– No te molestes -gruñó-. Le pediré a alguien de mi bufete que lo haga.
Angel se detuvo.
Cooper le tiró del brazo, pero antes de que ella tuviera tiempo de retomar la marcha, el hombre se volvió para mirarla.
– Todos nos reíamos, maldita sea -soltó, sin poder contenerse-. Nos reíamos a la espera de que sacaras la cabeza.
– Es que…
– Y no lo hiciste, seguías hundida. Yo estaba seguro de que ibas a nadar hasta la escalerilla, pero no, tú… te estabas ahogando.
Estaba ya anocheciendo, pero Cooper pudo observar el gesto de preocupación en el rostro de Angel.
– Hombre, ya sé que no habrá sido muy divertido, pero…
– ¡Divertido! Joder, Angel, ¡se me paró el corazón!
– Oye, lo siento -se quejó.
Intentando relajarse, Cooper dirigió la vista al cielo y se quedó mirando las oscuras sombras de los árboles y las estrellas que comenzaban a hacer su aparición entre las ramas. Respiraba con dificultad, aunque no por el esfuerzo ni porque se encontrara mal. Era miedo.
Miedo.
Mierda.
Le soltó la muñeca y la agarró por los hombros para darle una suave sacudida.
– La vida es demasiado preciosa como para ir haciendo numeritos de este estilo. ¿Lo entiendes? -dijo en tono severo.
– No era ningún numerito -respondió con calma-. Ya te lo he dicho cuando me has sacado del agua. No sé nadar.
Cuando la sacó del agua. Cooper cerró los ojos y revivió toda la escena. De pie en el borde de la piscina, riéndose con Lainey, observando cómo Angel subía, trataba de tomar aire y volvía a hundirse.
Al principio no se había preocupado, aunque Angel no avanzara hacia el borde ni saliera a la superficie. Pasaron unos instantes y entonces se dio cuenta de lo que sucedía. Sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y el miedo estuvo a punto de paralizarlo. Se estaba ahogando.
Antes de darse cuenta ya se había tirado a la piscina. A partir de aquel punto el recuerdo aparecía fragmentado. Su mano agarrada a la trenza de ella, la palidez de su rostro al salir a la superficie, el grito ahogado en busca de aire, el agua que chorreaba de su falda cuando la subía por la escalerilla.
Lainey se había acercado a ellos con toallas y él las había utilizado todas para abrigarla. Entonces la había sentado sobre sus piernas y esperado a que recuperara el aliento y respirara con normalidad.
A los cinco minutos, había emprendido la rápida marcha hacia Tranquility House.
– ¡Dios! -Volvió a zarandearla por los hombros, enfadado con ella y consigo mismo, furioso como no lo había estado en mucho tiempo. Entonces le acarició las mejillas y la miró a los ojos-. ¿Por qué no me habías dicho que no sabías nadar?
– No salió el tema.
La respuesta era razonable.
No, joder, no lo era. En un mundo ideal, se suponía que él tendría que saber esas cosas sobre ella. Era inexplicable, no tenía ningún sentido, pero él sabía que debía haber supuesto que Angel no sabía nadar. Era a él a quien tendría que contarle aquellas cosas, sus miedos, debilidades, cicatrices -desde arañazos en las rodillas hasta sentimientos heridos- y solo él debía escucharla y darle consuelo.
Entonces la soltó y se dio la vuelta.
– La otra noche te metiste en los baños termales. Es peligroso que estés allí sola.
– Pero no estaba sola. Tú también estabas.
Angel intentaba, una vez más, ser razonable, pero la razón no tenía cabida en aquel momento. En lugar de discutir la agarró por la muñeca con delicadeza, con mucha delicadeza, y caminó con ella a través del bosque hasta su cabaña.
Cuando llegaron a la puerta, Cooper se detuvo. Le acarició el pelo, todavía húmedo. La noche era tan cálida que Angel había optado por no cambiarse y volver con la misma falda. Todavía mojada en la parte más gruesa, la tenía pegada a las caderas y algo más suelta por debajo, donde la tela ya se había secado. Cooper pensó que parecía una sirena.
La idea casi le hizo reír. Una sirena. Un ángel.
