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Judd apretó los dientes e intentó disimular la reacción señalando al teléfono y haciendo un gesto con la cabeza para preguntar quién había llamado.

– Era Lainey -respondió Beth-. Quiere que vayamos a la torre. Dice que se trata de una sorpresa. Parecía muy contenta.

Judd arqueó una ceja.

– Yo también siento curiosidad. ¿Nos vamos?

El hombre se levantó de inmediato con la esperanza de que el aire fresco contribuyera a mejorar su humor. Paseando uno junto al otro, Judd y Beth tomaron el atajo que llevaba a la torre que Stephen utilizaba como estudio. Cuando se encontraron debajo de la alargada sombra del edificio, ambos se detuvieron. Aquella mañana era tan calurosa como las anteriores, sin embargo, Beth sintió un escalofrío.

Sin pensárselo dos veces, Judd se acercó a ella y le frotó un brazo para que entrara en calor. La mujer lo miró, bajó la vista hasta su brazo y volvió a dirigirla a sus ojos.

– Judd…

Al hombre le pareció que aquel susurro llevaba implícitas un montón de cosas.

Quizá porque sus caricias eran ahora distintas. Estaba consiguiendo comunicarse con ella, llamar su atención, que se diera cuenta de lo que sentía. Judd decidió que Beth se había sorprendido por su acercamiento, pero que no le había molestado. Entonces observó que la mujer tenía aún la piel de gallina y la miró a los ojos. Contención. Sentía que su chi fluía por todo su cuerpo y volvió a frotarle el brazo con la mano, despacio, con afecto.

Beth le dedicó una mirada inquisitiva.

Judd asintió y bajó la vista hasta sus labios. ¿Era posible que todo fuera tan sencillo? ¿Podía ser que la muerte de Stephen hubiera traído algo bueno, al fin y al cabo?

– Daos prisa, chicos. Venid a ver esto. -Lainey los esperaba en la entrada de la torre con el rostro casi tan encendido como el de su hermana.

Sintiéndose algo culpable, Beth avanzó.

Judd se resistió a poner fin al momento y la agarró por la muñeca. Ella intentó zafarse, pero el hombre la asió con fuerza y entraron juntos en la torre.

«Lo que está bien sujeto, no se escapa.»

Lainey estaba en el centro de la única habitación del piso inferior, rodeada de lienzos. Beth se detuvo de manera tan brusca que el impulso de Judd estuvo a punto de hacerla caer.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó sorprendida mientras parpadeaba con rapidez, como si intentara ajustar su visión a la tenue luz.

Judd veía a la perfección. Allí había unos veinticinco cuadros, todos de Whitney. Aparte de las hadas y duendes que pintaba de vez en cuando, nunca se dedicaba a las figuras, pero aquellos dibujos esbozaban recién nacidos y niños pequeños. Quizá sean la misma criatura, pensó Judd.

– Los he encontrado en el cuarto donde Stephen guardaba sus materiales. -Lainey reflejaba una luz, una energía tal que hacía que a su lado Beth apareciera pálida y vacía.

Judd le apretó los dedos y Beth se miró la mano, como si hubiera olvidado que todavía la tenía enlazada a la de él.

– ¿Qué te parece? -Lainey se paseaba por la habitación a la vez que cogía los cuadros y los ponía de pie contra la pared y los muebles-. Fíjate en este -dijo, enseñándoles uno de ellos-. ¡Mira qué bebé más hermoso!

Se trataba de una niña de mejillas sonrosadas y pelo rubio pintada en los tonos pastel que caracterizaban la obra del artista. La pequeña tenía los dedos regordetes extendidos hacia el espectador, como si intentara alcanzar algo que se encontraba fuera del cuadro.

– ¿No te dan ganas de tocarla? -preguntó Lainey.

– Pues no -respondió Beth, meneando la cabeza-. Puede que… que no sean de Stephen -añadió.

Lainey dejó el cuadro en el suelo y se volvió para levantar otro.

– Por supuesto que son de Stephen -dijo entre risas-. Es evidente, y además, están firmados.

La mujer estaba radiante.

– Creo que el hecho de haberlos encontrado es una señal. Es como si Stephen me estuviera diciendo que deberíamos organizar la exposición de septiembre.

