– En realidad, tiene razón. Si este no es un buen momento…
Los ojos de la mujer tenían un brillo distinto.
– ¿Y qué me dices de ti? Pareces un poco… azorada.
– Necesita café -interrumpió Cooper, pasando junto a ellas para recoger unas tijeras de podar de gran tamaño.
Lainey hizo un gesto de contrariedad.
– Pero hace demasiado calor para tomar…
– Café -repitió Cooper, mientras se ensañaba con un arbusto cercano-. Ni te imaginas la reacción que le provoca.
Angel le dedicó una mirada lasciva, aun siendo consciente de que al hacerlo se estaba ruborizando.
– Me encantaría tomar un café, siempre y cuando no sea demasiada molestia. -Esforzándose por no recrearse en la contemplación de los músculos dorsales de Cooper, añadió-: ¿Pasamos a la cocina?
Afortunadamente, a la mujer le pareció bien la idea. A los pocos segundos Angel se encontraba ya lejos de la presencia de Cooper, sentada a una mesa larga de pino en el centro de la amplia cocina de la señora Whitney. Las paredes y los armarios, pintados en suaves tonos pastel, resplandecían bañados por la luz de la mañana.
Segura de haber seguido los pasos uno y dos, el breve intercambio de fórmulas de cortesía y la conversación superficial, Angel se decidió por el cumplido final previo a la entrevista.
– Tiene una cocina preciosa, señora Whitney.
Si te gustaban los huevos de pascua y las garrapiñadas, claro.
– Por favor, llámame Lainey. -La mujer paseó por el espacio entre la despensa y la encimera con estudiada elegancia-. A mí también me encanta esta habitación. Sigue el modelo de Invitación al Hogar, por supuesto.
– ¿Cómo?
– Es el título del primer cuadro de Stephen que formó parte de una exposición nacional. Seguro que lo has visto… -Se acercó rápidamente a la estantería y dejó un libro de tapa dura sobre la mesa, que deslizó en dirección a Angel-. Aquí está, en la cubierta.
Se trataba de un libro sobre la obra de Stephen Whitney. En la cubierta satinada aparecía una cocina idéntica a aquella, pintada también con colores normalmente reservados para los conejitos de pascua. No había ningún electrodoméstico moderno pero sí un ramo de delicadas flores colocado en una botella antigua de cristal sobre una reluciente encimera. En un rincón había un par de zapatos de niña, como si su dueña los hubiera tirado allí al entrar en casa. La mesa central estaba decorada con dos botes también antiguos en los que se podía leer «Harina» y «Azúcar». Estaban abiertos y sobre la mesa había un poco de cada ingrediente. Junto a ellos, un tazón con masa en la que había clavada una cuchara de madera y una enorme bandeja llena de galletas.
Solo faltaban los osos amorosos, un tarro de miel y un poco de sentido de la realidad.
– Muy bonito -dijo Angel, sin apartar la mirada de la firma del artista: Stephen Whitney, con la «W» más grande que el resto de las letras y terminada en una leve ondulación. Angel se sintió molesta y apartó la vista-. Pero que muy bonito.
– ¿Te das cuenta? -preguntó Lainey, tras lo que hizo una pausa para contemplar la imagen-. Quien sea que recibió la invitación acaba de llamar al timbre y la familia ha salido de la cocina para darle la bienvenida.
– Claro. -Era difícil contradecir a una mujer con aquella media sonrisa de melancolía en el rostro. Aun así, era la hora de entrar en materia-. Lainey, ¿te importa que grabe nuestra conversación?
Tras unos instantes de duda, la mujer aceptó, pero Angel consideró que sería mejor no precipitarse y esperar un poco antes de sacar la grabadora de la mochila. Dio unos golpecitos con el dedo sobre la tapa del libro y preguntó:
– ¿Es este el cuadro que más te gusta de tu difunto… del señor Whitney? ¿Invitación al Hogar?
– Bueno, esa es una pregunta difícil. -Lainey colocó un tarro de azúcar y una jarrita con leche sobre la mesa-. Por cierto, ¿dónde está tu hogar, Angel?
