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La expresión del hombre dejó de indicar alarma. ¡Vaya, tal vez no lo estaba haciendo tan bien como debería! Con tanto trabajo y tantos recelos, las relaciones físicas que había mantenido con hombres habían sido pocas y esporádicas y, por si fuera poco, hacía tres años que había decidido que el ardor de las noches no compensaba el aturdimiento de las mañanas.

Si no buscaba sexo -y jamás lo había pretendido-, ¿qué sentido tenía todo aquello?

Cooper colocó la mano sobre la de Angel y se la apretó contra el pecho.

– ¿Qué juegos son estos, Angel?

– No es ningún juego -repuso ella, intentando distraerse de la calidez que emanaba del cuerpo del hombre a través de la camisa, intentando que su calor y su cuerpo no la distrajeran.

En teoría, estaba en el momento de la revancha, de recuperar el control, y no en el de ceder otra vez al ímpetu e irrelevancia del deseo.

Angel alzó la mano que tenía libre y empezó a juguetear con las puntas del desordenado cabello de Cooper.

– Pero podría ser divertido, ¿no crees?

Cooper entrecerró los ojos y le apretó la mano.

Ella intentó tomar aire, pero le parecía que tenía los pulmones ya colmados. Calma, Angel, respira.

– Podríamos… -Angel carraspeó con la pretensión de que su voz sonara más firme y confiada. Cuando era una niña asustada y sola, las fanfarronadas siempre le habían servido de mucho-… podríamos empezar con un beso.

Notó que el pulso de Cooper se aceleraba.

– No…

– A no ser que tengas miedo.

¡Sí, Cooper, ten miedo! Deseaba que lo tuviera, que se retirase y admitiera que ella había ganado y no volviese a infravalorarla.

– ¿Miedo? -La voz de Cooper se endureció-. ¿Cómo podría tener miedo de una mujer a la que parece que le vayan a poner un gorrito y colgarla del árbol de Navidad?

Entonces la mano libre del hombre la rodeó por detrás y la atrajo hacia él. Las bocas de ambos se encontraron.

El adorno navideño que al parecer era Angel se encendió como si lo hubieran conectado a la corriente. Qué barbaridad. Estaba ardiendo, tanto que abrió los labios para que la lengua del hombre la inundara; y la inundó, pero en forma de marea cálida, que le recorrió todo el cuerpo. Angel hundió las manos en sus cabellos y lo indujo a inclinarse más hacia ella.

Cooper extendió el brazo alrededor de la cintura de su compañera y la alzó para que se pusiera de puntillas y se acercara más a él. Angel comprobó que aquel cuerpo que ya había visto era espectacular, aunque en aquel momento podía sentirlo: sólido contra su suave consistencia, adaptándose perfectamente al hueco que ella le ofrecía, y así se deleitó en aquel amplio pecho para sentir su quejido a través de la mano que todavía cubría su corazón.

Necesitada de la esbelta musculatura y la piel hirviente que se le revelaba, Angel utilizó la mano para recorrerlo en detalle; la curva de los hombros, los bíceps, el muro de granito que era su espalda. Era todo músculo tenso y piel cálida, y ella parecía no tener suficiente de él.

Su boca se deslizaba alrededor de su rostro y después hacia el cuello, donde recorrió con la lengua la incipiente barba y degustó el áspero sabor del hombre. Estaba sostenida tan solo por los brazos de Cooper, y aun así le busco el cuello y paladeó su sabor penetrante y masculino escondido en la piel sin afeitar, y, cuando los labios de ambos volvieron a coincidir, se abandonó a él para absorber su sabor y su cuerpo.

Qué deliciosa languidez, pensó Angel, incrementando la laxitud de los labios para permitir el embate, y solo él puede despertarme.

La idea, la certeza de lo que estaba ocurriendo, barrió de repente la neblina embriagadora. Ella se apoyó en Cooper para apartarse de él y, dando un paso atrás, se deshizo de su abrazo.

Ambos se miraron, y Angel agradeció que él estuviera tan perturbado como ella.

