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La urgencia implícita en la pregunta no pasó desapercibida para Angel. Al mirar a la niña observó que su expresión, antes petrificada, se había animado en cierto modo; en ella había una evidente nota de ansiedad.

Pobrecilla, pensó, presa de una repentina empatía hacia la muchacha, está preocupada por los cambios que aún le esperan en la vida.

– Mi madre se casó dos veces después de que mi padre la abandonara. Ahora vive en Francia con su marido, muy cerca de París.

– París. -La expresión de Katie volvió al mutismo precedente-. Allí fue donde mamá y yo nos encontramos con papá, cuando yo tenía ocho años.

Angel procuró sonreír.

– ¿En Eurodisney?

La niña asintió.

– Solo estuvimos allí unos días, pero después mi padre volvió a Francia un montón de veces.

– ¿Un montón de veces, dices? -Angel iba tensándose por momentos e intentó mantener una actitud indiferente mientras calculaba las fechas en que ella y su madre habían estado en Europa-. ¿Sabes cuándo exactamente?

– Estoy bastante segura de que aquella fue la primera vez que salió de Estados Unidos, cuando yo tenía ocho años. Luego empezó a viajar mucho.

El pulso de Angel se había acelerado. Por un momento creyó que Stephen Whitney había ido a buscarlas, a su madre y a ella. Qué estúpida, cómo podía pensar algo así después de todos aquellos años.

Decidida a deshacerse de las viejas angustias, se levantó de la cama y empezó a caminar por la habitación. Volvió a detenerse junto al tablero y a mirar el boletín de notas de Katie.

– Las mismas -dijo para demostrarse que todo iba bien-. Mis notas eran como las tuyas.

Armándose de valor, volvió la vista. Era el momento de olvidarse de la educación física, París y la evidente tristeza de la niña, y seguir adelante con la entrevista.

Abrió la boca para hablar pero titubeó y, luego, titubeó una vez más. Vamos, Angel, ponte a ello.

¿Por qué permitía que la niña le hiciera preguntas? ¿Por qué sentía aquella alocada necesidad de protegerla? Vínculos biológicos aparte, ella no pertenecía a la familia de la muchacha. No le debía nada, ¡ni a Katie ni a nadie!

Pese a todo, Angel volvió a la cama y se sentó, aunque aquella vez, mucho más cerca de Katie.

– Sé que… lo que estás pasando es muy duro.

Vale. Aquel había sido un comentario más bien pobre, tan insignificante como cualquier otro tópico por el estilo. Admitía que no se le daba nada bien airear sus sentimientos y que, en lugar de ello, prefería preservarlos enlatados para sí. Aun así, jugaba con la ventaja de los años de experiencia a su favor.

– Muy duro -continuó diciendo con cierto malestar-. Pero ya verás cómo pronto te recuperas.

Lo último lo dijo remarcando las palabras.

Fatal. Era una idiota.

Una idiota con mayúsculas pues, a pesar de los pesares, seguía hablando con aquel tono bobalicón y afectado.

– Te sorprendería lo mucho que puedes soportar.

La inexpresiva mirada que le endilgó Katie le hizo pensar que la niña también la juzgaba de idiota.

– ¿Y qué es lo peor que has tenido que soportar?

Angel decidió que contestar no era muy difícil teniendo en cuenta que ni ella ni cualquier otro adulto cercano a Katie tenían ni idea de cuáles eran las dificultades de la niña.

Los quince años eran una edad desastrosa.

Teniéndolo en cuenta, Angel hizo cuanto pudo para contestar.

– Lo peor… No lo sé… -Le vinieron a la mente las historias que durante años había escrito para la West Coast-. Viví una semana en la calle para preparar un reportaje sobre las mujeres indigentes. -Como la niña no decía nada, Angel continuó su melodramático relato-. Desde luego, era verano, y por las noches dormía en un albergue, tumbada en un camastro… -Aquello sonaba más a excursión estival que a un trance difícil-. Bueno, en realidad la vez que… -Y abandonó el intento, consciente de que participar en una regata de yates de dos días de duración era una chorrada frente a la experiencia de perder a un padre.

