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– Oiga… -tartamudeó, señalándole el peligro.

Él se rió y, como por casualidad, sofocó con la mano el conato de incendio.

– ¿Entiende lo que le digo? Con el fuego no hay nada que temer.

Alguien ocupó el taburete vacío que estaba junto a Angel.

– ¿Qué, Dale, intentando impresionar a las mujeres?

Cooper. Al oír el sonido de su voz, Angel contuvo la respiración y, procurando ocultar su sobresalto, se limitó a dirigirle una esquiva mirada. Sin embargo, eso fue todo lo que hizo falta para que algo -bueno, el deseo- se le extendiese por todo el cuerpo como una inyección de adrenalina. La impresión hizo que se sintiera mareada, pero no fue capaz de apartar de él la mirada.

Estaba acostumbrada a verlo con la vestimenta habitual en Big Sur: vaqueros o pantalones cortos, camiseta y botas de montaña. Pero en aquella ocasión iba vestido de urbanita, con unos pantalones negros y un jersey ceñido de color azul que debía de estar confeccionado con seda italiana. Modelito postinfarto, fue lo primero que pensó Angel, pues la ropa le quedaba como un guante.

Su segundo pensamiento fue que estaba allí vestido de aquella manera porque debía de tener una cita.

Dale Michaelson se inclinó para evitar a Angel y se dirigió a Cooper.

– ¿Es esta tu chica, Cooper? ¿Te da miedo que alguien te la robe?

Angel arrugó el entrecejo, se apartó de Cooper y se acercó el plato de patatas fritas.

– Yo no soy la chica de nadie, señor Michaelson.

El hombre volvió a reírse.

– ¿Qué te parece? Toma nota, Cooper. El caso es que yo le estaba hablando de la bandada de gaviotas que dinamitamos por accidente en el 52. Por culpa de esos pajarracos tuvimos uno de los incendios más grandes que se recuerdan por aquí. No fue tan importante como el de hace veinte años, pero por ahí anduvo. Quemados, esos condenados olían de lo lindo. -El hombre hizo una pausa y apuntó con el cigarrillo a la camarera, que, en aquel momento, salía de la cocina con la hamburguesa de Angel en las manos-. Mejor que el especial de pollo Ave César de Maggie -agregó.

¡Caramba! Angel tomó aliento y, dejando a un lado su objetividad de periodista, se concentró en la enorme y jugosa hamburguesa que colocaron frente a ella. Estaba atiborrada de lechuga, tomate, pepinillos y cebolla, partida por la mitad, y su aspecto era como para despertar a los muertos. Angel la abrió y añadió un toque de mostaza y salsa de tomate.

– Eso va a acabar contigo -le murmuró Cooper al oído.

Al sentir su aliento, a Angel se le erizó la piel.

– Sí, pero moriré contenta -replicó ella sin levantar la vista de la comida.

No podía permitirse volver a mirar a Cooper ni tampoco darle la oportunidad de ver con cuánta facilidad podía dominarla.

– Eh, te he oído, Cooper -bramó la camarera Maggie, con sus enormes caderas apoyadas tras la barra y la expresión irritada-. No veo por qué tienes que venir aquí a espantarme a la clientela.

– Quizá solo esté buscando compañía para remediar mi miserable situación, Maggie -contestó Cooper con aire burlón-. ¿Quién fue siempre tu mejor cliente?

– Tú -convino ella-, siempre que te mantuviéramos apartado de la ciudad.

– Y ahí es precisamente donde yo encontré a Cooper -terció el señor Michaelson al tiempo que la ceniza, esta vez, se le caía sobre la barra-. Como le he dicho antes, señorita, después de llamar a la policía, al primero a quien llamé fue a Cooper, que estaba en su gabinete de la ciudad.

– ¿Qué? -Cooper apoyó los codos encima de la barra y miró al hombre a través del humo-. ¿Qué ha sido lo que le has dicho a Angel?

Maggie contestó en lugar del señor Michaelson, afortunadamente, con tacto y brevedad:

– Le he hablado de Stephen.

– Le he dicho que el camión le arrancó hasta los zapatos -contestó el señor Michaelson obedientemente-, un par de chanclas de la talla cuarenta y dos.

