Beth rió con una forzada carcajada.
– ¿Por qué haré siempre lo mismo, si ya sé que tú lo tomas solo?
Judd decidió no mencionar lo que ambos ya sabían: que era Stephen el que lo tomaba con leche.
Antes de que Judd tuviera tiempo de dar un sorbo a su café, Beth se levantó como impulsada por un resorte.
– Tengo un millón de cosas que hacer. Y todas anotadas, ¡mira!
Se acercó rápidamente a la encimera y tomó un montón de papeles que se agitaban en sus manos temblorosas.
– Supongo que me irá bien mantenerme ocupada, ¿no crees? Lainey dice que Cooper la ayudará con los asuntos de Stephen, de los que se ocuparán cuando Katie vuelva a la escuela. Yo me he ofrecido para encargarme de la exposición, ya que estoy segura de que será muchísimo más complicado cancelarla que organizarla.
Judd asintió. Cada septiembre Whitney exhibía los cuadros que había pintado durante todo aquel año, pero los lienzos habían sido quemados y sus cenizas lanzadas al mar.
Beth se quedó mirando los papeles que todavía llevaba en la mano y siguió hablando sin cesar, algo nada propio de ella.
– Este habría sido el vigésimo año. Sólo cancelamos en una ocasión, cuando se declaró el incendio en las montañas Santa Lucía y tuvimos que ser evacuados. Lainey estaba ocupada con Katie, que tenía solo seis meses y yo… yo no estaba muy bien.
Se volvió de nuevo hacia la encimera.
– Pero tú no quieres que te hable de estas cosas. Disculpa, discúlpame un momento. -Soltó los papeles y salió de la cocina.
Judd oyó cerrarse la puerta del baño y se levantó. Maldita sea, ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Ir tras ella? ¿Marcharme?
Entonces sintió una ola de calor que achacó a la frustración y que hacía años que no notaba. Apretó los puños y arremetió contra la silla en la que había estado sentado. Le dio una patada que la arrastró un trecho pero que no consiguió calmar sus nervios en lo más mínimo.
¡Maldita sea, maldita sea! Estaba perdiendo lo que tanto esfuerzo le había costado conseguir.
Los desayunos con Beth o, mejor dicho, Beth, se había convertido en uno de los puntales de la vida que había empezado a construir en aquel lugar. Ella era parte del remedio que había sanado su alma, parte del equilibrio que tanto le había costado conseguir. Judd sabía que la muerte del artista podría perturbar aquel equilibrio, pero no estaba dispuesto a permitir que cambiara su relación con Beth.
Estaba muy satisfecho con la amistad que compartían.
Entonces oyó el sonido de la puerta que volvía a abrirse. Los pasos de Beth eran generalmente rápidos y ligeros, pero en aquel momento parecía estar arrastrando los pies, como si el dolor o quizá el mismo Stephen intentase retenerla. Aquel ruido le molestaba, no, más bien le enfermaba y se dirigió a la puerta. Tengo que salir de aquí, se dijo angustiado. Cualquier cosa menos enfrentarse a la amargura reflejada en el rostro de la mujer.
Quizá si tuviese tiempo para reflexionar se sentiría mejor.
– Judd. Judd, por favor, no te vayas.
Aquellas palabras consiguieron frenarlo antes de que saliera de la cocina. Se agarró al marco de la puerta y luchó por decidir cómo actuar. Había calculado mal su capacidad de recuperación, eso era todo. Si se marchaba en aquel momento, si volvía otro día, al siguiente, tal vez, quizá podrían recuperar la armonía habitual.
– Judd, por favor -susurró Beth.
No podía marcharse, no cuando ella pronunciaba su nombre de aquella forma.
Se dio la vuelta y la vio mirándolo desde el otro lado de la cocina. Tenía los ojos enrojecidos y las pestañas húmedas. ¡Estaba tan hermosa!
Haciendo lo mismo que ella, acercó la silla, se sentó y tomó la taza entre las manos. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Consolarla? Se le pasó por la cabeza decirle que los budistas creen que al morir, el alma no desaparece sino que pasa a otro, igual que la llama de una vela puede encender una mecha apagada. O que los hindúes creen que debemos morir para descubrir nuestro Yo Supremo inmortal.
