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– Estás respirando -dijo. No hacían falta los primeros auxilios-. ¿Estás consciente?

– Por supuesto.

El humor era también un buen síntoma, pero Angel no quiso confiarse y se mantuvo alerta a la más mínima reacción.

– ¿Cómo te encuentras?

– Más o menos, igual -admitió él-. Mi respiración es demasiado rápida y débil, y mi corazón late como si me hubieran implantado un tambor durante la operación.

– Vale, vale. -Angel le acarició la piel con la esperanza de proporcionarle un poco de calma-. ¿Tienes dormido el costado izquierdo? Mira a ver si puedes cerrar la mano.

– No tengo nada dormido y cierro las manos sin problemas.

Angel no sabía qué hacer, si dejarlo allí y correr en busca de ayuda o quedarse por si acaso se hicieran necesarias las técnicas de masaje cardiovascular y de asistencia a la respiración.

– En este momento daría la vida por tener un móvil -masculló.

Cooper consiguió reírse débilmente.

– No sé por qué, pero creo que si lo tuvieras tampoco adelantaríamos nada.

A Angel le pareció que aquel acceso de risa permitía cierto optimismo, aunque, al fin y al cabo, ¿qué demonios sabía ella?

– ¿Qué te dijo tu médico? -le preguntó con ansiedad, desesperada por saber qué pasos tenía que dar-. ¿Qué debes hacer ahora?

– Me dijo que estoy bien. Perdí 16 kilos, soy vegetariano, dejé de fumar, hago ejercicio. Me dijo que mi corazón está perfecto.

Angel habría podido tranquilizarse y creer que todo iba a salir bien si Cooper no estuviera tirado en la arena y si los latidos de su corazón no se asemejaran a golpes de tambor. Se metió la mano bajo la sudadera y se la colocó junto al corazón para comprobar cómo era un latido normal.

También como un tambor. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.

Cooper seguía respirando y su pecho ascendía y descendía al mismo ritmo que el de Angel. Ella estaba un poco atemorizada, pero notaba que el pulso del hombre era menor que el que había tenido cuando la besaba y la tocaba.

Se incorporó lentamente manteniendo la mano sobre el pecho de Cooper.

– ¿Y ahora cómo estás?

– Más tranquilo; por lo demás, me parece que igual.

El color de Cooper era sano y hablaba con normalidad. Angel se sintió optimista.

– ¿El doctor te dijo que estabas curado?

– Me parece que «curado» no es la palabra. -Tomó una bocanada de aire, lenta y precavida-. Pero lo cierto es que todo estaba en orden la última vez que estuve en la consulta, el mes pasado.

Angel tenía una conocida en el gimnasio, de alrededor de cincuenta años, cuyo marido había sufrido un ataque al corazón el año anterior. Era increíble la clase de chismes que podía alguien contarle a una casi desconocida que hacía ejercicio en la máquina de al lado. Llegó a hablarle sobre la mezcla de gotas de sudor en el suelo y cosas por el estilo.

El recuerdo de aquellas conversaciones le dio a Angel una idea.

Volvió a palparle el pecho.

– ¿Cómo estás ahora?

– Puede ser que un poco mejor.

Aparentando inocencia, Angel deslizó la mano hacia abajo, y le rozó la cintura de los pantalones; los músculos de Cooper se tensaron.

– Por Dios, Angel -se quejó él, agarrándola por la muñeca.

– Lo siento. -Se desembarazó con delicadeza del apretón y devolvió la mano a su lugar, sobre el corazón del hombre. Ajajá. Un toquecito de estimulación sexual y los latidos habían vuelto a dispararse.

– Me parece que ya sé qué te pasa. -Angel le tomó la mano y se la condujo bajo la sudadera.

La apretó contra los pechos desnudos y luego, manteniéndola allí, se inclinó sobre Cooper para besarlo, lenta y deliberadamente. Él se resistió en un primer momento, aunque acabó por ceder a su delicada insistencia. Un beso largo y sugerente.

Cuando Angel volvió a incorporarse, ambos estaban jadeantes.

– ¿Te has quedado sin respiración? -le preguntó-. Yo sí.

