de alimentos en un restaurante de Berkeley, en cierta ocasión, y la ensalada mixta que había llegado a su mesa -«gratis», según la pretendida broma del camarero- contenía orugas.

Judd le tocó el brazo. Se sentía tan desgraciada que le llevó un instante captar su expresión comprensiva y ver que le señalaba los hornillos. Cuando Judd procedió a ir levantando las tapas, ella lo siguió de mala gana para inspeccionar el contenido que ofrecían.

Fibrosos, correosos copos de avena. Huevos revueltos; de gallinas de esas liberadas, estaba segura (¿Alguna vez se había molestado alguien en saber de qué, exactamente, se habían liberado aquellas gallinas?). Y, para rematar, lo que parecían ser taquitos de tofu nadando en yogur natural.

Con el estómago a punto de revolvérsele, Angel apartó la vista. En lo que a ella concernía, si el Señor pretendía que sus fieles comiesen tofu, no debería haberlo dotado de aquella apariencia semejante a la goma.

Sofocó un suspiro y accedió a que su anfitrión le sirviera un poco de cada uno de los preparados. Así provista, fue a sentarse junto a una de las mesas de picnic, giró el plato para alejarse lo máximo posible del tofu, y recuperó un método de la infancia que le había servido para lidiar con lo desagradable: imaginaba comer otra cosa.

Y cuando estaba a punto de sumirse en un decente sueño de mermelada de albaricoque, Judd colocó a su lado una taza humeante. La mano reaccionó maquinalmente y, a pesar de que el sentido del olfato se le soliviantó, su raciocinio no llegó a tiempo para evitar que diera el primer sorbo.

– Aj. -La garganta se negaba a aceptar el primer trago que esperaba en la boca-. Aj, aj.

Por Cristo, ¿qué será esto? Mientras trataba de respirar por la nariz, se sintió enrojecer al encontrarse con la mirada de Judd. ¿Estaba intentando envenenarla?

Él gruñó y adelantó una hoja de papel que ella le arrancó de las manos al tiempo que intentaba reprimir una primera arcada. «Té de milenrama -decía la nota-. Ayuda a digerir. Pronto te acostumbrarás.»

Arrugó la nota, se obligó a tragar el repugnante bebedizo y tomó una profunda bocanada de aire para darle un respiro al paladar.

– Nunca jamás me voy a acostumbrar a esto -barbotó.

Tampoco suponía que alguien fuera capaz de beberlo con regularidad, hasta el extremo de que tuvo la repentina sospecha de que el «té de milenrama» era una pócima destinada a ella en particular, al igual que los asquerosos comestibles biológicos del desayuno.

Dio con la explicación: mientras Judd Sterling se explayaba con aquel aire pacífico y benevolente que, al parecer, era característico en él, había alguien a cargo de la intendencia de la operación, alguien que no la quería ver en Tranquility House.

Tenía sentido, lo mirara por donde lo mirase.

Cooper Jones pretendía que se muriera de hambre.

Fue el demoledor desayuno lo que hizo que Angel se decidiese por la que iba a ser su primera línea de acción del día; bueno, eso y el desabastecimiento de periódicos, otro de los encantos de Tranquility House, por lo visto. Sin nada que comer ni que leer, el siguiente paso era, lógicamente, ir en busca de Cooper. Los dos reportajes, el de Stephen Whitney y el del abogado retirado, requerían de su cooperación.

Aunque hasta entonces no le había ido bien con él, no estaba preocupada por ello; contaba con un truco para que el personal se relajara. Su primer curso de periodismo había sido el de «101 técnicas de entrevista», y todavía no había olvidado la triple estrategia diseñada por el profesor para amansar a un individuo.

1. Comenzar con un breve intercambio de fórmulas de cortesía.

2. Continuar con una conversación superficial.

3. Concluir con un sincero cumplido.

La receta jamás fallaba a la hora de aflojar la rigidez previa que podía darse entre el entrevistado y ella. Así que, aun habiendo estrenado un comienzo más bien torpe, no dudaba de que a la primera de cambio lo tendría dándole la patita.

A pesar de que Judd no hubiera aclarado el paradero de Cooper más que con un «Por ahí», Angel salió a buscarlo por el primer sendero que encontró que se alejara de las cabañas de los huéspedes.

El camino serpenteaba hacia el este, remontando pendientes de hierba seca que olían, curiosamente, a frutos secos, y sumiéndose en sombríos barrancos adornados por algún hilo de agua y robles de aspecto artrítico. Una chica de la montañosa San Francisco debería haber podido andar por aquel terreno abrupto sin despeinarse, pero, sin embargo, en poco menos de diez minutos las botas empezaron a hacerle daño y, dado lo caluroso del ambiente, deseó haberse vestido con pantalones cortos y un top en lugar de los vaqueros y la camiseta.

Tras hacer una pausa bajo un macizo de árboles, al pie de la siguiente colina, tiró de la camiseta para apartársela de la piel, ya pegajosa, y la agitó para procurarse ventilación. No había encontrado ni el más mínimo rastro de Cooper ni, por cierto, ningún otro indicio de vida humana y, aun así, conservaba la esperanza de tropezarse en cualquier momento con la civilización o, más concretamente, con una cafetería y un aparato de aire acondicionado. Como mofándose de sus apetencias, un pajarillo azul graznó desde una rama cercana.

– Perfecto -repuso Angel, molesta por el dolor de cabeza que empezaba a insinuarse-. Pues entonces dame solo una cafetería, que no soy quisquillosa. O un café de máquina, de esos que van bien para la úlcera.

– Lo siento, joven, pero por aquí no tenemos de esas cosas -oyó decir a una voz a sus espaldas.

¡Cooper! La sorpresa inicial desapareció al reconocer la voz. Está bien, se recordó, deseosa de que se le pasara el dolor de cabeza, aquí tienes tu oportunidad. Manos a la obra y a ganarse su confianza.

– Vaya, hola. -Todavía de espaldas a él, Angel dio por zanjado el «intercambio de fórmulas de cortesía» y abrió la puerta a la «conversación superficial»-. ¿Qué cosas no tenéis por aquí? -le preguntó, dándose la vuelta.