Según los indios shoshone, el dolor es equiparable a un deslizamiento de tierras por el que el doliente tiene que abrirse camino en solitario, avanzando despacio de piedra en piedra. Después de todo, quizá lo mejor sería no decir nada.
Al fin y al cabo, hacía cinco años que ya no daba consejos a nadie, y en su interior algo le decía que lo más prudente sería evitar el tema para no estropear lo que había entre ellos.
El hombre levantó la vista y vio que Beth se estaba enjugando las lágrimas con la mano, temblorosa.
Aquello lo destrozó.
Se dirigió a la mesa y tomó el bolígrafo y un trozo de papel en el que escribió la pregunta: «¿Por qué estás tan triste?». Después de tanto tiempo guardando silencio, Judd tenía facilidad para expresarse de forma sucinta.
– Es que… -estalló Beth, entre lágrimas- no puedo dejar de pensar en el pasado. Oh, Judd, me duele tanto.
Le dolía.
Judd respiró profundamente, una y otra vez, intentando reponerse del impacto que las palabras de Beth habían causado en su pobre y buen corazón. Se frotó el pecho recordándose que la primera de las Cuatro Nobles Verdades del budismo hacía referencia a la universalidad del sufrimiento, y que él debería ser capaz de entender y aceptar el dolor que ella sentía.
Pero le era imposible, porque había otra verdad, quizá no tan noble pero igual de elemental, a la que debía enfrentarse. Respira hondo, lentamente, se dijo, porque vas a tener que entender y aceptar todo esto.
Estaba claro que no había forma de negarlo ni de escapar de la situación. Judd era seguidor del wu-wei, principio fundamental del taoísmo según el cual debemos dejar que la naturaleza siga su curso.
Y entonces se dio cuenta de que ese curso lo había llevado hasta allí. Hasta Beth. A darse cuenta de que estaba enamorado de ella y de que ya nada volvería a ser lo mismo.
Ya había anochecido cuando Angel jugueteaba enredando el cordón del teléfono entre los dedos.
– Sí, me han quitado el portátil, el móvil, todo, vaya.
Al otro lado de la línea, Cara, su ayudante, no se podía creer lo que Angel le contaba.
– No te preocupes, sobreviviré -añadió en voz baja. Sobre todo ahora que había descubierto que en aquella habitación abandonada de la que colgaba el cartel de Enfermería había un bonito teléfono prehistórico. Tampoco se sentía demasiado culpable por hacer desde allí una llamada nacional pues, en primer lugar, la había cargado a su tarjeta de crédito y, en segundo lugar, aquello podría considerarse una urgencia médica. Si seguía inoculándose dosis de realidad sería capaz de mantener la cordura.
– Escucha, Cara, no tengo mucho tiempo. He estado revisando los informes que me has hecho llegar pero necesito algo más. Tienes que mandarme un paquete. No, por ahora no se trata de información. -Angel bajó aún más la voz y susurró-: Quiero un bote de café soluble, ¿de acuerdo?
Cara le pidió que hablara más alto.
– Café. Café soluble -repitió en tono algo más elevado.
Entonces oyó un ruido en el pasillo que le hizo estremecerse. Calló y escuchó atentamente. Tras unos segundos de silencio total, se atrevió a continuar.
De espaldas a la puerta, Angel se encogió junto al teléfono, cubrió medio auricular con la mano y siguió:
– Cara, el número que lleva el artículo sobre Paul Roth sale hoy a la calle. Quiero que llames a la señora Marshall. Ya sabes, para ver cómo está.
Cara emitió algunos gruñidos de queja.
– Escucha -repuso Angel en tono severo-. Este no es un trabajo fácil. Si quieres ser periodista, una buena periodista, tienes que hacer las preguntas más difíciles y escribir la verdad, por dura que sea.
Cara repuso con cierta acritud que se le olvidaba mencionar que también hay que pedirle a tu ayudante que haga las llamadas comprometidas.
Aquella chica era más listilla de lo que parecía.