– No, yo… -Angel meneó la cabeza y los rizos formaron una cascada sobre su escote-. No.
– Entonces… -Cooper rió para sus adentros y le apartó la melena. Al bajar la mano de nuevo, le rozó un pezón con los nudillos y sintió cómo ella contenía el aliento. Así que siguió acariciándolos. Una y otra vez.
– Cooper -le suplicó en tono agonizante.
Él levantó la vista y se dio cuenta del deseo, del apetito reflejado en el rostro de la mujer.
– Déjame seguir -intervino, sabiendo que no iba a parar a menos que ella se lo pidiera. Aunque en principio no se había planteado llegar tan lejos, en aquel momento deseaba tanto como ella continuar con el juego.
Solo un poco más, pensando también en ella.
– Déjame. -Y sin otro preámbulo volvió a hundir la cabeza entre sus pechos.
Olían a perfume, y aun a través de la blusa y el sostén, los notaba dulces y cálidos. Parecían hechos a la justa medida de su boca y, cada vez que los chupaba, la forma en que Angel se estremecía le hacía sentir que todavía servía para algo.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan hombre.
Entre sus brazos, Angel vibraba y temblaba de excitación. Con intención de calmarla, Cooper le acarició la parte interior del muslo y ella dio una sacudida. Tenía los nervios a flor de piel.
– Cooper…
Se acercó para besarle el pezón y notó el latido desbocado de su corazón en la mejilla. La tenía en sus manos, sometida, y a Cooper le gustó aquella sensación.
– Cooper… -repitió alzando la voz, mientras se llevaba una mano a la frente, como si intentara recomponerse.
Pero él no se lo iba a permitir. Estaba dispuesto a hacerla volar.
– ¡Chisss! -La besó en los labios-. No te resistas.
Sin reparar en gemidos, le subió la falda hasta las caderas y volvió a acariciarle el muslo. Angel suspiró y separó las piernas. Entonces, Cooper le dio otro beso en la boca y se abrió camino bajo la tela fruncida hasta llegar al cálido monte cubierto de satén.
Apoyó en él la mano y le mordisqueó la barbilla, le lamió el cuello y bajó hasta el pezón una vez más. Mientras lo chupaba con fuerza, apartó la tela y la penetró con dos dedos. Angel echó hacia atrás la cabeza y soltó un largo gemido de placer.
Estaba ardiendo y tan húmeda que Cooper deslizó los dedos hasta su interior con la mayor facilidad. Tenía el clítoris como los pezones, duro y con ganas de ser acariciado. Cooper lo frotó con el pulgar y Angel arqueó la espalda. Cerró los ojos y permaneció en silencio, concentrada en los movimientos de su mano.
Acelerando el ritmo, Cooper inclinó la cabeza y le lamió el pezón. La fricción, cada vez más rápida, iba acompañada del movimiento circular de los dedos que tenía en su interior.
Angel se abrazó a él mientras meneaba las caderas al compás de sus caricias, ahora tan aceleradas que tensaban las paredes que rodeaban sus dedos. Cooper se apartó de su pecho y levantó la cabeza para observar cómo Angel alcanzaba el clímax, aunque no necesitaba mirarla para saber que se acababa de correr.
Aquella visión fue la más erótica y hermosa que él había visto jamás. Medio vestida y apoyada sobre él, la encontró simplemente preciosa. Sin embargo, aún más erótico y hermoso le pareció el hecho de haber controlado, al menos durante unos instantes, cada respiración y respuesta de una mujer tan compleja e independiente como Angel.
Cooper se sorprendió por el placer que proporcionaba dar placer. Si muriera en aquel mismo momento, lo haría feliz.
Antes de que tuviera tiempo para recuperarse, Cooper ya le había bajado la falda y abrochado la blusa. Angel se incorporó y, retrocediendo a trompicones, dijo:
– Yo… esto…
Tenía que decir algo, era necesario. Y en el momento en que supiera qué decir lo haría sin dilación. Pero se encontraba ante el único hombre que había conseguido llevarla a tal estado y estaba todavía un poco aturdida.
Cooper se levantó del banco, y sin mirarla a los ojos, espetó:
– Es tarde. Te acompañaré hasta tu cabaña.
