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– ¿Qué? -inquirió la muchacha.

Angel echó un rápido vistazo a Cooper y luego se inclinó hacia delante para adoptar una actitud misteriosa y teatral.

– Pues que donde manda mujer no manda marinero.

Sentada sobre una manta en la arena de la playa secreta de Cooper, Angel contemplaba cómo el sol se lanzaba al Pacífico sin salpicar. El viento había amainado y el ambiente de la protegida cala era agradable.

Aquel debería ser el momento de paz de la jornada y también de su trabajo, pues ya había reunido la información, establecido los contactos y acabado las entrevistas. Estaba a punto de dedicarse a lo que más le gustaba: formar un producto a partir de la materia prima para informar y además inflamar las emociones de los lectores.

Y, sin embargo, estaba de los nervios.

Se recostó sobre la manta y cerró los ojos.

En ese momento percibió algo, un sonido, el rumor de alguien que se acercaba por el túnel hacia la cala.

Ese alguien era el motivo de sus nervios: Cooper. Tras salir de la casa de los Whitney aquella mañana, se había dedicado a esconderse de él. El modo en que él había dicho «Ya hablaremos» cuando ella se despedía de Lainey era un aviso de que Cooper quería volver a oír lo que ella había confesado en la habitación de Katie.

Pero aquello no iba a ocurrir. Su pasado no era su debilidad aunque, por desgracia, de vez en cuando la llevara a sentirse como si lo fuera.

Los pasos cesaron.

– Estás aquí.

Angel no abrió los ojos. No tenía sentido escaparse sabiendo que él ya estaba allí, pero podía deshacerse de él, ¿no era cierto?

– La verdad es que me apetecía estar sola, ¿te importa?

– Lo siento, pero para eso tendrías que haberte quitado el sujetador.

Su respuesta constituyó motivo suficiente para que Angel abriera los ojos y se incorporara con las cejas arqueadas.

– ¿Cómo?

Desde luego, era imposible saber si llevaba uno bajo el grueso jersey.

– Pretendía llamar tu atención -explicó Cooper, sonriendo, antes de acomodarse en la manta al lado de Angel-. Esa era la señal que mis hermanas me instaron a utilizar si pretendía que nadie viniera a la playa a interrumpirme.

– Si lo hubiera sabido… -murmuró Angel, que volvió a relajarse y a cerrar los ojos.

– Bueno, ahora que ya lo sabes…

– Sí, hombre, tú sigue soñando.

– Pero si ya lo hago, corazón -proclamó Cooper tras una carcajada-; todas las noches.

Angel procuró ignorarlo, a él y a la satisfacción que sus palabras le habían provocado. Cooper también se inmiscuía en sus sueños.

– No has venido a cenar -dijo él.

– No podía ni pensar en otra ración sorpresa de tofu, así que he venido aquí a imaginarme en un tugurio de los míos. -Hablaba con los párpados cerrados y una sonrisa soñadora-. Ahora mismo estoy en una taberna vienesa: dos salchichas rebozadas, un perrito caliente con chile y más cebolla, un batido de chocolate y dos raciones de aros de cebolla.

– Eso está mal.

– Perdóname, a veces se me olvida que eres un experto en nutrición.

– No, me refería a que está mal que, puesta a fantasear, elijas una taberna vienesa y no el Doc's Dogs.

Sorprendida, Angel se inclinó y apoyó la cabeza en la mano para mirarlo.

– ¿Conoces el Doc's, el de Ocean Street? Creía que era un secreto solo compartido por mí y los chicos que van al instituto de la misma manzana.

Cooper abrió mucho los ojos.

– No se lo habrás dicho a nadie más, ¿no?

– ¿Y arriesgarme a perder el mejor sitio de comida rápida de la ciudad? Por supuesto que no. Si esos cerdos del distrito financiero se enterasen de su existencia, mandarían ipso facto a sus asistentes a comer allí. Se formarían colas interminables todos los días de la semana.

– Acuérdate de lo que hicieron con El Rey de la Fritanga -afirmó Cooper, asintiendo.

– Los inversores se lanzaron sobre él como buitres y lo convirtieron en una franquicia. Me dan ganas de llorar al recordar los bollos de canela que hacían antes de que convirtieran el lugar en otro McDonald's.

