– Mira -dijo entre dientes-. Me siento… me siento como si te hubiera hecho daño.
– Vamos, Angel, no hay para tanto. ¿Es que nadie te lo había hecho pasar bien antes? -preguntó, dirigiéndose a la puerta.
Aquella pregunta era tan apropiada, y a tantos niveles, que Angel sintió que tenía razones de sobra para echarse a reír. Sin embargo, el tono brusco en el que estaba formulada se lo impidió. Angel se detuvo y se fijó en las mejillas sonrojadas de Cooper.
No era la única que estaba pasando vergüenza.
No era la única que quería que aquel incómodo momento acabara cuanto antes.
En fin.
– Creo que la culpa la tiene la berenjena -dijo entonces, mientras se acercaba a Cooper y lo agarraba del brazo. Caminaron juntos hacia la puerta y Angel tiró de él para salir-. Leí un artículo sobre ella en el último número de Vegetarian Times.
Angel lo miró de reojo y se dio cuenta de que la arruga de preocupación en su rostro estaba desapareciendo.
– ¿Berenjena? -repitió.
– Eso es. Berenjena. -Sin demasiado interés en que sus palabras sonaran coherentes, Angel soltó una perorata acerca de las propiedades de la piel morada de las berenjenas y los extraños efectos que, según ella, provocaban en la gente-. Afecta a la capacidad de decisión -concluyó justo cuando llegaron a su cabaña-. En definitiva, es el antiajo.
– El antiajo. -Cooper no daba crédito a lo que estaba escuchando.
– Efectivamente. Todo lo bueno que hace el ajo, ya sabes, propiciar la capacidad de concentración y demás, la berenjena lo deshace.
– En algunas culturas, el ajo es considerado afrodisíaco.
– Pues ya está… -Se interrumpió, embelesada por su sonrisa y por la mirada de comprensión que leyó en sus ojos.
El gesto de Cooper era dulce y tan… honesto, que estuvo a punto de conseguir que le rogara que entrara en su cabaña. Angel Buchanan suplicándole a un hombre que se fuera con ella a la cama.
Pero ¿qué le estaba pasando?
Antes de que tuviera tiempo de dar con la respuesta, Cooper ya se había marchado.
Ya en la cama, se le ocurrió una explicación que le satisfizo. Intentando no pensar en lo que había permitido que el hombre le hiciera, Angel concluyó que el problema estaba en el verbo «dejar».
«Deja que cuide de ti», le había pedido.
Había sido muy tonta por caer en aquella trampa; una mujer debía ser capaz de cuidar de sí misma, y no entregarle a nadie su corazón.
Pero lo cierto era que había caído, y el hecho de haberle entregado una parte de su cuerpo a Cooper hacía necesario que se apresurara en terminar las entrevistas para poder regresar a la ciudad lo antes posible. La combinación de café soluble y berenjena -o productos biológicos en general- la estaba volviendo una blanda. Peligrosamente blanda.
A la mañana siguiente se duchó y apareció en la casa de los Whitney sin previo aviso.
– Me gustaría terminar cuanto antes -anunció en el mismo instante en que Lainey le abrió la puerta-. Esperaba poder hablar con Katie.
Lainey reaccionó como si estuviera acostumbrada a abrir su puerta a mujeres chillonas con el pelo mojado a diario.
– Primero un café, ¿no?
Angel la siguió a la cocina, refunfuñando en voz baja por sus evidentes debilidades. Si no regresaba a la ciudad, y pronto, perdería para siempre su autocontrol. No solo la sometía Cooper, tampoco era capaz de resistirse al café de Lainey.
La taza que le acercó olía a granos tostados recién molidos. A Angel le gustaba aquel café. Se recreó en su aroma. Le encantaba.
Además, una taza no iba a acabar con su objetividad, ¿o sí?
Decidió que lo mejor sería bebérselo de un trago y ponerse manos a la obra con la entrevista. Cuando el borde de la taza estaba ya junto a sus labios, Angel miró a Lainey y se quedó inmóvil.
La mujer se estaba acercando a ella con una caja de cartón en una mano y un afilado cuchillo en la otra.
Angel dejó la taza sobre la mesa.
– ¿Debería armarme con una sartén?
– ¿Cómo dices?
