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– En los ciento sesenta kilómetros de costa de Big Sur, no podrás encontrar ni un solo restaurante de comida rápida, banco o supermercado.

En otras circunstancias, aquellas palabras le habrían hecho desesperarse. Pero allí, en aquel momento, las oyó sin pena ni gloria, concentrada como estaba en el aspecto de Cooper. Llevaba el pelo húmedo y peinado hacia atrás y, a diferencia del traje de estilo desaliñado del día anterior, vestía ropa de deporte que le ceñía… pero bueno… todo.

Estaba atónita. Vaya, vaya.

La vestimenta con que había asistido a la ceremonia ocultaba un cuerpo escultural, torneado en lugares inimaginables.

De súbito, consciente de que la mirada podría delatarla, Angel bajó los ojos, ruborizada.

– Pues sí… -titubeó.

Ay, ay, ay. Pese a tener presente que era el momento de ganarse a Cooper, la situación había hecho que perdiera el hilo de la incipiente conversación. Algo aturdida, regresó al primer punto de las 101 técnicas.

1. Comenzar con un breve intercambio de fórmulas de cortesía.

– En fin, hola -insistió, voluntariosa. Al escapársele las palabras de la lengua, notó en el estómago una sensación opresiva que le era familiar. Deseó no estar pareciendo muy estúpida y se inclinó para inspeccionar las botas, llenas de polvo-. Vaya, ¿y a qué dedicas la mañana?

– ¿No es evidente?

Su tono burlón la hizo levantar la vista y se permitió un nuevo examen visual, lo que hizo que distinguiera una gran estructura de metal que Cooper tenía apoyada sobre el muslo derecho.

Su largo muslo. Su muslo duro. Su largo y duro muslo. El cuádriceps parecía tallado en una roca, cuya leve contorsión siguió con los ojos, desde la cadera hasta el interior de la rodilla.

Debajo del ombligo de Angel las cosas se pusieron tensas. Se dio cuenta de que eran sus propios músculos una vez que volvieron a contraerse, los mismos que en la Cosmopolitan recomendaban a las mujeres ejercitar para que luego los hombres se volvieran locos.

La cara le estaba ardiendo y, pese a ello, no podía dejar de mirar, por entonces, el muslo interno, también muy marcado según descubrió, y que mantenía su perfil hasta llegar a…

Ay. Optó por mirarlo a la cara y, al subir la vista, distinguió que sostenía con una mano enguantada lo que le pareció un gorro de plástico, todo ello mientras trataba de recordar su último comentario.

– Sí, cierto, evidente. -Intentando adoptar una actitud indiferente, casi perspicaz, efectuó un gesto vago para señalarle el aparejo metálico que tenía apoyado contra la pierna-. Veo que, al parecer, has estado haciendo deporte con ese… con eso de ahí.

– Es una bicicleta de montaña -la aleccionó Cooper con las cejas enarcadas-. Aunque espero que no sea la primera bicicleta que ves.

¿Una bicicleta? Angel, parpadeando, la examinó. Pues sí, era una bici. Y entonces, mientras contemplaba, una de las manos de él se aferró al manillar, lo que provocó que un tendón se tensara hasta el antebrazo.

Angel estaba hipnotizada y el área especial Cosmopolitan volvió a sufrir una contracción. Como periodista, se consideraba una observadora muy capaz, pero ¿sabía alguien que los hombres pudieran tener semejantes músculos en los brazos? Vigorosos, largos músculos que…

– ¿Angel?

Tras despertar de pronto de su catatonía, Angel dio un paso atrás, tropezó con una raíz y fue a dar con las posaderas en el suelo.

En solo un instante, Cooper se deshizo de la bicicleta y del casco y se arrodilló al lado de la accidentada.

– ¿Estás bien?

– No. -Porque además de la humillación tenía los músculos de él al alcance. Para evitar la tentación, se incorporó y volvió a sentarse sobre las manos-. No, no estoy nada bien.

– ¿Dónde te has hecho daño? -preguntó él, acercándose más.

