Lainey alargó un brazo y le dio a su hermana unos golpecitos de ánimo en el hombro.
– No estás obligada a hablar con Angel, así que haz lo que quieras. -Una pequeña sonrisa le iluminó la cara-. Pero a mí me cae bien, y también a Cooper, a quien me parece que ella le corresponde.
– ¿De verdad? -se sorprendió Beth.
Judd alzó las cejas y miró hacia el techo. No hacía falta ser muy suspicaz para darse cuenta de que entre aquellos dos había química.
– Me dijo que Cooper le había mostrado el acceso a la playa -confirmó Lainey-. Y ya sabes lo que significa eso.
Poco menos que estupefacta, Beth buscó a tientas una silla, la apartó de la mesa y se sentó. Lainey guardó silencio y ambas tomaron largos sorbos de sus respectivas tazas.
Podría decirse que fue Judd el que rompió el silencio, tras coger un bolígrafo y papel. «¿Acceso a la playa?» Él ya lo conocía, por supuesto, pero se le escapaba el significado de que Cooper se lo hubiera enseñado a Angel.
Beth leyó la nota y miró por encima de la mesa.
– Solíamos meternos con él cuando éramos niños; la «cala de amor secreta de Cooper». Estábamos seguras de que llevaba allí a sus novias para…
«Entiendo», escribió Judd, sofocando una mueca.
– En fin -siguió relatando Beth-, le dijimos que acordáramos una especie de señal que debía dejarnos cuando estuviese en la playa con alguna chica. -Sonrió y era la primera sonrisa sincera desde la muerte de Stephen-. Se nos ocurrieron varias, ¿te acuerdas, Lainey?
– Claro que sí -convino Lainey-, desde mensajes en clave escritos con tiza en las rocas de la entrada, hasta calzoncillos ondeando como una bandera en alguno de los pinos.
Beth retomó el relato, adaptándose al ritmo de su hermana.
– Pero Cooper no hacía caso de nuestras burlas y consejos; nos dijo que aquel era su sitio secreto, su lugar especial, y que no quería compartirlo con ninguna mujer que no fuera de la familia.
– Excepto algún día -interrumpió Lainey para concluir-, ¡cuando encontrara a la mujer con la que quisiera casarse!
De nuevo atónitas, las gemelas volvieron las cabezas y se miraron.
– ¿Será posible? -corearon.
Judd no tenía ni idea y, por la simpatía que le tenía a Cooper, optó por no especular, pese a lo cual, no lamentaba las dudas y el regocijo visibles en la expresión de ambas hermanas. Le recordaba tiempos pasados, más felices, y le permitía albergar la esperanza de que todos recuperasen aquel sentido de la amistad y la familia, cálido y relajado, que había existido antes de la muerte de Stephen.
A pesar de que las vidas de Lainey y Beth habían girado en torno al artista, Stephen dedicaba a su arte el grueso de su atención y energías. Se pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su torre con sus pinturas y dejaba que el resto de la familia disfrutara de su trozo de paraíso en su ausencia.
Las mujeres bebieron café y suspiraron y luego Lainey miró a Beth con ojos expectantes.
– ¿No vas a abrir la caja? Me gustaría saber qué te parece.
La caja de cartón estaba enfrente de Judd, quien, ante la mirada de Beth, tuvo que levantarse y abrirla y también desechar la repentina intuición de que contenía problemas en su interior. Fuera como fuese, él no era Pandora.
El primer objeto que extrajo era, por cierto, más bien inocuo: un juego de ocho lápices al pastel, cada uno de un color y decorado con pequeñas ilustraciones que evocaban los cuentos de hadas. Se los alcanzó a Beth.
– ¿Qué te parece? -insistió Lainey.
Su hermana no sabía muy bien qué decir.
– Están bien, supongo. -Le devolvió los lápices a Judd-. ¿Por qué no te los quedas tú? Te gustan mucho estas cosas.
Judd aceptó la sugerencia y se los guardó en el bolsillo sin echarles un vistazo. Por supuesto que le servirían de algo; siempre tenía la necesidad de astillas de madera para la cocina de leña de su cabaña.
