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No le dio alcance hasta llegar a la zona de césped que rodeaba el edificio comunitario.

– Angel…

– ¡Chisss! -dijo, mientras señalaba en dirección a uno de los carteles de «prohibido hablar».

Cooper suspiró y lo intentó de nuevo.

– Angel… -comenzó, pero tuvo que interrumpirse porque en aquel momento la señora Withers y su bastón salían de su cabaña para dar un paseo.

Cooper se sintió obligado a dedicar un minuto de su tiempo a saludar a la anciana con una sonrisa y a ayudarla a bajar las escaleras del porche. Después de todo, aquella mujer llevaba acudiendo a Tranquility House un mes al año desde antes de que él naciera, y algo le decía que aquella sería su última visita. La mano deformada por la artritis que Cooper sujetaba dejaba claro que pronto le sería imposible hacer el camino hasta allí en solitario.

Llevado por un impulso, se inclinó para darle un beso en la fina piel de su empolvada mejilla. La echaría de menos y sabía que ella echaría de menos su independencia. ¿Por qué se decidiría si pudiera escoger entre años de vida y calidad de vida? ¿Estaría dispuesto a sacrificar algún tiempo a cambio de buena salud?

Cuando la señora Withers estuvo lista para emprender su paseo en solitario, Cooper decidió dejar de pensar en ello. Dio media vuelta y se dio cuenta de que Angel había desaparecido.

No así su preocupación. Tampoco estaba dispuesto a profundizar en aquello, pero resolvió hacerle una visita. Seguramente se debía a su tenacidad, a la «bestia negra» que todavía habitaba en él y que no le permitía dejar algo a medias.

Llamó a su puerta y Angel abrió rápidamente, con la misma prisa con la que salió cuando vio que se trataba de él.

– Espera…

Angel le cerró los labios con un dedo y después señaló su reloj. Estaba claro: la hora de la comida.

Entre aspavientos de desesperación, Cooper la siguió hasta el comedor, donde se encontraban ya muchos de los huéspedes. Tampoco se separó de ella cuando Angel se paseó entre la sopa de verduras, los vegetales biológicos y los crujientes panecillos de once cereales que ofrecía el bufet. Finalmente se sentó junto a ella y la observó mientras se afanaba en retirar las semillas del pan con las uñas, que lucían una manicura perfecta.

La manicura le hizo pensar de nuevo en la ciudad, en que Angel era una mujer de ciudad. Y así volvió a recordar con extraña añoranza manos y dedos de mujeres que apretaban el botón del ascensor, que agitaban el bastoncito para remover el cóctel, que señalaban algún posible error en el caso. Le vinieron también a la cabeza los ruidos de la ciudad, el bullicio, el zumbido del tráfico que llegó a convertirse en la música de fondo de su oficina de Montgomery Street, los sonidos de la sala de juicios que marcaron el ritmo de su vida anterior: el apenas perceptible tintineo de las llaves del relator, el martillazo del juez, el aliento contenido en el instante previo a la lectura del veredicto.

El impacto del vaso de Angel contra la mesa lo devolvió a la realidad. Según parecía, beber agua en lugar de té de milenrama tampoco la hacía más feliz. Su rostro reflejaba aún preocupación y Cooper decidió averiguar la razón. Tomó uno de los bolígrafos y un trozo de papel que había sobre la mesa y escribió: «¿Qué te ocurre?» Angel leyó la pregunta y, sin apenas mirarlo, meneó la cabeza.

Más abajo escribió «No me digas que nada».

Angel repitió el gesto.

«Habla conmigo.»

Sin leer el mensaje, Angel arrugó el papel.

La cara de pocos amigos de Cooper no tuvo efecto alguno sobre la mujer. Así que, cada vez más frustrado, apoyó la espalda en la silla y se la quedó observando. Era su aspecto frágil, se dijo. Eso era lo que estaba haciendo que él cayera en sus redes. Con su vestido de flores y la nube de algodón dulce que tenía por melena, parecía una criatura delicada e indefensa.

