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A veces, incluso Judd tenía que reconocer que Whitney tenía talento.

Beth echó hacia atrás su silla y se puso de pie para situar la pieza a la luz que entraba por la ventana de encima del fregadero.

– Me recuerda a algo -dijo lentamente, con una voz quebradiza-, no sé muy bien a qué.

– A mí me recuerda a la razón por la que me casé con Stephen -terció Lainey, que había cerrado los ojos-. Porque siempre me hizo sentirme así, ya desde el primer beso que nos dimos. A su lado tenía la sensación de que podía volar.

– Sí -murmuró su hermana-, eso es.

Tocado por el tono soñador que Beth había utilizado, el corazón de Judd se hundió como un ancla mientras el hombre la miraba acercarse a la ventana, casi hipnotizada por el centelleo del tornasol.

Lainey intervino con una risa leve y sentimental como si, tras los ojos cerrados, estuviera reviviendo situaciones pasadas.

– Nos veíamos en la cala, ¿sabías? Nunca se lo dije a nadie, pero mientras tú y yo estábamos en el instituto, la cala se convirtió en el sitio íntimo y especial que Stephen y yo compartíamos. -Mientras su hermana hablaba, Beth se quedó inmóvil, con la espalda envarada y la expresión compungida-. Solía meterse conmigo diciendo que temía ir algún día a la playa y que tú estuvieses allí en mi lugar. Tenía miedo de confundirme contigo y besarte, y así dar al traste con nuestro romance. -Se rió con inocencia, como si el beso entre su marido y su hermana le pareciera la más improbable de las ocurrencias-. Por supuesto, se trataba de una broma. Siempre supo distinguirnos, incluso cuando nos poníamos el mismo vestido. Como artista que era, jamás cometería el error de confundirnos.

En ese punto, Beth dio un respingo y el hada de cristal, tras caérsele de la mano, fue a estrellarse contra el fregadero.

Judd se levantó enseguida para evitar que la mujer tocara los cristales con las manos desprotegidas, pero Beth se limitó a contemplar el desastre.

Parecía un arco iris compuesto de lágrimas.

– La he roto -admitió Beth con voz ronca.

Aun con pretensión de consolarla, Judd la miró sin efectuar movimiento alguno. Aunque quemase los lápices, destrozara el jabón o utilizase el papel higiénico de Stephen para limpiarse el culo, Judd no tenía capacidad para deshacer los vínculos que ataban a Beth al artista.

Se obligó a respirar por la nariz manteniendo un ritmo pausado con el propósito de conquistar una paz cuyo disfrute le había llevado a quedarse en Big Sur. Todas las horas de lectura y meditación le habían ayudado a vislumbrar la verdadera naturaleza de las cosas, ¿no era cierto? Y sin embargo, maldita fuera su estampa, en aquel momento la profundidad de su respiración y sus estudios no le servían un carajo.

Aceptar lo que sentía por Beth: eso le parecía posible. Pero nunca sería capaz de aceptar aquello a lo que en aquellos momentos tenía que enfrentarse.

Ni siquiera sabiendo que no había lugar en el mundo al que pudiera ir y convivir con lo que sentía por ella.

Ni siquiera sabiendo que, obviamente, Beth estaba enamorada de su cuñado.

Y todavía le quedaba una vuelta de tuerca más a aquella gran broma cósmica. Judd ya no tenía por qué preocuparse por no hacerle daño a Beth, pues era del todo imposible que le rompiera el corazón.

De eso ya se había encargado Stephen.

En las cercanías del pequeño poblado de Big Sur, en un tugurio llamado El Pozo, Angel se aferraba al teléfono público situado en el estrecho pasillo que conducía a los servicios. A la espera de que acabase el mensaje del contestador automático, grabado por su ayudante, se estiró y oteó a través de una puerta para ver la pista de baile rodeada de mesas y la destartalada barra que estaba detrás.

Había pedido un «Especial de la casa», que era una generosa hamburguesa que incluía los ingredientes al uso, y quería estar presente cuando le sirvieran el jugoso plato acompañado de crujientes patatas fritas. Aquella comida, que ella consideraba decente, era la recompensa por haberse ceñido al reportaje y a la objetividad durante diez días. Sí, estaba celebrando el triunfo de sus habilidades como periodista.

