– O bien te dedicas a Stephen en exclusiva -la previno- o bien a mí.
Ella se puso de pie y empezó a dar cortos paseos al lado de la ventana.
– No me gusta -murmuraba-, es que no me gusta.
Él también se levantó, agarró una mano de Angel y le hizo detenerse.
– Prefiero que mi salud siga siendo un asunto privado.
Angel alzó la cabeza; tenía las mejillas encendidas.
– Haces que mi trabajo parezca solo cotilleo. -Cooper la miró y ella retiró la mano de la suya-. ¿Qué te parecería si te digo que vosotros, los abogados, sois todos unos picapleitos de medio pelo?
Cooper se encogió de hombros.
– No pienso disculparme por buscar la justicia.
– ¡Ni tampoco yo por buscar la verdad!
El apasionamiento de Angel era tal que Cooper tuvo que reírse.
– Menudo par de idealistas. -Adoptó luego un tono más severo-. En serio, Angel, ¿a quién le interesa enterarse de mis ataques al corazón y del bypass?
La aludida desvió la mirada.
– ¿A quién? -insistió.
– Dicho así, a nadie -admitió ella, al fin-. Yo lo enfocaría de otra manera: C. J. Jones libra fuera de los tribunales su batalla más importante.
– No.
De ningún modo. Tanto C. J. Jones como Cooper adoraban ganar, y él había planeado salir victorioso, al menos a ojos del público.
– Está bien -concedió ella tras escudriñar su expresión-. Con una condición.
– Lo del secador no puede ser -afirmó Cooper, en sus trece-. Y tampoco puedo prometerte que el café vaya a ser mejor.
Angel meneó la cabeza y Cooper se maravilló de que sus rizos, de pronto alzados por el movimiento, se quedaran gravitando en el aire.
– No me refiero a eso. Lo que pretendo es que reconsideres lo del reportaje una vez estés de vuelta en San Francisco.
– ¿Cómo? -Cooper dejó de atender a sus disipadas distracciones y se concentró en el rostro de su interlocutora-. ¿De qué hablas?
– Cuando vuelvas a tu gabinete, DiGiovanni & Jones, quiero que me permitas entrevistarte.
– Cuando vuelva al trabajo, en el gabinete.
– Tú, piénsatelo, ¿vale? -lo instó, asintiendo-. Las historias como la tuya son las que inspiran a la gente, ya sabes.
A Cooper le entraron ganas de reír.
– ¿Un hombre que empeña su vida en trabajar y fumar y que con ello se gana un prematuro ataque al corazón? ¿Qué puede inspirar eso? Quizá deberíamos añadir que, puesto que mi padre corrió la misma suerte, yo debería haber tenido más cuidado.
– Dime que lo vas a considerar -insistió ella haciendo caso omiso de su protesta.
Cooper suspiró. De todas maneras, jamás se reincorporaría al gabinete, así que decidió que aceptar el trato era la opción más sencilla.
– Tú ganas.
Tras un momento de titubeo, Angel le tendió una mano.
– Entonces tenemos un trato.
La mano que estrechó Cooper era pequeña y cálida, y la retuvo durante un segundo. Dos segundos. Demasiado tiempo. Porque en ese momento sintió el inexplicable anhelo de seguir tocándola, tocarla mucho más. Se encontró sucumbiendo ante el hambre de placer de la piel femenina que hacía tanto tiempo había perdido y acariciándole los nudillos.
El contacto era leve, suave. Se le tensaron los músculos, le aumentó el pulso y con la mano libre encontró el camino que llevaba a su mejilla.
La piel que tocaba se calentó bajo la palma y notó que el pulgar, entonces librado de su control, se abría paso entre caricias hasta el labio inferior de la mujer, donde pudo sentir su respiración, cálida, apresurada y ansiosa.
Se había olvidado de las mujeres. Cuando, por primera vez, un encuentro pasaba de los devaneos implícitos a la sexualidad flagrante, se daba siempre esa breve inflexión, esa efímera vulnerabilidad en que se revelaban las dudas perennes, que, pese a todo, persistían. Y, según recordaba, solía volverse cauteloso en momentos así, como si de algún modo estuviera aprovechándose, como si la mujer que tuviera delante se confiase y pusiera esperanzas excesivas en él y, también, en lo que tal vez llegasen a ser el uno para el otro.