El estómago de Angel dio un vuelco y la reportera tuvo que atenerse a su pequeño mantra.

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

Tomó aire con decisión y volvió a la hamburguesa.

– Del pobre desgraciado solo quedó la mata de pelo rubio -siguió describiendo el viejo-, y poco más.

Las manos de Angel apretaron la hamburguesa, que comenzó a gotear salsa de tomate por un costado.

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

– Joder, Dale -masculló Cooper y, luego, dirigiéndose a Angel, añadió-: ¿Estás bien?

… información para el reportaje, información para el reportaje, información para el reportaje…

– Oye, ¿estás bien? -insistió.

– Claro. -Angel se puso de espaldas para protegerse de Cooper-. Soy periodista y los detalles forman parte de mi trabajo.

– Pero Angel…

– No creas que no soy capaz de soportar cosas así.

Cuando cambió de colegio, sufrió las bromas de un grupo de niños que aprovechaban cualquier oportunidad para asustarla. Como se metían con ella diciéndole que chillaba como una niña, ella pugnó por endurecerse, por no emitir ningún sonido ni tan solo parpadear cuando, por ejemplo, encontraba grillos en la comida o caracoles en la carpeta.

Angel apoyó los brazos en la barra y se llevó la hamburguesa a la boca.

– Y también le he contado que, en mi opinión, debió de volar unos doce metros.

Angel tuvo que cerrar los ojos, no muy convencida de si el viejo había sido el que había dicho aquellas palabras o si, en cambio, había sido la voz de su memoria. El camión había arrollado a su padre, lo había lanzado a una distancia de doce metros y le había arrancado las chanclas. Recordó el pelo rubio, el pelo de su padre.

En una ocasión, cansados de las bromas de poca monta, los pilluelos del colegio la habían acorralado cuando iba de camino a su casa. Le quitaron la mochila y luego le dijeron que habían metido en ella un gato muerto y ensangrentado, tras lo cual le pusieron aquello en las manos.

En aquel momento, igual que entonces, Angel se oyó a sí misma gritar como una niña y a todo pulmón, e, igual que entonces, el sonido solo tuvo lugar en su imaginación. Su aspecto era firme, calmo y aplomado, igual que había sido el día del gato muerto. Ella era fuerte y dura: se había rescatado a sí misma.

– ¿Angel?

– ¿Qué? -Todavía sujetaba el trozo de hamburguesa, pero no se sentía con ganas de seguir comiendo.

– Cielo -exclamó Cooper-, estás blanca como un espectro.

– Espectro -repitió ella, sintiendo la repentina necesidad de reír.

Pero Angel Buchanan era demasiado dura como para hacer ese tipo de cosas; así era. Necesitaba ser dura.

El «gato» había resultado ser un batiburrillo de paños rojos empapados en melaza y, aun así, se había convertido en uno de sus fantasmas, en una parte de su pasado que no dejaba de atormentarla. El «gato» y aquel hombre, su padre, que había muerto a unos kilómetros de allí. Tampoco podía olvidarse de él.

Y él, ¿se habría acordado de ella?

Los dedos se le aflojaron y la hamburguesa cayó en el plato.

– Maggie -llamó Cooper mientras tomaba del brazo a Angel y la estrechaba-, trae un té. Muy caliente y con mucho azúcar. -Entonces la sacudió levemente y le preguntó-: ¿Te encuentras mal?

– Por supuesto que no. -Angel observó el pecho de Cooper; allí, bajo la fina tela del jersey, tenía la cicatriz, porque Cooper también era duro, tanto como para sobrevivir a dos infartos-. No quiero té, no lo soporto.

– Bueno, pues entonces nos vamos de aquí.

Sin miramientos, la obligó a bajarse del taburete y Angel se miró los lustrosos zapatos que llevaba.

Chanclas. Había perdido hasta las chanclas, de la talla cuarenta y dos, pensó Angel, empezando a tambalearse.

– Mierda -murmuró Cooper, que, al rodearla con el brazo, le rozó el pecho sin pretenderlo por causa de la diferencia de altura-. Mierda.