Atónita, Angel intentó darle sentido al tono frío de aquellas dos frases después de lo que acababa de tener lugar.
– ¿Nos vamos? -preguntó el hombre en tono amable-. Ya es tarde.
Como daba por hecho que Cooper no estaba bajo ningún toque de queda, dedujo que sus palabras significaban que el agradable interludio había llegado a su fin. Cooper no parecía dispuesto a entrar en su cabaña aquella noche, y aún mucho menos a meterse en su cama.
Vaya por Dios. No sabía si sentirse rechazada o aliviada, pero ella misma había estado en la posición del que no obtiene placer alguno las veces suficientes para saber que en aquel momento su compañero no debía de estar demasiado satisfecho. Ante aquello, ¿qué se suponía que tenía que hacer? ¿Disculparse?
Intentando disimular la oleada de vergüenza que se estaba apoderando de ella, Angel se cruzó de brazos. Además, ¿no era así como sucedía siempre? Aunque en aquella ocasión los preliminares no habían estado tan mal -de acuerdo, habían sido extraordinarios-, lo que seguía había sido, como era habitual, un desastre absoluto.
– No es justo -susurró finalmente.
Cooper se metió las manos en los bolsillos y miró en dirección a la puerta.
– No tiene por qué ser siempre justo.
– No me refiero a eso -repuso, entornando los ojos-. Ni siquiera he llegado a eso.
– Entonces, ¿de qué estás hablando?
– Es que esto no me gusta nada. -Angel señaló el banco, a él, a sí misma.
– ¿No te gusta correrte? -preguntó en tono divertido.
¡Qué cabrón!, pensó. Por lo visto había decidido hacer frente a aquella situación incómoda con chulería. Con chulería, indiferencia y haciéndose el gracioso.
Aquella pregunta la enfureció.
– No me gusta lo que viene después -le aclaró.
– Pues…
– ¿Qué se supone que hay que hacer después? ¿Acaso tú lo sabes? He leído miles de artículos sobre cómo llevarte a un hombre a la cama, cómo hacer que se quede en tu cama, cómo llevarle el desayuno a la cama, pero no he leído ni uno que explique cómo retomar la acción con naturalidad después de… bueno, ya sabes.
Cooper arqueó las cejas.
– ¿Retomar la acción? ¿Es eso lo que haces normalmente después de haber tenido relaciones con un hombre?
Angel se quedó boquiabierta. No daba crédito a lo que acababa de oír. ¿Cómo podía haber permitido que aquel tipo, que utilizaba un tono irritante y tenía siempre expresión de superioridad, la hubiera tocado? ¿Era el mismo que hacía unos minutos tenía una mano en su escote y la otra debajo de su falda?
Angel lo señaló con el dedo.
– No vuelvas a hacer eso. No vuelvas a mirarme con esa expresión calculadora y sarcástica mientras me haces preguntas. Guárdate las bravuconadas para los juicios y no trates de evitar una conversación conmigo.
– Angel…
– Y encima, esa palabra, «relaciones». ¿Qué forma es esa de referirse a lo que sucede entre un hombre y una mujer? Que, por cierto, no ha sucedido. Quizá deberías considerarlo, abogado.
No le iría mal ponerse en el lugar del testigo, para variar.
– Oye, oye, oye… Vas demasiado deprisa.
– Sí, claro, permíteme que te lo repita más despacio. Estoy tratando de decir que no hemos…
– No creo que debamos acostarnos.
– Oye, que yo no he dicho que lo quiera -gritó Angel, enfurecida por la exasperante sangre fría de Cooper y su no menos desesperante falta de ella-. Pero bueno… verás… los besos han estado bien y entonces… entonces… ahora…
– ¿Entonces? ¿Ahora, qué?
Angel se llevó las manos a la cabeza.
– Pues que ahora no sé qué hacer ni qué decir.
– Podrías darme las gracias.
En momentos como aquel era difícil no pensar que a los hombres les fallaba algo, pensó Angel, mirándolo fijamente mientras meneaba la cabeza. Por mucho tiempo que pasara, ellos seguirían sin darse cuenta de que, en según qué circunstancias, la razón y la lógica no jugaban ningún papel.