Al oír la señal, Angel apoyó el hombro en los paneles de madera, vulgares y gastados, que forraban la pared.

– Soy Angel. Cuando vayas a la reunión del consejo editorial, por la mañana, hazle saber a Jane que habré acabado todas las entrevistas dentro de un par de días.

Había hablado durante varias horas con Lainey Whitney, un poco menos con Cooper y Judd, y luego con personas de la zona que habían sido vecinos de Stephen durante mucho tiempo.

– Aun así, me gustaría tener una conversación con la gemela de la viuda -dijo Angel por el auricular-, y también con Katie, la hija de Stephen Whitney. De todas formas, dile a Jane que todo va bien, que todo está bien.

«Bien» servía para describirlo, pensó tras colgar el teléfono. Estaba bien que tras la primera entrevista con la viuda hubiera recuperado la imparcialidad periodística. Estaba bien haber pasado los últimos días tan pancha, elaborando un perfil exhaustivo del pintor y al mismo tiempo haberse olvidado de que el pintor en cuestión resultaba ser su padre. Y estaba bien que no hubiera descubierto el más mínimo detalle que pusiera en entredicho la imagen de hombre de familia sin tacha que se le adjudicaba al Artista del Corazón.

Daba la impresión de que solo se había fallado a sí misma.

Sacudió la cabeza con la pretensión de que aquel pensamiento no echara raíces. Ella era una periodista y Stephen Whitney el objeto de su reportaje, nada más. ¿No se lo había demostrado a sí misma durante los anteriores diez días, por no hablar de la última hora? Le había hecho falta una buena dosis de imparcialidad profesional para aguantar una descripción con pelos y señales a cargo de la primera persona en llegar al accidente en que el pintor había perdido la vida.

Bueno, tal vez hubiera flaqueado una o dos veces, pero se había sobrepuesto a la debilidad a base de repetirse un breve y apaciguador mantra. Y todo eso quería decir que tenía una mente fría, de periodista -y, por lo demás, un estómago a prueba de bomba-, concluyó mientras se adentraba en el bar tras observar que la robusta camarera dejaba un plato en la barra. ¡Su ración de patatas!

Sentada en el taburete, Angel se dispuso a poner manos a la obra. El aroma delicioso y decadente de las untuosas patatas le hizo sentirse en la gloria. Eligió una con el índice y el pulgar y gimió un poco al encontrarla hirviendo y casi cristalizada por la sal.

Perfecto, juzgó, arrellanándose en la plataforma del taburete, forrada de eskay. Cerró los ojos y se llevó la patata a la boca.

– ¿Llegué a hablarle de la carnicería del 52?

Angel abrió un ojo. El hombre que había ido a entrevistar, Dale Michaelson, había evadido sus preguntas y ello a pesar de las dos jarras de cerveza a las que lo había invitado. Allí estaba, de nuevo, mesándose la barba.

– ¿Carnicería? -inquirió Angel, aún entretenida con su patata-. ¿Qué tipo de carnicería exactamente?

– Una bandada de gaviotas, señorita -contestó el señor Michaelson mientras cogía uno de los cigarrillos liados a mano que llevaba en la oreja-. Soy experto en explosivos, ¿sabe?, y llegué a Big Sur de joven para trabajar en la carretera.

Estupendo. Angel seguía masticando la patata -la gloria-, lo que no le impidió echar cuentas. La carretera Uno se había construido con prisioneros, y las obras habían acabado en 1937. Si el señor Michaelson decía la verdad, entonces pasaba de los ochenta años y, para rematarlo, era ex convicto.

– ¿Qué quiere decir, en concreto, eso de experto en explosivos? -preguntó, atacando otra patata.

Con un ampuloso desprecio por las leyes antitabaco de California, el señor Michaelson sacó una cerilla y encendió su cigarrillo.

– No tema por el fuego, jovencita -afirmó antes de dar una larga calada.

Angel lo miró y descubrió que le estaban cayendo sobre la barba las ascuas del cigarrillo. La mata entrecana empezó a humear.