El mismo estado de ánimo se prolongó durante la cena, de la que todos dieron cuenta sentados a una mesa de cristal situada bajo una sombrilla. Lainey y Beth relataron diversos experimentos fallidos de espejo, peine y tijeras, y se metieron con Cooper por el parecido que había querido adoptar con George Michael durante cierta época.
Angel, horrorizada, se quedó mirando al hombre que estaba sentado a su lado.
– Cómo que George Michael. ¿George Michael, el del pelo rubio oxigenado y las gafas de sol?
– Tal vez estés en disposición de aceptar que no te avergüenzas de tu «época Madonna» -terció Cooper, de brazos cruzados y con una ceja enarcada.
– ¿Cómo te atreves a…? -Se había delatado a sí misma, así que se detuvo y optó por mentir-. Yo nunca quise parecerme a Madonna, ni mucho menos.
– Mentirosa -la acusó Cooper y luego, bajando la voz para que solo ella lo oyera, agregó-: ¿Cuál de sus pintas te iba más? ¿La de macarrilla callejera? ¿La de rubia explosiva?
Tras sentir que un escalofrío le recorría la espalda, Angel se acordó de pronto del malentendido en el que había caído Lainey. También se había olvidado de lo oscuros que se volvían los ojos de Cooper cuando hablaba para seducir, de sus pobladas pestañas que los volvían casi como una profunda y calurosa noche en Big Sur…
Se obligó a prestar atención a lo que estaba sucediendo a su alrededor y, para meterse en cintura, carraspeó.
– Ya te lo he dicho: nunca me he vestido como Madonna.
– Pero se vistió de niño -intervino Katie-. Cuando estaba en el colegio fingió ser un niño.
El comentario cayó como una lluvia fría entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron hacia Angel. Todas las miradas.
El ambiente amistoso de la velada se disolvió y Angel se volvió a sentir como una extraña, como la invitada que no pertenecía a la familia.
– Puede que a Angel no le apetezca hablar de eso, Katie -advirtió Cooper con delicadeza.
– Vaya, yo… -Katie se avergonzó y guardó silencio.
Entonces fue el turno de Angel, de meter baza y remediar la vergüenza que estaba pasando la muchacha.
– No, no pasa nada. De hecho, puedo contaros la divertidísima historia de mi primera noche en vela como niño.
Hizo una breve explicación, dirigida a Lainey, Beth y Judd, de las razones que la habían llevado a aparentar ser un niño y, llegados a ese punto, se lanzó a describir la noche que había pasado junto a otros tres niños y que había acabado por convertirse en un concurso de meadas.
Un concurso de meadas de verdad, tal y como se lo estaba contando.
Beth se quedó con la boca abierta.
– ¿Y qué hiciste? -preguntó.
Aunque en aquel entonces lo hubiera pasado mal, a Angel le hacía gracia recordarlo.
– Les dije que se dieran la vuelta y entonces me hice con una lata de refresco casi llena, y la fui vaciando poco a poco, para imitar el chorrito -explicó Angel mientras gesticulaba para ilustrar sus palabras-. Sabía que no iba a obtener el récord de distancia, pero gané en las categorías de caudal y control del chorro sin manos.
En lugar de reírse, o siquiera sonreír, todos se quedaron callados durante un rato. Luego, Lainey se levantó e instó a Katie a que recogiera la mesa, tarea a la que ayudaron Beth y Judd. Angel también quiso echar una mano, pero Cooper se lo impidió reteniéndola por la muñeca.
Mientras los demás iban con las bandejas a la cocina, Angel le hizo una mueca a Cooper e, irritada, se levantó.
– Supongo que no debería haber cambiado mi trabajo de hoy por la ración de monólogo humorístico que acabo de representar.
Él también se levantó y, en lugar de responder, la estrechó entre los brazos.
– Vas a matarme, criatura -masculló-. Vas a conseguirlo.
