Entonces la besó, solícito, persuasivo, inclemente, y Angel se subyugó a su tacto, a él, al tiempo que sentía sus manos acariciándole la línea vertical de la espalda y desgarrándole poco a poco el agarrotamiento que se había impuesto en su propio cuerpo.
Él comenzó a contonearse y ella pudo sentir, sin poder evitar una sonrisa satisfecha, su miembro erecto entre los muslos, separado de ella tan solo por una delgada tira de tul.
– Yérguete -le susurró él casi en la boca-, levántate para que te acaricie esos hermosos pechos.
Para Angel era como si estuviera de nuevo en la piscina caliente, con el cuerpo entumecido por el calor del agua, aunque logró no perder el dominio de sí misma. Le sonrió y le pasó un dedo por el labio.
– Eres muy guapo. Una vez, hace tiempo, me quedé prendada de ti.
– ¿Sí? -masculló él, y tras morderle la yema del dedo continuó-: Ahora el prendado soy yo.
Aunque lo sentía punzante y fogoso entre las piernas, aquel hombre era dulce, muy dulce, y la instaba con sus caricias a abandonarse a una calidez amodorrada y perezosa.
Cooper deslizó las manos entre el tul y la piel de los pechos de Angel, le tomó los pezones entre las yemas de los dedos que, acto seguido, la pellizcaron.
Ella tembló de repente, atravesada por una ola de calor.
Los dedos volvieron a cerrarse y las caderas de ella respondieron.
Otro pellizco, esta vez más fuerte. El magma la consumía, la obligaba a revolverse.
Ambos, a aquellas alturas, estaban gimiendo, pero la voz de Cooper se alzó sobre la de ella.
– Déjame entrar. -Ella quiso impedírselo, pero el hombre la retuvo por las caderas-. Así -indicó-, así es.
Entonces, la fina tela que los había separado se abrió y Angel sintió cómo se adentraba en su cuerpo, suavemente.
Él gritó. Ella gimió. El calor, la presión, cambió con rapidez, viciosamente, envolviéndolos de placer.
Las manos de él estaban aferradas a sus caderas.
– Vamos, cabálgame -le ordenó, enloquecido-, cabálgame.
Y ella no pudo negarse, tenía que moverse, sumarse al ritmo.
Era inevitable. Cada vez que entraba en ella su empuje era mayor y más contundente, y cuando ella se apartaba de él y tiraba hacia arriba, él volvía a atraerla reforzándole la tenaza en las caderas. La arrastraba hacia él, una y otra vez, y la enfrentaba al placer de cada embestida.
Angel sintió que la tensión de su cuerpo se iba tornando insostenible, asfixiante, cercada por los resoplidos de ambos quejándose al compás, por los empellones inclementes, por la fuerza con que él la sujetaba, la retenía, le hacía recibir sus acometidas, incesantes y sucesivas.
Soliviantada, Angel echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, mientras Cooper la atacaba con una decisión cada vez mayor en una carrera que iba superando todas las metas; ella lo sabía y necesitaba pararla, prohibirse el deseo. Intentó recuperar la sobriedad de sus impulsos, volverse insensible, indiferente a lo que le estaba ocurriendo, acabar con aquella enajenación.
– ¡No! -Cooper la agarró del pelo con la pretensión de recuperarla-. No te marches ahora, maldita sea. Quédate, quédate aquí.
No podía ser, ella no podía, no debía.
Pero entonces notó que la manó de Cooper se le adentraba entre los muslos, allí donde se desarrollaba la pugna entre los cuerpos de ambos, que la tocaba a través de la tela y fue demasiado; intentó zafarse, huir, pero la otra mano de él seguía bien afianzada y no se lo permitió.
– Déjame, Angel. Deja que pase lo que tiene que pasar.
¿Dejarle? ¡No! Si lo hacía se perdería, cedería a…
Y al mismo tiempo sentía la dureza del hombre en su interior, su tamaño sobredimensionado, colmándola sin remedio, y no podía evadirse a la insistencia de sus caricias, a la persistencia de sus manos que la tocaban y la descubrían, que no la dejaban parar, bajarse, escapar.