– ¿Cómo? -En aquella ocasión fue Beth la que apretó los dedos de Judd-. No podemos, ya la hemos cancelado. Además, quemamos los cuadros.

– Podemos volver a programarla y mostrar todos estos. Voy a buscar a Cooper, tiene que verlo -añadió, dirigiéndose hacia la puerta.

Lainey desapareció y dejó a Judd y a Beth a solas.

Tras unos instantes la mujer se acercó a uno de los cuadros. Aún iban cogidos de la mano, así que Judd la siguió, aunque Beth, con la mirada fija en el lienzo, pareció no darse cuenta.

– Me dijo que los había destruido -susurró-. Yo le rogué que lo hiciera porque temía que alguien los encontrara algún día y se descubriera la verdad.

Entonces miró a Judd con los ojos muy abiertos. Estaba pálida.

– Stephen me decía que los pintaba para consolarse. Aunque me juró que no era así, yo siempre creí que se trataba de la criatura que perdí. De nuestra hija. Mía y de Stephen.

Aturdido, Judd apartó la vista. Una violenta ola de celos se apoderó de él, lo invadió, barrió su chi y cualquier otro pensamiento. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Beth embarazada. Embarazada de Stephen.

Stephen. Maldita sea. Siempre Stephen. Judd apretó los puños.

No, no, cálmate, se dijo en un intento de controlarse. El taoísmo le había enseñado a desdeñar la violencia y los celos. Al igual que la mayoría de religiones -y él había estudiado los principios de un montón de ellas-, el taoísmo rechazaba el odio. Pero el sentimiento en aquel momento era nuevo para él.

Hacía cinco años que había decidido abandonar su pequeña existencia como corredor de bolsa para mudarse a Big Sur en busca de una vida auténtica, de armonía, paz y equilibrio.

Pero no aquella… aquella confusión de emociones, pensó, y soltó la mano de Beth. No era aquello lo que quería.

– Salgo dentro de unos minutos. -De espaldas a la puerta, Angel se acercó el auricular todavía más y bajó el tono de voz-. Dile a Jane que estaré en la oficina esta tarde. No he podido hablar con la hermana de la viuda, pero sí con todos los demás.

Ya había colocado las bolsas en el coche. Había comprobado los cajones de su cabaña, recogido el champú del baño, incluso mirado debajo de la cama. No se dejaba nada.

Al otro lado de la línea, su ayudante le dijo algo que le molestó.

– Si hace días que no llamo es porque he estado ocupada, Cara, ocupada con mi trabajo.

La respuesta de Cara hizo que Angel frunciera el entrecejo.

– ¿De dónde sacas esas ideas? No, no he encontrado a ningún montañés del que me haya enamorado perdidamente. -Soltó un bufido-. ¿Para eso me llamas?

El chirrido de la puerta de la enfermería hizo que Angel se diera la vuelta.

– Está bien, te he llamado yo. Tengo que dejarte.

Ahí estaba Cooper, mirándola fijamente. Angel dio un respingo y sintió cómo la invadía una oleada de calor. El hombre parecía enfadado, pero Angel no fue capaz de discernir si se debía a que se había marchado de su cama al amanecer, mientras él dormía, o a que la había sorprendido utilizando el teléfono.

Decidió no averiguarlo. Se acercó a él apresuradamente, en dirección a la puerta.

El suelo estaba encerado y las zapatillas de Angel estuvieron a punto de jugarle una mala pasada. Resbaló.

Cooper alargó un brazo para sujetarla pero ella se echó hacia atrás para evitarlo. Dio con la cadera contra una mesa pero, a pesar del dolor, consiguió mantener el equilibrio. Menos mal que no había tenido que agarrarse a él. Calma.

Inspiró profundamente y volvió a intentarlo. Con el corazón desbocado, pasó junto a él y percibió el olor a jabón y piel mojada. Ya estaba en la puerta. Cruzó el umbral.

La había dejado pasar.

Cómo no. Nunca había parecido demasiado interesado en retenerla.

Un par de minutos más tarde, Angel se encontraba bajando la pendiente que separaba las cabañas de la zona de aparcamiento mientras inspiraba el aroma salado del océano y la fragancia de los árboles.