Angel sacudió la cabeza y se echó hacia atrás, negándose a admitir que era su orgullo, su profesionalidad, lo que había salido perjudicado. Se suponía que tenía que estar dedicada al importantísimo reportaje, por amor de Dios, y no jugueteando con las especificidades de la diversidad sexual.

– Quédate sentada un rato y respira -le aconsejó él, todavía más cerca-, respira hondo.

El maillot que llevaba, hecho con una tela elástica y satinada, le seguía de cerca la línea del cuello y se le amoldaba a los pectorales. Era tan ceñido que Angel no tuvo problemas para apreciar las amplias plataformas musculares, cada una de ellas coronada por los prietos botones de los… ¡Basta!

Miró hacia otro lado y pugnó por controlar sus impulsos. Había visto ciclistas vestidos de la misma manera millones de veces. Que Cooper fuera de aquella guisa no era razón suficiente para permitir que resurgieran los hormigueos que al fin había sido capaz de despachar por considerar que no llevaban a ningún lado.

De todas maneras, las mujeres no solían pasar de la calma a la fascinación ni de la indiferencia a la excitación con una sola mirada, ¿a que no? La hembra de las especies animales no comía por los ojos, según había leído en una publicación masculina la semana anterior.

Y no podía decir que no hubiera dispuesto de experiencias precedentes en las que basar sus criterios, pues había tenido varias relaciones. Pero los tíos siempre tenían una especie de… no sabía qué, que enfriaba sus reacciones. Jamás se había sentido cautivada ante la sola visión del cuerpo de un hombre; jamás hasta aquel momento.

Tras darse cuenta de que tenía la vista fija en las piernas de Cooper, profirió un quejido culpable.

– Angel, ¿qué demonios te ocurre? -inquirió él, apoyando una mano en el suelo para aproximarse todavía un poco más.

– No sé -contestó mientras intentaba no pensar en el abultado bíceps del brazo que acababa de moverse-. No entiendo qué me pasa.

Entonces, al fin y al cabo, lo entendió. Cuando tenía ocho años había querido ser un niño, un niño grande y fuerte por encima de cualquier otra cosa. En su nuevo colegio había una banda de matones y, cada noche, había deseado despertarse a la mañana siguiente con la envergadura y los músculos que le harían falta para hacer frente a las intimidaciones de aquellos fantoches. Por entonces ya había dejado de esperar que su padre acudiera a rescatarla.

Tal vez, a lo mejor -¡seguro que sí!-, Stephen Whitney era el causante de aquella momentánea obsesión suya. Los sentimientos y los miedos del pasado estaban volviendo a salir; eso era todo. No deseaba a Cooper Jones, sino que, como en su infancia, deseaba los músculos del hombre, el símbolo físico de la fuerza necesaria para cuidar de sí misma, que tanto había deseado hacía tantos años.

Aliviada, consiguió sonreír y ponerse de pie.

– Estoy bien. Es solo que… -Los ojos de Cooper eran almendrados, de ese color a medio camino entre el verde y el castaño que tan pronto se aclara como se oscurece. En aquel momento eran oscuros, atentos, y Angel, sosegándose, recordó que debería estar dedicada a ganarse su confianza-… que no he tomado café esta mañana.

Él también se levantó.

– Alguna vez he visto reacciones fuertes provocadas por la carencia de cafeína, pero la tuya me parece que llega al extremo.

– Qué me vas a contar -murmuró Angel.

Para darse un poco más de tiempo durante el que recuperarse, se agachó y sacudió el polvo de sus pantalones. Vuelve a lo tuyo, se ordenó, concéntrate en las técnicas para preparar la entrevista y en que Cooper baje la guardia.

Cuando él se dio la vuelta hacia su bicicleta, Angel se enderezó.

– Por cierto; me había olvidado de que… -hablaba con voz firme, tratando de volver suavemente a adoptar una pose más espontánea-… tienes que contarme tu secreto.

– ¿Qué? -se sorprendió Cooper.

– Tu secreto -insistió ella-, ya sabes. Es decir, dónde escondes tu provisión de las tres sustancias prohibidas: alcohol, cafeína y tabaco. En los tribunales no se te conocía precisamente por tu abstinencia.