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Cooper se acercó despacio.

– Estoy seguro de que no puedes ausentarte de tu trabajo durante más tiempo.

– Mi trabajo está aquí -le aclaró, y volvió a mirar por la ventana-. Por cierto, tu hermana parecía un poco… disgustada.

Angel llevaba aquel sofisticado perfume suyo. Lo había olido al despertarse por la mañana. En las sábanas, en las manos. ¡Era necesario que se largara de Tranquility House si quería tener opción a un poco de tranquilidad para sí mismo!

– Lainey no estaba disgustada, sino más bien alborotada -respondió, acercándose a ella un poco más y deleitándose en su aroma. No podía resistirse.

Angel lo observó durante un instante y volvió a apartar la mirada mientras retrocedía para alejarse de su lado.

– No me refería a Lainey. Hablaba de Beth. ¿Le ocurre algo?

Cooper se encogió de hombros y siguió a Angel mientras esta paseaba por el centro de la habitación.

– Canceló la exposición y ahora tiene que volver a organizarla.

– ¿Y tú crees que es mala idea? -preguntó, mirándolo de reojo.

Cooper le recorrió la espalda con la vista. Angel llevaba una camiseta ceñida y vaqueros ajustados arremangados en los tobillos. Les faltaba un bolsillo trasero y Cooper no pudo apartar los ojos. Quería meterle las manos debajo del pantalón, de las bragas, volver a apretar la suave piel que había acariciado la noche anterior.

Ella se había estremecido cuando la tocó allí, cuando la acercó a su cuerpo.

Estaba muy cerca, tanto que seguro que ella notaba su aliento en la nuca. Se inclinó hacia delante y le acercó los labios a la oreja.

– ¿Por qué diablos has huido de mí esta mañana?

Angel se quedó inmóvil durante un instante, el tiempo suficiente para que Cooper se diera cuenta de que tenía la piel del cuello erizada, y después se apartó precipitadamente.

Genial, pensó Cooper, algo más aliviado. La reacción de la mujer a su pregunta demostraba que él tenía la sartén por el mango. Se libraría de ella, podía hacerlo. Si la acosaba sexualmente, aunque solo fuera con la voz, ella volvería de inmediato a San Francisco.

Ahora tenía claro que ella no permitiría volver a sentirse vulnerable entre sus brazos.

«Déjame», le había dicho, y aquella palabra, incluso cuando estaba dentro de ella, llevándola hasta el orgasmo, la había aterrorizado.

Angel se acercó a otra de las ventanas de la torre.

– No me has respondido. ¿Crees que la exposición es una mala idea?

– No. -Avanzó hasta ella-. Por lo que sé de la popularidad de Stephen, al público le van a encantar estos nuevos cuadros. Y por motivos económicos, conviene que la familia aproveche la oportunidad.

– Mi artículo contribuiría a despertar el interés, sobre todo si me quedo y escribo sobre la exposición.

¡No!, Cooper pensó con rapidez y apoyó los brazos sobre el marco de la ventana para encerrarla en su interior.

– ¿Estás segura de que eso es lo que quieres? -le susurró al oído.

Angel no respondió y Cooper intentó descifrar la expresión de su rostro a contraluz. Sus facciones, puras y delicadas, lograron cautivarlo durante unos instantes. Cooper respiraba agitadamente y sentía cómo ella vibraba junto a él.

Es tan frágil, pensó.

Otra razón para seguir presionándola. Que regresara cuanto antes a San Francisco sería lo mejor para ambos. Se acercó más y se apoyó contra su cuerpo.

– Estás temblando, cariño. ¿Es que me tienes miedo?

Angel le empujó el pecho con las manos para poner distancia entre ellos.

– ¿Miedo? ¿De ti?

– Sí, miedo de mí. -Cooper se esperaba su reacción. Levantó una mano y le acarició los rizos-. De la intimidad a la que llegamos anoche.

Angel sacudió la cabeza intentando librarse de su contacto.

– No tengo ni idea de qué me estás hablando.