– ¿Qué demonios acaba de ocurrir? -inquirió Cooper, que cortó el aire con la mano-. Pero ¿qué es lo que acaba de pasar?

La venganza de Angel, su revancha, su contraataque, su manera de aclarar las cosas entre ellos. Vaya, él la echaría de la cabaña a carcajadas si le dijera algo así.

– Error mío -admitió Angel pasándose las manos por la cara para disimular el temblor.

Aunque le reventara admitirlo, había sido ella la que lo había subestimado. Para digerir aquellos pensamientos, se llevó a la boca las yemas de los dedos y, como notó que aún ardían, las apartó.

Mientras, él la miraba con fijeza.

– Yo… lo siento. -Tras decírselo, Angel fue hasta la puerta, la abrió, y estaba a punto de marcharse cuando él por fin habló.

– Yo también, Angel -dijo-, yo también.

A Angel le hicieron falta varias horas para recomponerse. Sin embargo, cuando empezó la tarde, decidió aventurarse en el bosque que rodeaba el complejo e inspeccionar el agreste paraje, aunque con nuevos ojos. Su última comida había consistido en un bocadillo de tofu y brotes, bastante poco apetecible, así que las quejas del estómago la obligaron a considerar qué partes de la floresta eran comestibles.

Mientras caminaba pisó una pequeña corriente de agua e interrumpió la paz de una rana, la cual saltó y se ocultó detrás de un helecho. Desde su escondite, el animal la miraba con temor. Esto sabe a pollo, juzgó Angel, tras efectuar un examen de la regordeta criatura. Había comido ancas de rana en una ocasión, cuando había estado viviendo en París con su madre.

Con cautela, dio un paso para acercarse.

¡Dios mío! Detuvo de súbito su avance y el de la imagen insoportable de un trozo de carne en suave salsa de vino blanco acompañado de una sabrosa guarnición de patatas con ajo y mantequilla.

– No voy a hacerte nada, mujer -le aseguró a la rana.

Al menos, por ahora.

– Es este lugar -murmuró.

Despertaba en ella los impulsos más extraños: hacía siglos que no deseaba a un hombre y nunca antes había pretendido cazar con el propósito de alimentarse. No sabía cuál de las novedades era más preocupante.

Se puso en movimiento siguiendo el olor y el sonido del mar, con la idea de pasar un rato reparador en el lugar que Katie le había enseñado el día anterior.

Sin embargo, no pudo encontrar el camino y tuvo que ir campo a través. Cuando llegó al lindero del bosque, el sol apenas se alzaba sobre el horizonte y el sitio ya estaba ocupado.

Cooper y Katie estaban allí sentados, en silencio y dándole la espalda. En un primer momento no quiso moverse, pues se trataba de una bella escena con el crepúsculo como telón de fondo. El pelo de Cooper flotaba en el viento y su hombro rozaba a la niña, que se rodeaba con los brazos las piernas flexionadas. Angel miró hacia el fondo, al cielo.

El sol perdía altura y la brisa cesó. Se hizo un silencio en el que Angel pudo distinguir la voz de Katie.

– Mamá quiere que mañana vuelva al colegio.

– ¿Y tú crees que estás preparada? -dijo Cooper sin moverse.

La niña se encogió de hombros, lo cual, como era una adolescente, podía obedecer a los motivos más variopintos.

Estaban de nuevo callados y el mar se calmó tanto que Angel empezó a pensar que no podría marcharse de allí sin que advirtieran su presencia. Por eso se quedó donde estaba, rodeada por el aroma de los pinos y el aire salado.

Cooper se pasó una mano por los cabellos, demostrando la frustración que sentía, y Angel adivinó la pregunta que le estaría rondando en la cabeza, la misma que su madre le había hecho a ella en un sinnúmero de ocasiones: «¿Estás bien?» Ocurriría de un momento a otro.

Y Katie contestaría del único modo en que podía contestarse aquella pregunta, que era dar la respuesta que quien se la había hecho esperaba oír.