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Siguió bajando hasta el ombligo y no paró hasta sentir el cosquilleo de sus rizos en la barbilla. Entonces le separó las piernas y se acomodó para disfrutar de ella.

– ¡Cooper! -Su voz tenía un matiz de pánico.

Angel se aferró a su pelo para intentar que parara.

Cooper la miró. Estaba tensa y apretaba las rodillas contra sus hombros.

– Quiero hacerlo.

– No -respondió mientras trataba de apartarse-. Esta no es… no es la forma de…

– Es una de las formas, Angel. -La agarró por las caderas y sintió su acelerado pulso en la yema de los dedos-. No tienes miedo, ¿verdad?

Angel dudó un instante.

– Pues sí.

Cooper no esperaba aquella confesión.

– Vamos, esto no puede darte miedo.

Angel abrió los ojos como platos.

– Sí, sí que me da miedo.

Angelito, pensó.

– Entonces, cariño, cierra los ojos y cuenta hasta diez. Si cuando llegues a once quieres que pare, lo haré.

Cuando Cooper bajó la cabeza, el cuerpo de Angel estaba duro como una roca. Empezó a lamerle el cremoso fluido y ella arqueó la espalda, le tiró del pelo. Pero él sabía que aún no había comenzado a contar y que nunca llegaría hasta once, porque mientras la acariciaba, la comía, la disfrutaba, ella se estremecía de placer.

Sus piernas, que hasta entonces habían ejercido presión sobre los hombros de Cooper, se relajaron. Aquel era el momento de separarlas y deleitarse entre ellas. A Cooper le hervía la sangre, su corazón latía al ritmo de sus gemidos y notaba una sensación indescriptible mientras su boca se llenaba con la dulce excitación de la mujer.

Dulce, porque habían llegado al grado de intimidad que él deseaba y porque había conseguido que ella se entregara a él.

Sintió que la tensión del orgasmo se acumulaba en el cuerpo de Angel y comenzó a lamer la parte más sensible de su cuerpo, a extraer de ella todo el placer, por y para ella, mientras controlaba cada una de sus sacudidas, cada uno de sus gritos.

Cuando separó la cabeza de su cuerpo, Angel se quedó tendida sobre la cama en la posición en que él la había dejado, abierta a él. A Cooper le pareció la imagen más hermosa y vulnerable que había visto jamás. Loco de deseo, se forzó a respirar profundamente mientras se quitaba la ropa. Entonces volvió a colocarse entre sus piernas.

– Cooper -gimió.

El hombre estaba encendido y dispuesto a seguir. Angel no opuso resistencia. Volvió a lamerle el clítoris en suaves movimientos circulares y en pocos minutos Angel volvió a estar cerca del orgasmo.

Cuando Cooper notó su cuerpo en tensión, levantó la cabeza, le dio la vuelta y la colocó de rodillas.

– Esta es una de las formas -le susurró por detrás-. Y aquí va otra.

Empujó y penetró fuerte, hasta el fondo, entre sus húmedos labios.

Angel gimió.

Empujó una vez más y sintió su propio orgasmo muy cerca, rápido y violento. Apoyó una mano sobre el colchón, y con la otra volvió a frotarle el clítoris. Ella también empujaba, hacia atrás, jadeando. Cooper no era precavido, ni cuidadoso, se olvidó de la inocencia, solo buscaba intimidad.

Cuando ella se corrió, él siguió empujando, deleitándose con cada sacudida contra el cuerpo de Angel. Ella arqueó la espalda y soltó un largo gemido de placer. Fue entonces cuando Cooper también se corrió. Subió la mano hasta su pecho y la abrazó contra su cuerpo con la esperanza de que sintiera lo que le había provocado, de que sintiera placer por haberle hecho sentir tanto placer a él.

Cuando, exhausto, se dejó caer sobre ella, Angel se contoneó para apartarse y lo besó con ternura en los labios. Después suspiró.

– Está bien, tengo que admitir que no todo se reduce a la postura del misionero.

Cooper solo tenía fuerzas para sonreír.

Angel buscó su camiseta, se la puso y se acurrucó junto a su pecho. Estaban a punto de quedarse dormidos cuando a Cooper lo asaltó un pensamiento.