Los ojos de Cooper se agrandaron mientras su ritmo cardíaco continuaba estando desbocado.

– ¿Sientes mi corazón? -Angel hizo fuerza sobre la mano de Cooper que tenía sobre el pecho-. Yo creo que está acelerado, tanto o más que el tuyo.

– No hablas en serio…

– Tan en serio como los ataques al corazón. -Sonrió y le acarició la mejilla-. Esto es excitación sexual, querido mío, lujuria, deseo. No hay peligro.

Cooper se quedó boquiabierto y no tardó en azorarse.

Al marido de su amiga de gimnasio le había aterrorizado hacer el amor. Cada vez que llegaba el momento, sus reacciones físicas, comprensibles a tenor de la situación, lo asustaban como a un niño. Estaba convencido de que aquello iba a provocarle un segundo infarto. En fin, su amiga le había dicho que aquel era un problema muy habitual y, pese a ello, su marido había tardado meses en superar su ansiedad.

– Hace bastante que no mantienes relaciones sexuales, ¿no es cierto? Ninguna desde el ataque.

El rubor de la cara de Cooper iba en aumento.

– No me apetece hablar de eso -afirmó al tiempo que retiraba la mano de la piel de Angel y se sentaba.

Ella se fijó en su postura envarada e, intentando relajarlo, le dio un leve golpe en el hombro.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentirías mejor si te dijera que mi cama lleva mucho tiempo desierta?

Como él no contestaba, Angel intentó adivinar cuánto tiempo hacía que Cooper se había marchado de San Francisco. ¿Diez meses? ¿Más?

– Por todos los santos -exclamó, todavía con intención de aliviarle su visible pesadumbre-. Estaba dispuesta a salvarte la vida, incluso hasta hacerte el boca a boca y todo. ¿Me vas a decir que no podemos hablar?

Él la miró de soslayo.

– El boca a boca me lo has hecho antes de que me cayera a la arena, y así me ha dado el achuchón que ha dado.

– ¡Ya, y ahora tienes que compensarme! ¡Pensaba que te había matado con un beso! -Le dio un nuevo golpecito en el hombro-. Venga, hombre. Soy yo, Angel, la mujer que probablemente no volverás a ver otra vez. ¿No crees que podemos hablarlo?

A pesar de que, tal como estaban las cosas, era él y no ella quien prefería estar solo, Angel no podía dejarlo allí. Aquel no podía ser el último recuerdo que ambos tuviesen del otro: Cooper sintiéndose avergonzado y Angel sintiéndose… comoquiera que se sintiese.

– Bien. -Cooper volvió la cabeza y le clavó la mirada, más oscura y profunda a la menguada luz del atardecer-. Tienes razón. No he probado el sexo desde los ataques y la operación, es decir, desde hace veinte meses, dieciséis días y, bueno, aproximadamente tres horas y cuarenta y un minutos.

11

Aunque ya había anochecido, Cooper pudo distinguir la mirada sorprendida de Angel.

– ¿Tres horas y cuarenta y cinco minutos? -repitió-. ¿Cuentas también los minutos?

Cooper miró el reloj.

– Y cincuenta segundos.

Angel arqueó una ceja.

– Me estás tomando el pelo.

– Te estoy tomando el pelo -admitió.

– ¿Por qué?

– Para que te calles.

En otras circunstancias, el resoplido de indignación que soltó la mujer le habría hecho gracia, pero todo aquello resultaba un tanto humillante. Lo único que quería era sentarse y descansar.

– Así que, veamos… -comenzó tras dos segundos de silencio-. ¿Cuánto hace que te operaron?

– Doce meses, casi trece.

Angel guardó un breve silencio.

– Pero has dicho veinte…

– Maldita sea, Angel, ¿es que tienes que darle tantas vueltas a todo? -gruñó-. Tuve un caso muy importante antes de eso y no me quedaba tiempo para salir de copas. -Ni para encuentros sexuales. En esa época, la sequía momentánea no le preocupaba demasiado. Cuando se acostaba, si es que lo hacía, se quedaba dormido de inmediato.