A Cooper no le gustaba acosar a las mujeres. Y no lo hacía. Pero en aquel momento era necesario. Su sonrisa era dulce y estaba llena de promesas. Y de amenazas.

– Tienes que abrirte a los hombres, Angel. Y ser honesta, si quieres conseguir intimidad. Una intimidad placentera.

– Nuestra noche se acabó. Ese era el trato -espetó, con los ojos muy abiertos y mirada nerviosa.

La expresión de Angel le hizo sentir culpable, pero al fin y al cabo aquello era lo que él pretendía, ¿no?

Sí, justo aquello. Sentirse como una bestia sádica. Una bestia que iba por el mundo aterrorizando a preciosas jovencitas con las que había echado los mejores polvos de su vida.

¿En qué diablos estaba pensando? No le hacía falta llegar a aquellos extremos. Ella era muy consciente de que había llegado el momento de separarse. Cooper levantó las manos y retrocedió unos pasos.

– Tienes razón. Ese era el trato. No te volveré a tocar.

El alivio de Angel fue tan evidente que Cooper sintió vergüenza de sí mismo y la abrazó en señal de despedida.

Sin embargo, lejos de decirle adiós, la mujer le respondió con una sonrisa descarada y pícara.

– Perfecto -soltó-. Ahora que hemos solucionado ese problemilla, creo que me voy a quedar algunos días más.

Dicho lo cual, se sacudió la melena y, contoneando las caderas, se dirigió hacia la puerta. Cuando llegó al umbral se detuvo y se volvió para dedicarle una mirada picante.

– ¿Qué pasa, Cooper? ¿Es que me tienes miedo?

Pues sí, Sherlock. Estaba acojonado. Porque por muy listo que él fuera y por mucha experiencia que tuviera con delincuentes y asuntos legales, se le olvidaba con frecuencia que bajo aquel envoltorio dulce y en apariencia vulnerable se escondía una mujer fascinante y absolutamente letal.

14

Dos días más tarde, Angel estaba tumbada a la sombra sobre una manta en el claro de hierba que rodeaba el edificio común de Tranquility House. A través de las pestañas, entrecerradas, distinguió a un grupo de huéspedes que, liderados por Judd, estaban enfrascados en una serie de movimientos de tai-chi. Le faltaba una pizca más de aburrimiento para levantarse y unirse a ellos.

Debería haberse marchado a San Francisco cuando tuvo la oportunidad. En lugar de ello, se había dejado convencer por Cooper para quedarse.

Pero no, no. Aquello no era cierto. Él no había querido convencerla, concluyó mientras observaba cómo unas treinta mujeres adoptaban una postura que se le antojó no solo incómoda sino, sobre todo, peligrosa. Cooper no había querido que se quedase, había intentado ahuyentarla hablándole de sexo.

Eso había sido lo que la había convencido para quedarse, es decir, el hecho de que él tratara de amedrentarla para que abandonara el lugar.

Ella no le tenía miedo a nada y ya iba siendo hora de que él se diera por enterado. El hombre del saco había salido de sus sueños y había pasado a formar parte de su mundo, de su realidad, hacía veinte años. Había podido con eso entonces y seguía pudiendo ahora.

En aquel momento, como si se tratara de un espíritu convocado por sus pensamientos, una presencia ensombreció el lugar en el que Angel se encontraba. Reconocer las largas piernas musculosas de Cooper le llevó un instante, al final del cual cerró los ojos y fingió estar dormida.

Cuando él le sacudió un hombro, Angel abrió los párpados, pero los cerró al observar que el recién llegado empezaba a hablar. Desde luego, se trataba de una táctica evasiva, tal vez incluso infantil, cuya única explicación estribaba en que Angel se encontraba en una situación insufrible, como reportera y como mujer, de no saber qué decir.

Ninguno de la infinidad de artículos que había leído a lo largo de los años le había dado una razón plausible que explicara por qué un acto sexual tan gratificante y satisfactorio podía dejar a una mujer presa de una debilidad tan acusada. Como una florecilla de invernadero. Ni uno solo de aquellos artículos le había dado alguna pista sobre qué hacer en aquellas circunstancias.