El siguiente objeto que sacó de la caja era uno de aquellos jabones decorativos que su ex mujer amontonaba en el baño de invitados. Era del tamaño de una mano, de color blanco, y estaba moldeado de un modo extraño, parecido a…
Se lo enseñó a Beth y la expresión de esta, al principio confusa, se perfiló de inmediato.
– Mira, es una uve doble, ¿te das cuenta? -Le dio varias vueltas y luego sostuvo el jabón en alto para que Judd lo examinase-. Es la uve doble de Stephen, la que utilizaba para firmar sus cuadros.
Lo meció en la mano, golpeó la superficie con las yemas de los dedos y luego se lo acercó para olfatearlo.
– Pero no huele como él -agregó.
Sin poder contenerse, Judd se inclinó sobre la mesa y le quitó el jabón de las manos. Beth lo miró con sorpresa pero él la ignoró y llevó el jabón hacia la caja. Luego, con un movimiento corto y airado de la mano, lo dejo caer.
Al llegar al fondo de la caja, el jabón se partió en dos.
De no haber estado callado por propia decisión, el siguiente objeto le habría dejado sin habla. Tratando de permanecer indiferente, alzó por encima de la mesa un pequeño rollo de papel higiénico.
Beth no creía lo que estaba viendo. El papel, con fondo blanco, estaba estampado con dibujos de Whitney, todos ellos de inspiración marina; había conchas, delfines y ballenas grises. Un tanto estremecida, dirigió la vista hacia su hermana.
– ¿No te parece un poco de mal gusto?
Pues sí, un poquito. Judd no solía contener la risa, pero en aquella ocasión se tragó lo que sabía que sería una sonora carcajada.
– Yo también pensé lo mismo cuando lo vi -afirmó Lainey, tras suspirar-. Aunque tuve la esperanza de estar exagerando.
– Pensaba que tú te encargabas de supervisar estos artículos -indicó Beth.
– Sí, pero Stephen ya había dado su aprobación al lote. -Lainey volvió a resoplar-. Y Cooper dice que, habiendo perdido los últimos cuadros y con todo nuestro dinero invertido en las licencias de comercialización, no me queda otro remedio que aceptar lo que me propongan. Supongo que no va a ser mucho peor que esto, ¿no crees?
Visiblemente alterada, Beth le devolvió el rollo de papel a Judd.
– No lo sé. No me imaginaba nada semejante.
Las hermanas se miraron con impotencia y Judd tuvo que esforzarse para no adoptar la misma actitud. La situación económica de ambas no estaba para lanzar cohetes. Beth había sido la representante de Stephen, pero como no quedaban más cuadros, había dejado de recibir ingresos. El dinero que había ahorrado a lo largo de los años -una cantidad muy considerable, según le constaba a Judd- había ido a parar, junto con el de su hermana y su cuñado, al negocio de las licencias.
Cuando se tomó la decisión, Judd había tenido que morderse la lengua para no gritar: «¡Invertid en otra cosa!»; y, diablos, se daba cuenta de que aquella había sido una de las pocas ocasiones en que hubiera sido mejor hablar que callarse.
– Bueno, supongo que por lo menos te gustará el último -le aseguró Lainey a su hermana-. Es la clase de cosa que hará las delicias de quienes aman la obra de Stephen.
Judd rebuscó sin rechistar en la caja y sacó un paquete envuelto en papel. Se lo dio a Beth y observó que la mujer contenía la respiración tras desenvolverlo.
– Tienes razón -exclamó ella-. Es precioso.
Era un tornasol, no mayor que la estilizada mano de Beth. Compuesto con cristales de brillantes colores, representaba el delicado vuelo de un hada.
– Es una colección -informó Lainey-. Hay uno para cada mes del año; este corresponde a enero. Todos representan a esta misma hada rubia, aunque en poses distintas y con otras vestimentas.
Aquella vestía pétalos de flor, en diferentes tonos de azul -desde el zafiro hasta el turquesa-, y estaba de puntillas con los brazos alzados sobre la cabeza y las manos enlazadas, como a punto de echarse a volar.