Dependiendo del momento, Angel podía ser una sirena que atraía a los hombres hacia su destrucción o una de las que atraían y consolaban una vez que la destrucción ya había tenido lugar.
Con un suspiro, intentó librarse del enfado que lo había invadido desde que, aquella mañana, se había despertado y ella ya no estaba junto a él.
– No puedo dejar que te vayas. -La cara de sorpresa de Angel le provocó una sonrisa-. No esta noche. Te das cuenta, ¿verdad?
Ya había oscurecido, pero la luz de su cabaña era suficiente para adivinar la expresión de su rostro. Todavía estaba pálida, y la tenue luz difuminaba el brillo de sus ojos.
– No creo que sea…
– Por el amor de Dios, Angel, nunca ha sido una buena idea. -Pero tenía que tocarla, abrazarla, asegurarse de que su piel se mantendría caliente toda la noche-. Creo que los dos lo sabemos.
Angel cerró los ojos y asintió. Sus largas pestañas parecían un borrón oscuro sobre la palidez de sus mejillas y Cooper sintió el deseo de acariciárselas con la lengua. El hombre tuvo la sensación de que ella se había inclinado hacia él, o eso quiso creer que había hecho. Dejándose llevar por un impulso, la tomó en brazos como cuando la había sacado de la piscina y entró con ella en la cabaña.
Angel recostó la cabeza sobre su hombro, parecía una niña cansada, y Cooper recordó el mismo gesto en Katie. Sintió el deseo de protegerla, de mimarla. Aquella era la misma niña que se había hecho pasar por niño para enfrentarse a los demás chicos de su clase. La misma mujer que había resistido la austeridad de la cabaña y tres comidas de tofu al día solo para poder escribir un reportaje. La misma atractiva joven que le había hecho recuperar las ganas de vivir.
Una vez dentro, Cooper la dejó sobre la cama y se sentó junto a ella. Llevó una mano a la trenza, le quitó la goma y se la deshizo. Le peinó la melena todavía húmeda con los dedos, esparciéndole los rizos por la espalda.
Angel temblaba.
– ¿Tienes frío? -susurró.
– No, estoy preocupada -respondió con la vista en la mesita de noche-. ¿Por qué no apagas la luz?
Cooper se inclinó para obedecerla y, a oscuras, buscó su rostro con la mano. No quería que se preocupara, solo quería su calor, sentirla cerca. Así que le besó la mejilla, la frente, la cabeza, mientras notaba un dolor en el pecho que no sentía desde que los médicos lo habían partido en dos.
– Es solo sexo -le dijo al oído, con la esperanza de que aquellas palabras la tranquilizaran-. No deberías preocuparte, ambición rubia.
Angel soltó una risotada, y sus músculos se fueron relajando.
– No sé, George. Nunca he tenido muy claro por qué acera ibas…
Entonces Cooper la empujó para tumbarla sobre la cama y él se echó encima de ella. Le separó las piernas y se colocó entre ellas.
– Pues toma nota -dijo, empujando.
– Te lo tienes muy creído, amigo mío.
Cooper sonrió.
– Eso es lo que somos, amigos. -Y la besó, con ternura, suavemente. Cuando levantó la cabeza, Angel soltó un leve gemido.
Quería aprovechar al máximo cada momento que les quedara por pasar juntos.
– Cuéntale tus secretos a tu amigo, Angel.
Bajo su cuerpo, la mujer se puso tensa, pero pronto se relajó.
– No tengo secretos.
Cooper le apartó el pelo de la cara.
– Sí, sí los tienes. Pero no me importa descubrirlos por mí mismo.
Comenzó a recorrerle el cuello con los labios, a lamerle la garganta de abajo arriba. Durante un instante, notó el sabor a cloro y volvió a sentir el miedo, pero pronto apartó el recuerdo de su mente y se entregó de nuevo a su cuello, que sabía a deseo, cálido y creciente.
Ahora estaba allí con él. Segura entre sus brazos.
– Tus secretos, cariño -murmuró-. Última oportunidad.
Atrapada bajo su peso, Angel dibujaba movimientos sinuosos.
– ¿Por qué no te quitas la ropa?