– ¿Angel?

– Mmm.

A Cooper le gustó el tono satisfecho y soñoliento de aquel murmullo.

– Antes dijiste que solías fingir. Y yo me pregunto… ¿cómo puedes fingir algo que no has experimentado?

Angel acomodó la cabeza sobre su brazo. Cooper la besó en la frente.

– Cariño… Yo no dije que no lo hubiera experimentado.

– ¿Cómo?

Angel se rió.

– Cooper… y tú dices que conoces a las mujeres.

Frotó la cabeza contra su hombro y añadió:

– Lo del vibrador no era ninguna broma, tonto.

16

Judd estaba agachado al lado del matorral de romero, junto a la puerta de salida de la cocina de Tranquility House, cuando una clara voz sonó a sus espaldas.

– ¡Estás aquí!

Los pies morenos y delicados de Beth entraron en su campo de visión. Llevaba unas sandalias cuyas tiras se ataban bajo los tobillos, uno de los cuales lucía la tobillera de platino y diamantes que deslumbraron a Judd con sus destellos, procedentes de la intensa luz matutina.

– No te veía desde el día de la torre, así que he decidido venir a buscarte. -Beth se llevó a los labios una humeante taza de café-. Si me preguntan, digo que es descafeinado.

Judd se levantó con lentitud, sin apartar la vista de lo que llevaba oculto en la camiseta doblada hacia arriba. Él había sido el firme y silencioso puntal en la vida de aquella mujer y temía delatar su nervioso estado, cercano al colapso, que poco se parecía a su supuesta calma y serenidad.

– ¿Qué llevas ahí? -le preguntó ella-. ¿Más gatitos salvajes?

Antes de que él pudiera moverse, Beth le tiró de la camiseta para ver su contenido. Se inclinó y sus brillantes cabellos negros se precipitaron sobre Judd, que pudo contemplarle la suave piel de la nuca.

Obnubilado, ni siquiera percibió que ella estaba desenvolviendo su preciada carga. Tenía que apartarse para que las garras de los gatitos, siempre listas para erizarse y arañar, como él ya había tenido ocasión de comprobar, no lastimaran la piel de Beth. La sacudida, producto del movimiento del hombre, hizo que las adormiladas criaturas se convirtieran en una maraña de pelo con la desesperada pretensión de subírsele a las barbas, y controlar la situación le costó nuevos arañazos en el brazo y, por las punzadas que sintió, también en la barriga.

Pero por lo menos tenía una excusa para no quedarse con Beth. Ya en la cocina, dejó a los gatitos en una caja que había acondicionado para ellos y después se encaminó a la enfermería.

Beth le iba siguiendo los pasos, pero él fingió no advertir su presencia, al extremo de que le cerró la puerta de la enfermería en las narices.

Por desgracia, aquella maldita puerta no tenía cerrojo. Beth la abrió, entró y, tras cerrarla, apoyo la espalda contra ella.

– Quiero contártelo todo -le dijo.

Judd se volvió para rebuscar en un estante. Ya sabía lo suficiente, vaya que sí, lo bastante como para perder la calma, deshacer su equilibrio emocional y tener ganas de desenterrar a Whitney con sus propias manos.

Encontró el frasco de antiséptico y se hizo también con dos gasas. Entonces, con todo aquello en las manos, intentó desenroscar la tapa del bote.

– Déjame a mí -le sugirió Beth.

Ella le arrebató el frasco de las manos antes de que pudiera negarse y, apuntando a la esquina de la mesa, le dijo:

– Siéntate y enséñame la mano.

Él obedeció como un autómata y alzó la mano derecha, la que había rescatado a los gatitos y que, pese a ello, había salido indemne de la hazaña. Beth meneó la cabeza y le cogió la izquierda, en cuyos rasguños aplicó una compresa empapada de agua oxigenada.

Judd contuvo la respiración y la miró a los ojos.

– Muy bien -repuso ella-. Ahora me haces caso.

Judd enarcó las cejas para interrogarla sin demasiado ánimo.

– Tengo que decírtelo -insistió Beth-, tienes que saberlo todo.