– A mí lo que más me fastidia es el nuevo nombre. No estoy yo para poner el pie en un sitio que se llame La Canelita.

– Ya me lo imaginaba. -Angel lo miró con perspicacia-. Una vez me dieron plantón, y siempre he creído que fue por el restaurante que yo había elegido. Era un sitio estupendo llamado Glamour y Lentejuelas.

– Me lo creo -convino Cooper, riéndose-. Solo un nombre tan bobo como ese podría interponerse entre un hombre y el objeto de sus deseos -agregó, y la sonrisa se desvaneció.

Angel apartó la vista. Ambos sabían que ella era el objeto de sus deseos, claro. Para evitar la repentina tensión que se había instalado en el ambiente, la periodista señaló la maravillosa vista del cielo anaranjado y las aguas plateadas que se abría ante ellos.

– Vaya, pues yo me preguntaba… Esto está bien y todo eso, pero ¿no te estás muriendo por volver a la ciudad? ¿Al Doc's y a la televisión por cable? Por si no te acordabas, te diré qué allí también hay mar.

Cooper dejó escapar un gruñido y ella escudriñó su rostro intentando interpretarlo.

– ¿No lo echas de menos? -insistió.

– Sí -accedió Cooper, atusándose el pelo-, desde luego. Y… -Se quedó callado y volvió a pasarse la mano por el pelo-. Oye, quería verte porque mañana no voy a estar por aquí. Es probable que pase todo el día fuera, así que quería hablar contigo sobre…

– Yo tampoco creo que vaya a estar mañana -interrumpió Angel mientras se preguntaba por el rumbo que la conversación iba a tomar. Fuese o no una fanática del Doc's Dogs, no quería que él supiera nada más de su pasado, que, por lo general, era íntimo y personal-. Me voy a pasar el día al sur, a San Luis Obispo.

– Angel…

– Tengo algunas cosas que hacer por allí y, en fin…

– Angel…

– De hecho… -balbuceó al tiempo que se levantaba y se sacudía los pantalones con un recato fuera de lugar-, de hecho, creo que me voy a ir a mi cabaña, a ordenar mis cosas y a hacer las maletas…

– Quería agradecerte las sinceras palabras que le has dedicado a Katie esta mañana. Ella es muy importante para mí y… todavía le queda mucho que soportar. Espero que se acuerde de lo que le dijiste.

Con una sensación opresiva en el estómago, Angel le dio la espalda y se encaminó a la orilla, donde la arena mojada le humedeció los pies desnudos.

– Vale, me alegra ser de alguna utilidad…

– Y también siento lo que te ocurrió.

Vaya, entramos en terreno íntimo. Angel hizo un gesto que denotaba indiferencia cuando estaba muy cerca de donde las olas lamían la arena.

– No me ocurrió nada en absoluto.

– ¿Cómo que no? -Cooper se plantó a su lado y le posó las manos sobre los hombros; estaba tan cerca que pudo notar su aliento en la nuca-. ¿Cuánto tiempo, Angel? ¿Cuánto tiempo tuviste que esconderte?

Demasiado íntimo, demasiado.

Los pulgares del hombre le acariciaron los músculos, tensos y reacios, y luego le apoyó la barbilla sobre la cabeza mientras sus manos la masajeaban, la acariciaban, la persuadían, le hacían ablandarse.

– ¿Cuánto tiempo, cariño?

– Siete años. -Se había relajado tanto que ni siquiera se dio cuenta de lo que decía hasta que se oyó pronunciar las palabras con un débil susurro. Pero aquello no era suficiente, así que volvió a decirlo, con mayor claridad y decisión-. Siete años. Cinco en Estados Unidos y los últimos dos en Europa.

Las olas rompieron cuatro veces antes de que Cooper volviera a hablar.

– ¿Te hicieron daño? -preguntó al fin sin abandonar el masaje-. ¿Te hizo daño el marido de tu madre, Angel?

– Me amenazó con hacérmelo. Amenazó con matarla a ella y quedarse conmigo. -Un escalofrío le recorrió el espinazo-. Y mi madre se lo creyó. Por eso nos fuimos.

– Ya, pero ¿no hubo nadie que…?