Suspirando, Angel deseó que aquello no estuviera ocurriendo, deseó no sentir aquella repentina prisa por transmitirle a la niña algún tipo de esperanza… o, al menos, por darle otra cosa en que pensar. Echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente, y entonces vio las nubes que alguien -con toda probabilidad, Stephen Whitney- había pintado en el techo de la habitación de Katie.

– Cuando quise ser niño, eso fue lo peor por lo que tuve que pasar.

– ¿Cómo dices? -exclamó Katie con los ojos muy abiertos.

Esto sí que te interesa, ¿eh?, pensó Angel mientras tomaba una nueva bocanada de aire.

– Bueno, ya te he contado que mis padres se separaron. Pues al poco tiempo, mi madre se casó con otro, un policía. Y ese no era precisamente un buen hombre.

– ¿Y por qué no era un buen hombre?

– Sí, ¿por qué no lo era? -interrumpió Cooper, recién llegado y excusándose con la mirada por haber entrado en la habitación tan de repente-. Lo siento, pero Lainey me pidió que viniera a ver qué tal estabais. No tenía intención de entrometerme.

El miedo -o algo que se le parecía mucho- se le instaló a Angel en el estómago con violencia. Lo que estaba a punto de contar no era para que Cooper lo oyera. Ni siquiera podía decir por qué le había dado por contárselo a Katie.

O sí, sí que lo sabía. La muchacha le había sonreído el día de la iglesia, Angel había estado a punto de hacerla reír y, desde entonces, no había podido desechar la idea de que, de algún modo, aquello las había unido… con un vínculo semejante al que surge con la persona a la que se le salva la vida.

Aunque con Cooper allí presente, ¡no podía hablar de aquello!

– ¿Angel?

Era la voz de Katie, y la periodista la miró sin poder apartar la vista.

– Sí, sí. Él, en fin, le hacía daño a mi madre, pero como era policía, ella no se atrevió a denunciarlo.

Los ojos de Katie volvieron a agrandarse y Angel interpretó que podía saltarse los detalles escabrosos.

– Decidimos… marcharnos -escaparnos-. Y como tenía muchas maneras de encontrarnos, nos escondimos de él, a menudo cambiando de identidad y mudándonos de un sitio a otro.

Notaba la mirada de Cooper fija en ella, su atención ininterrumpida, y supo que el hombre podría rellenar todos los huecos que ella estaba dejando entre palabra y palabra.

– En aquellas circunstancias, me matriculé en secundaria como si fuera un niño para intentar despistarlo.

Katie, de nuevo, no salía de su asombro.

– Pero si… tú eres… -balbuceó con voz entrecortada por una carcajada que acabó por abrirse paso.

Al oírla, el estómago de Angel volvió a reaccionar, pero de un modo cálido y agradable. Valía la pena contar lo que estaba contando solo por presenciar aquel instante efímero de alegría que el rostro de la niña expresaba.

– Ya, lo sé -admitió Angel-. Soy la chica más femenina que jamás hayas conocido. Y en aquel momento era tan femenina y pequeñaja como ahora. Eso fue lo que me complicó tanto las cosas.

– Pero lo conseguiste.

El breve acceso de buen humor en el rostro de Katie había puesto en movimiento su expresión agarrotada, pese a lo cual, Angel no cantó victoria creyendo que había logrado sacar a la niña de su abatimiento. Era solo un comienzo, un primer paso.

– Como pude, sí, pero lo conseguí. -Le dedicó una sonrisa a Katie y, sin pensárselo dos veces, se acercó y tomó su mano; los dedos entrelazados de ambas descansaron sobre el apuesto novio de Britney Spears-. Las personas estamos hechas de acero inoxidable. Te conviene no olvidarlo para superar los malos ratos. -Luego, avergonzada, le guiñó un ojo tratando de remediar su tono de telenovela-. En fin, escúchame, porque te voy a decir algo más que sé por experiencia.

En la cara de Katie había casi una sonrisa. Casi.