– Y eso no está bien -le contestó ella, pegada a su camiseta. Como Katie, Cooper despedía un leve olor a cloro y Angel imaginó sus manos, fuertes y decididas, chapoteando en el agua, las mismas manos que la estaban sosteniendo, con la misma fuerza y decisión. Lo miró a los ojos e hizo un esfuerzo por no pasarle los brazos alrededor del cuello-. Y esto me parece que tampoco.
Con el rabillo del ojo distinguió que algo se movía; era Lainey, que se dirigía hacia ellos. Sobresaltada y pensando en la equivocada actitud de casamentera que al parecer animaba a la viuda, retrocedió trastabillando hasta el borde de las piscina.
– Cuidado -le avisó Cooper.
Angel recuperó el equilibrio y se afianzó sobre las losetas del borde.
– No pasa nada.
Lainey continuaba acercándose y observando la escena.
– Necesito hablar contigo -le dijo a Cooper en voz baja, una vez que llegó junto a él-, sin que se entere Katie.
Al oírlo, Angel quiso alejarse de inmediato.
– Bueno, tal vez yo deba…
Cooper la detuvo con la mirada.
– Tú no te vas a ninguna parte.
– Pero…
– No te preocupes, Angel -intervino Lainey-. Confío en ti.
Estamos listos, pensó Angel, que empezaba a olerse algo no demasiado bueno. Pese a ello, se quedó donde estaba.
– Es sobre… Stephen -explicó la viuda, en tono de confidencia-. Estuve revisando sus papeles y, esta mañana, ha aparecido algo. No estoy segura, pero me parece que… él debió de tener otra familia.
– ¿Otra qué? -preguntó Cooper, incrédulo.
Angel quería desaparecer, que se la tragase la tierra y la devolviera a las antípodas. O regresar al día en que había decidido investigar sobre Stephen Whitney y dejar las cosas como estaban -muertas, pensó histéricamente-, sin remover nada.
Lainey se frotaba los brazos con las manos, como si tuviera frío.
– No sé. Lo mejor sería que vosotros vieseis lo que he encontrado. Estaba en un archivador repleto de viejos papeles. Es la mitad de un folio, dividida por el medio. En un lado escribió «irme» y en el otro «quedarme». Stephen solía tomar sus decisiones de ese modo, ya os imagináis, razones para hacer algo y razones para no hacerlo.
– ¿Y? -murmuró Cooper.
– En el lado del «irme» estaba escrito «arte» y «libertad». En el lado del «quedarme»; «Michelle» y… -titubeó.
– ¿Qué? -la instó Cooper.
Angel contuvo la respiración.
Lainey tomó aire y volvió a dudar.
– «Nuestra hija» -dijo al fin.
Cuando aquellas dos palabras le alcanzaron el corazón, Angel intentó apartarse, librarse de ellas, y aun así seguían allí, aguijoneándola. Cuando quiso darse cuenta, no tenía nada bajo los pies. Y luego agua, agua cubriéndola por todas partes.
Instintivamente se puso a bracear. Aún quedaba luz en el cielo y pugnó por salir a él, a pesar de que la falda, retorcida, se le había enrollado en las piernas como una soga. Consiguió llegar a la superficie, sacó la nariz y después la boca, para escupir agua y tomar aire.
Luego, deseando por enésima vez haber tenido un padre que le hubiese enseñado a nadar, volvió a hundirse.
15
Con un humor de perros, Cooper tiraba de Angel por el camino que llevaba de la casa de los Whitney hasta Tranquility House. Ella intentaba soltarse, pero Cooper la asía con fuerza.
Angel se aclaró la garganta.
El hombre no le hacía ningún caso, estaba demasiado ocupado en intentar controlar su reacción a lo que había estado a punto de suceder.
– No he llegado a decirle a Lainey que no tiene de qué preocuparse -dijo Angel.
Cooper se dio cuenta de que resollaba y le costaba seguirlo, pero no aminoró la marcha y tampoco le respondió.
– Y en cuanto a lo de… lo de la otra esposa -prosiguió entre jadeos- si ese fuera el caso, la prensa lo habría averiguado hace años.
En aquel momento a Cooper le importaba más bien poco si su difunto cuñado había tenido más esposas que el rey de Siam.
– Pero lo podría investigar, si ella quiere.