La expresión de Judd se encogió en una mueca de dolor. Era suficiente con lo que ya sabía; si tuviese que oír más sus emociones explotarían y se transformarían en palabras, en acción, en errores, y, como resultado, perdería todo aquello que lo había llevado a quedarse en Big Sur, la paz y la tranquilidad.
La amistad genuina.
Sin embargo, con la mano de Beth en la suya, no encontró otra opción que no fuera prestarle atención.
– Cuando él llegó por primera vez a Big Sur -explicó Beth-, Lainey y yo tendríamos unos doce años, y ya sabes cómo funcionan las cosas por aquí. Todo el mundo conoce a todo el mundo. La opinión generalizada era que el recién llegado se marcharía después de una temporada, como todos los artistas. Por el contrario, cuando acabamos el instituto, Stephen seguía aquí y su fama comenzaba a hacerse notar en todo el país.
Beth empapó otra gasa con agua oxigenada y frotó con ella los arañazos que Judd tenía en la muñeca. Él mantuvo la compostura, decidido a evadirse del dolor y de sus palabras, y se quedó quieto. Soy una roca, pensó.
– Luego, nuestro padre murió y necesitábamos dinero. Cooper estaba en la universidad al tiempo que intentaba mantener Tranquility House en funcionamiento. Y cuando Stephen nos habló de alquilar una de las cabañas por un largo período, todos nos alegramos. Bueno, yo me alegré porque estaba como loca con él.
Judd se la imaginaba a los dieciocho años, hermosa y con las piernas largas. Stephen debió de haberse fijado en ella, debió de haberles echado el ojo a las dos.
– No mucho después de que él se hubiera mudado, yo… yo creí entender que se había enamorado de mí. Estaba convencida de que me iba a pedir que me casara con él. Sin embargo, como sabes, fue Lainey la afortunada.
Judd cerró los ojos y, derrotado, tomó bolígrafo y papel. «¿Con las dos?», escribió.
Beth sabía a qué se estaba refiriendo con aquella corta pregunta.
– Sí, creo que en un principio trató de cortejarnos a las dos. Yo iba a su encuentro en la cala, lo hice unas cuantas veces, igual que como lo describió Lainey. Aunque, claro, él nunca me llamaba por mi nombre, así que cuando ambos anunciaron su matrimonio, pensé… pensé que Stephen debía de haber confundido a mi hermana conmigo.
El bolígrafo de Judd se afanó en el papel. «¿No creíste que lo hacía a posta?»
Beth, tras leerlo, le dio la espalda, tiró la gasa usada en una papelera y enroscó la tapa del frasco.
– No hasta hace muy poco, hasta que Lainey dijo el otro día que no lo creía capaz de un error así. Hasta entonces, yo siempre había pensado que él se había casado por equivocación. Si tuviera que echarle la culpa a alguien me la echaría a mí, por no darme cuenta de que destinaba su amor a mi hermana.
Así que aquel cabronazo había estado jugando con las dos hermanas a la vez. La ira comenzaba a agolpársele a Judd en el pecho. Stephen, que ya era un adulto, había abusado de la credulidad de Beth, de solo dieciocho años.
– Cuando se casaron, me quedé sin razones para tener una aventura con él -masculló Beth-, exceptuando mi intención de ser su esposa, de ser la mujer que él habría tenido que elegir.
Judd extendió los brazos, queriendo estrecharla, pero ella se apartó.
– Creo que me volví un poco loca después de la boda. Mi padre había muerto, mi madre no parecía tener muchas ganas de vivir y mi hermana se había casado con el hombre a quien yo amaba. Empecé a actuar teniendo en cuenta solo lo que yo quería, sin pensar en nada más. Cuando Lainey hizo público su embarazo, yo ya estaba de tres meses y no se lo había dicho a nadie, ni tan solo a Stephen. En el fondo me sentía muy segura de lo que hacía porque iba a ser la primera en tener un hijo de él.
Judd se aferró al borde de la mesa. Pero ¿qué carajo se creía Whitney que estaba haciendo? ¿En qué habría estado pensando?
Beth alzó la vista para enfocar un punto indefinido.
– Mi aborto puso fin a aquel sinsentido. De pronto me di cuenta de lo que mi actitud podría haber supuesto para mi familia y para mi hermana. Le dije a Stephen que habíamos perdido a nuestro futuro hijo y también que… que nuestra relación había terminado. Y desde entonces, me he dedicado a…
«¿A hacer penitencia?» Judd se puso en pie y le situó el papel delante de los ojos.