Sin embargo, Cooper era experto en juzgar a la gente. Según él, aquella era una habilidad fundamental, aunque poco valorada, en su trabajo de abogado. La gente solía pensar que lo más importante era ser perspicaz y tener una personalidad agresiva, pero no se daban cuenta de que un buen abogado debía ser capaz de dejar a un lado las apariencias y descubrir qué había debajo.

El día que se conocieron, Cooper detectó que bajo la suave piel de Angel había una capa de acero.

Y en aquel momento sabía que, debajo de ella, la mujer guardaba algún doloroso secreto. Suspiró, algo molesto por aquel súbito interés por hacerle sentirse mejor; pero bueno, al fin y al cabo un hombre como él era capaz de alegrar por momentos la vida de los demás, ¿no?

Intentando no pensar en el porqué, tomó el bolígrafo y se puso manos a la obra.

Cooper notaba que Angel lo miraba de reojo, así que se volvió en la otra dirección para que no pudiera ver lo que estaba haciendo. El tintineo de los amuletos que colgaban de su pulsera le indicó que ya estaba recogiendo los platos, dispuesta a salir de allí enseguida. Cooper se dio prisa y consiguió terminar justo cuando Angel se estaba levantando.

El hombre llevó la mano a su muslo y consiguió que se volviera a sentar. Entonces Angel emitió un leve quejido que a Cooper pareció no importarle. Levantó una pierna, se sentó a horcajadas sobre el banco para mirarla de frente y le acercó un trozo de papel en el que había escrito: «Juega y gana». Angel leyó el mensaje y después desvió la vista hacia el puño izquierdo de Cooper; en el dorso se había escrito la orden «aprieta» dentro de un círculo que imitaba la forma de un botón.

Lo miró a los ojos con atención, intentando descifrar de qué iba todo aquello.

Mira que es desconfiada, pensó por enésima vez. Tan joven y tan precavida.

Como no reaccionaba, Cooper le acercó el puño a la nariz. «Aprieta.»

Angel volvió a mirarlo y finalmente obedeció.

Cuando Cooper sintió el contacto sobre el dorso de la mano, la abrió bruscamente, separando los dedos.

Angel dio un respingo. Entonces, con expresión de enfado, se dedicó a examinarlos. Cooper había escrito un número distinto en cada una de sus uñas y nudillos. Angel lo miró y Cooper movió los labios lentamente para que ella pudiera leérselos: Es-co-ge.

En aquel momento recordó las muchas veces que había utilizado el mismo truco para animar a la pequeña Katie hacía ya unos cuantos años. De mala gana, Angel señaló el número 7 del nudillo de su dedo índice.

Sirviéndose de la mímica, Cooper fue contando del uno al siete, pasando por encima de cada dedo hasta llegar al anular. Es-co-ge, volvió a decir en silencio. Aquel dedo tenía un 4 en el nudillo y un 3 en la uña.

Angel apoyó su preciosa uña sobre la de Cooper, que volvió a contar y llegó de nuevo hasta el índice. Escondió todos los dedos menos el ganador, le dio la vuelta, y Angel leyó el mensaje:

«¡Enhorabuena! Te has ganado el acceso a nuestra playa secreta».

Entonces, con aquel mismo dedo, le hizo una señal para que lo siguiera y saliera tras él del comedor.

Angel lo obedeció sin objetar y Cooper se sintió muy satisfecho consigo mismo. Aún era bueno, pensó. Ya no ejercía de abogado, pero seguía siendo el mejor a la hora de adivinar las reacciones de la gente. ¿Acaso una reportera curiosa sería capaz de resistirse a la palabra «secreta»?

Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la zona comunitaria, Angel empezó a hacer preguntas:

– ¿De qué va todo esto? -inquirió mientras avanzaba con elegancia entre los árboles a pesar de los altos tacones. ¿Qué playa? ¿Cómo que secreta? ¿A qué venía el jueguecito?

– ¡Chisss! -Cooper se volvió y siguió avanzando de espaldas unos cuantos metros-. Es un secreto, ya sabes. Que seas periodista no implica que tengas que saberlo todo.

Dio media vuelta y siguió avanzando sin darle tiempo a contestar.