– Déjame -solicitó él con suma ternura mientras con los dedos le conquistaba el monte de Venus, lo circunvalaba, lo acariciaba.
Y cuando ella se rindió a la evidencia de la inmediata llegada del clímax, él redobló su empuje y lo llevó a su máximo…
Por primera vez en su vida, Angel sintió las oleadas cumbre del placer haciéndose dueñas de su cuerpo y también del de un hombre; del de Cooper, que no vivía algo parecido desde que los médicos le devolvieran la vida.
Ambos gritaron al unísono.
13
– Cooper me pidió prestada una copa de vino ayer por la noche.
Sentada frente a Judd, los bonitos ojos marrones de Beth brillaban de curiosidad.
– ¿Qué crees que está ocurriendo? -le preguntó.
Judd se encogió de hombros y sonrió.
– Venga ya. Lo sabes de sobra, pero no me lo quieres decir.
El hombre soltó una carcajada. Tenía gracia que una mujer que tenía el corazón roto se preocupara del estado en el que se encontraba el corazón de los demás. Y a él le encantaba ver aquel brillo en sus ojos y el color de nuevo en sus mejillas. Con gesto ausente, Beth se quedó pensando mientras acariciaba al gato, y eso hizo que Judd se sintiera aún mejor.
Beth obtenía placer en algo que él le había regalado. Obtenía placer con él.
Cuando, unos días antes, Judd se vio obligado a admitir que llevaba años evitando enfrentarse a dos verdades importantes, tocó fondo. Una: que estaba enamorado de una mujer con la que había fingido querer solo una amistad. Y dos: la mujer a la que amaba había estado fingiendo no estar enamorada del marido de su hermana. En ese momento creyó que su relación con Beth sería imposible.
Sin embargo, debería haberse dado cuenta de que estaba equivocado. En el Tao-te Ching, libro fundamental del taoísmo, Lao-Tzu escribió:
«Lo que está bien establecido, no se arranca.
»Lo que está bien sujeto, no se escapa».
Tras recordar estas palabras, Judd se dio cuenta de que Beth y él habían construido una amistad sobre cimientos fuertes, y que aún podía llegar a más. Buda había dicho que todo tenía su momento, así que mientras esperaba a que llegara el suyo con Beth, Judd avanzaba por el Camino Medio, viviendo en armonía como dictaba la Cuarta Noble Verdad del budismo. Gracias a la meditación y al tai-chi que practicaba a diario, había conseguido recuperar el equilibrio de sus emociones.
Sonó el teléfono y Judd observó a Beth mientras esta dejaba al gato en el suelo y se levantaba para responder. Era tan elegante, pensó. Tan refinada. Llevaba unos pantalones naranja de cintura baja y una camiseta blanca de tirantes, uno de los cuales no se mantenía en su sitio y dejaba al descubierto la piel tostada de su hombro.
¿Qué pensaría Beth si hundiera en él sus labios?
¿Qué pensaría si le quitara la camiseta?
Después le desabrocharía las sandalias que cubrían sus estrechos y delicados pies, y cuando estuviera desnuda le arrancaría la pulsera tobillera que le había regalado Stephen. Y así, Beth sería suya.
Solo suya.
Toda suya.
– ¿Judd?
El hombre abandonó la ensoñación para mirarla. Ya había colgado el auricular y lo observaba con expresión de extrañeza.
– Me estás mirando las sandalias. Son un poco llamativas, ya lo sé, pero hoy me apetecía llamar la atención.
Judd inspiró profundamente en un intento de controlar la ira hacia Stephen y el arrebato de pasión que sentía por Beth.
Pero entonces la mujer le sonrió y, tras un suspiro, Judd relajó la tensión que se le empezaba a acumular en el vientre. Era en ese punto, en el tan tien, donde se concentraba su chi o energía vital. Volvió a sentir la presión y se le escapó el chi, recorriéndole todo el cuerpo en una oleada de calor.