Beth hizo un gesto de desamparo.
– No ha valido de nada. Dedicarme a la expiación de mis actos no ha servido para eliminar la sensación de culpabilidad. Ahora sé que tengo que continuar. -Se apartó el pelo de la cara, intranquila-. Creo que podría superar todo esto si…
Beth guardó un repentino silencio y luego se acercó y se colocó frente a él.
– Judd, tú eres la persona más comprensiva y consciente que conozco, la más sabia. Yo estimo tu espiritualidad y te respeto mucho.
Una súbita aprensión se le instaló al hombre en las entrañas, y reculó hasta tropezar con el sólido metal de la mesa.
– Me serviría de mucho para entenderlo, para aliviarme un poco, comprobar que tú lo entiendes, que tú… -Su voz se enronqueció-. Judd, por favor. ¿Serías capaz de… perdonarme?
¿Perdonarla?
La rabia que Stephen le inspiraba llegó a límites que hasta entonces no había alcanzado. Intento tragársela, guardársela mientras mantenía el silencio al que se había consagrado desde hacía cinco años, pero lo único que consiguió fue que la rabia se transformara en furia. ¡Perdonarla!
Aquella fue la gota que colmó el vaso, el último toque de cincel que hacía falta para que la roca se partiera. Los sentimientos de Judd alcanzaron su punto álgido, ácido, y se llevaron por delante cualquiera de sus precauciones.
Alargó los brazos y con ellos rodeó la cintura de Beth. Tiró de ella, la atrajo hacia sí como si fuera el corcho que necesitaba para taponar la avalancha de emociones que amenazaba con precipitarse.
Beth alzó la vista, pasmada, y eso enloqueció todavía más a Judd.
Sin embargo, los años de silencio no le sirvieron de nada en aquella ocasión, pues no intentó tranquilizarla. Él había sido su confidente durante mucho tiempo, la contraparte silenciosa de su relación.
Y no podía seguir evitando la comunicación.
Judd se inclinó y la besó.
Dios, Dios.
El sabor de ella. Su sabor, elegante y sobrio.
Y también agridulce, pues quería sentir su pasión, su ser último, y ella no reaccionaba, se mantenía inmóvil, correspondía al beso con la cortesía que utilizaba para hablar de los cuadros y asistir a las exposiciones de Whitney.
Ni siquiera podía estar seguro de que el corazón de Beth latiera.
Necesitaba hacerle sentir, sentirlo a él.
Volvió a atacarla, esta vez más decidido, procurando que relajara los labios, y entonces deslizó la mano bajo el fino jersey que llevaba la mujer y le tomó un pecho.
En ese momento se dio cuenta de que Beth respondía.
Ella lo abrazó y él se aventuró más allá en su beso. Le exploró la boca y la notó cálida, le recorrió los dientes y el velo del paladar, y después las lenguas de ambos se encontraron. Se plantaron batalla en lugar de confortarse, se pidieron, se incitaron, se exigieron como espadachines en un duelo.
Del fondo de la garganta de Beth llegó un quejido que lo reclamaba, que, como la chispa en la hierba seca, encendió los instintos de Judd. Saliéndose del beso y extendiéndosele por las mejillas, Judd quiso recibirla a un tiempo y saborear todos los recovecos de su piel sedosa. Luego fue resbalando, beso a beso, por el cuello de la mujer, y acabó por arrodillarse a sus pies.
La ternura lo colmó en aquel momento y pudo rebajar el ritmo de la respiración y la prisa de sus gestos. Un tanto tembloroso, le subió el jersey para acceder a la cintura de los pantalones, donde, a pesar de su agitación, fue capaz de desabrocharle el botón y bajarle lentamente la cremallera. Y cuando apartó la tela para desnudarla, no supo distinguir a quién pertenecían los jadeos.
Entre el elástico de la prenda interior y el ombligo, estaba el tan tien de Beth, el punto en el que se concentraba su chi. Judd se dirigió a él, hacia la piel que cubría su tan tien, hacia el lugar que había portado una criatura que la mujer había perdido y, con la boca abierta, húmeda y caliente, avanzó hasta allí y le marcó el lugar con un último, febril y lento beso, con el que quiso hacerla suya.