– ¿Mi hogar? -titubeó-. Vivo en San Francisco. Tengo un apartamento en Sacramento Street, Pacific Heights.
– ¿Te gusta vivir en la ciudad? -preguntó mientras dejaba la cuchara, el plato y la taza sobre la mesa.
Angel se reclinó en su silla.
– Sí. He vivido en ciudades, grandes y pequeñas, toda mi vida.
Para una mujer y una niña era fácil pasar desapercibidas en una ciudad. Mantener el anonimato. Conseguir que las olvidaran. Angel empezó a juguetear con el arco de San Luis que colgaba de su pulsera entre la torre Eiffel y el Big Ben.
Lainey se sentó frente a Angel.
– ¿No has vivido nunca en un pueblo?
Angel levantó la taza que había preparado para ella y dio un sorbo.
– Bueno, un verano vivimos en una pequeña población al norte de Alemania. Era aburridísimo. Teníamos vídeo y muchas películas, pero yo no sabía ni una palabra de alemán. Al final, un día mi madre trajo a casa Todos los hombres del presidente. Debí de ver aquella película millones de veces.
– Vaya, vaya. Y ahí nació la periodista.
Angel asintió y entonces se dio cuenta de que era ella la que se suponía que debía entrevistar a Lainey y no al revés. Tomó otro sorbo de café y pensó en la forma de reconducir la conversación hacia Stephen Whitney. Miró por la ventana y sus ojos se centraron en los bien dibujados bíceps de Cooper, ocupado en aquel momento en empujar una carretilla llena de hierbajos. A juzgar por el comentario que Lainey le hizo, era muy posible que Angel acabara de suspirar.
– Es un hombre muy atractivo -comentó la mujer en voz baja.
– Ya lo creo -respondió Angel, observando cómo se alejaba y recorriendo con la mirada los desnudos músculos de su espalda. Los pantalones se le habían bajado un poco y ahora se apoyaban en la incipiente curva de su trasero. Angel volvió a sentir el cosquilleo Cosmopolitan en el bajo vientre-. ¡Ya lo creo!
Cuando volvió en sí, se ruborizó y comenzó a balbucear. Dios, igual tenía un problema de tiroides.
– Bueno, esto, quería decir que…
– Seguro que es propio de los periodistas fijarse en todo -la ayudó Lainey.
Angel se aferró a aquella excusa, que ella misma se había repetido varias veces.
– Exacto. Eso es.
Avergonzada por su reacción de adolescente mema, dio otro sorbo a la taza de café.
– Así que, después de ver la película, decidiste que serías periodista y te dedicarías a investigar escándalos políticos, ¿no?
– No exactamente.
Fue en ese instante cuando Angel se dio cuenta de que la taza que tenía entre las manos también estaba decorada con motivos del artista. ¿A quién si no se le habría ocurrido pintar los bordes en aquellos cursis tonos pastel?
– ¿Y qué es lo que te apetecía investigar?
Angel desvió la mirada de aquella taza hortera para centrar su atención en Lainey Whitney. La mujer no parecía preocupada ni suspicaz, sino más bien muy interesada.
– En general me atraía todo, el Cuarto Poder en sí, todo lo que tiene que ver con el periodismo -respondió Angel con la esperanza de que aquellas frases sacadas de los apuntes de la universidad convencieran a Lainey-. Los medios proporcionan la información que la gente necesita para tomar decisiones personales y también globales. La información, la verdad, como piedra angular de una sociedad libre.
– Ya te había dicho que es una romántica. -De nuevo la voz de Cooper a sus espaldas.
Angel soltó un bufido. Romántica. Ella no tenía nada de romántica. Absolutamente nada. Pero decidió hacer oídos sordos al comentario y aprovecharlo para reconducir la conversación.
– Y hablando de romanticismo, Lainey… -Consciente de que Cooper estaba al acecho, metió una mano en la mochila y tras revolver en ella sacó un cuaderno y un bolígrafo-. Cuéntame, ¿cómo conociste a tu esposo?