Sin embargo, la pasividad de Angel, su modo de entregarse en última instancia, le inspiró una curiosa sensación de suficiencia y, por eso, sonriendo para sus adentros, volvió a pasarle el pulgar por la boca. Y entonces se detuvo, tras identificar la naturaleza posesiva de su gesto.
Poseer. Era horrible.
No quería atarse a nada: a ninguna mujer ni a aquella en particular.
Bajó la mano y retrocedió, y ambos se miraron.
– Bueno -dijo Angel, tras un rato.
– Bueno -convino él.
– Supongo que ha vuelto a entrar en escena ese pequeño detalle: la atracción.
El modo espontáneo en que había hablado le provocó a Cooper, como por ensalmo, una súbita relajación. Descubrió que estaba sonriendo, que comenzaba a disfrutar de aquella franqueza de Angel al estilo de «yo no me ando por las ramas».
– Eso parece.
Ella asintió con parsimonia.
– Y aunque intentaras que creyese lo contrario, ¿dices que es mutua?
– Como has visto, sí.
Cooper seguía sonriendo. Había tenido razón; el deseo era controlable, ella era controlable.
Angel volvió a asentir, aunque, de repente, se quedó inmóvil y abrió mucho los ojos.
– ¡Eh, espera un momento! Se me ocurre que como has dejado de ser objeto de mi trabajo periodístico… -Cooper sintió que su sonrisa se desvanecía-… no hay razón para que ahora no podamos satisfacer esa atracción, ¿no?
El plan perfecto de Cooper resultó no ser tan perfecto.
¡Hombres!
Angel maldecía a todos los miembros del género, incluso mientras se deleitaba en el aspecto desmayado que dejaba traslucir el rostro de Cooper. Lo tenía merecido por dedicarse a juguetear… con la verdad y con ella.
Como cualquier hombre, Cooper procuraba evitar que se conocieran los problemas de su salud, siempre y cuando pudiera. Los varones cimentaban su ego en la imagen y, a veces, eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de conservar indemne su armadura.
El primer marido de su madre, con una armadura especialmente brillante como miembro del Departamento de Homicidios de la policía de Oakland, era de los capaces de hacerlo casi todo. Durante años, Angel y su madre habían tenido que huir de él y de sus promesas de venganza si le contaban a alguien que había maltratado a su esposa.
Angel despejó sus pensamientos de recuerdos y se concentró en el hombre que estaba ante ella. Cooper no era el oficial Brendan Colley. Aun así, le desagradaba la indiferencia -la crueldad, casi- con que le había dicho lo de su dolencia la noche anterior.
«Está muerto», aquello se había limitado a decir Cooper, y a ella, como consecuencia, se le había formado una bola dura y fría en el estómago. No podía dejar que jugara con ella de aquella manera.
Apartándose el pelo de la cara, dio un paso desafiante para acercársele.
– En fin, ¿qué dices, Cooper? ¿Debemos seguir para ver adónde nos lleva esta pequeña… coincidencia?
– Yo, vaya… -tartamudeó él, metiéndose las manos en los bolsillos.
Angel no sentía la más mínima culpa por provocar en Cooper aquella evidente zozobra. Ja, ja. Ella ya se había sentido incómoda, estúpida incluso, cuando había admitido que él la atraía o, peor aún, cuando se había disculpado por ello.
Lo había hecho muy bien él, sí, y ella también por seguirle la corriente. Pero manejar a un hombre no era lo único que sabía hacer.
Con la determinación de salirse con la suya, se acercó a Cooper y le tocó con el índice uno de los botones de la camisa de algodón que llevaba.
– Vamos, dime algo.
Él observó el dedo como si fuera a pincharle por el solo hecho de respirar.
– Pues digo que no me parece una buena idea.
– Venga ya, si yo no muerdo. -Angel trazó una pequeña circunferencia alrededor del botón y, mientras tanto, le sonrió de un modo que consideró una perfecta combinación entre insistencia y coqueteo. Desde luego, respetaba las reticencias de Cooper, que llegaban a alegrarla, pero tampoco le importaba provocarle unos cuantos de los estúpidos sentimientos que él había causado en ella-. Al menos no desde el principio.