– Parece que tengas miedo de lo que hay en esa caja -respondió, señalando el objeto.
– Sí, bueno… -Lainey se encogió de hombros y utilizó el cuchillo para cortar la cinta adhesiva que la mantenía cerrada-. Es de la compañía de licencias. Más objetos Whitney, ya sabes.
Angel sabía a qué se refería, pero el extraño comportamiento de Lainey le llamó la atención. La mujer separó las tapas de cartón, suspiró y miró en su interior.
– ¿Y bien? -preguntó Angel.
Lainey le dirigió una mirada fugaz y sacó un protector de parabrisas estilo acordeón. Lo abrió con cuidado y apareció una colorida imagen de las que Whitney solía pintar, un cine al aire libre, sesión de noche, años cincuenta.
Angel inclinó la cabeza. El trabajo del artista tenía un punto de Norman Rockwell y también algo de Andy Warhol. Todas y cada una de las sentimentales y anticuadas escenas estaban pintadas en colores tan llamativos como los de las latas de sopa.
Lainey dejó el objeto sobre la mesa y volvió a introducir las manos, en aquella ocasión para sacar tres pequeñas alfombras enrolladas, las tres estampadas con la misma jofaina y jarrón con flores. A Angel le costó algún tiempo darse cuenta de que una de aquellas tupidas alfombras era en realidad una funda para la taza del váter.
– Stephen… -suspiró Lainey con impotencia.
Angel meneó la cabeza. Las últimas obras del Artista del Corazón iban a darles a los críticos de arte, que ya aborrecían sus cuadros de forma unánime, motivos de sobra para ensañarse.
– Se lo van a cargar -murmuró Angel para sí, mientras Lainey desenrollaba una de las alfombras.
– Dios mío, esto cada vez se pone peor. Fíjate, esta es una alfombra para la base de la taza. Mi marido aprobó que estamparan su arte en algo que iba a estar a los pies del retrete. -Lainey la sostuvo en alto y observó a Angel a través de la inconfundible abertura.
La expresión horrorizada de Lainey enmarcada en aquella pequeña alfombra fue algo demasiado cómico, y Angel tuvo que morderse el labio para contener una carcajada.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Lainey, acercándose a ella-. ¿Estás bien?
– Mmm, mmm -consiguió musitar Angel, mientras asentía con rápidos movimientos de cabeza.
– Tú te estás riendo…
Entonces, Angel se sintió culpable y se concentró para dejar de reír y disculparse con la viuda. Pero Lainey seguía mirando la alfombrilla con expresión aterrada.
– Después del papel higiénico Artista del Corazón, esto es lo más hortera que he visto en toda mi vida -dijo en tono sombrío.
– ¿Papel higiénico? -repitió Angel.
Y entonces, sin poder evitarlo, soltó una sonora risotada. Lainey tampoco pudo contenerse y empezó a reírse con naturalidad. Para empeorar aún más las cosas, se agarró al brazo de Angel como si ambas estuvieran compartiendo algo, como si fueran buenas amigas.
– ¿A santo de qué? -consiguió articular Lainey, todavía enlazada a Angel y agitando la alfombra con la otra mano-. ¿A qué viene esto? ¿En qué diablos estaba pensando cuando se le ocurrió esto?
Angel no pudo contenerse.
– ¿En que quería que el mundo pensara en él en todo momento?
Aquello volvió a provocar grandes carcajadas. Cuando se les pasó el ataque, Angel le sirvió café a Lainey. Tomó su taza y se sentó junto a ella a la mesa.
La mujer apartó aquellos objetos hacia un lado y, resignada, añadió:
– Lo que me duele es que esto sea la última aportación que Stephen haya dado al mundo del arte.
Angel sorbió un poco de café.
– ¿Tú no estabas de acuerdo en quemar sus cuadros?
Lainey se encogió de hombros.
– Ese era su deseo, que quemáramos las obras incompletas. Lo cual significa que hemos perdido todo su trabajo del año pasado. Tenía la costumbre de dejar un trozo inacabado en cada uno de los cuadros, y cuando llegaba el mes antes de la exposición, se ponía a pintar como un loco para terminarlos. Recuerdo que le llevaba comida a la torre, pero la mitad de las veces ni la tocaba.