Aflojó la tensión que se había apoderado de sus labios y, centímetro a centímetro, le examinó la fragante piel del vientre mientras le acariciaba las piernas con las manos. Ella le agarró el cabello y él se estremeció y, a pesar de ello, continuó cuidándola, besándola, curándola con cada uno de sus sentidos, con cada una de sus delicadas caricias. Le alcanzó con los dedos uno de los esbeltos tobillos y lo acarició hasta que se encontró con el frío y sinuoso perfil de la tobillera de platino que llevaba.
La tobillera, la cadena de Stephen.
La ira volvió a aflorar y Judd aferró el metal y lo arrancó.
Beth profirió una exclamación y reculó.
Él la miró. Nunca la había visto así, descompuesta, medio desvestida, despeinada y ruborizada. Su beso le había dejado la barriga enrojecida.
– ¿Por qué? -Beth se tocó la piel del vientre y luego los labios-. ¿Por qué me has besado?
Judd se puso en pie. Tenía que decirle algo, dejar que sus sentimientos encontraran una vía para expresarse. Sin embargo, la costumbre, enraizada después de cinco años, le hizo dudar.
Y así descubrió que las palabras se le habían quedado presas en un lugar inalcanzable de su interior. Entonces, incluso mientras la miraba y la encontraba más hermosa que nunca, sintió un alivio enorme al comprobar que sus emociones permanecían a salvo, que, después de todo, su amor no corría peligro, que él no corría peligro si… no rompía su silencio.
– Dímelo -lo urgió Beth a media voz-. Dime por qué me has besado.
Judd, el comprensivo, consciente y sabio Judd, se limitó a alzar una mano que, tras un instante, dejó caer, aunque la sabiduría le bastó para no sorprenderse al ver que Beth se arreglaba la ropa y se marchaba dando un portazo.
Se acercó la mano y observó la tobillera y la letra «E» incrustada de diamantes que colgaba en uno de sus extremos.
Cinco años atrás, él había sido un fino y perspicaz orador. Se había servido de aquella habilidad para ganar dinero y hacer amigos, hasta que llegó el día en que se dio cuenta de que la utilizaba para pasar de puntillas por la vida y por sus relaciones; incluso para pasar de puntillas por su matrimonio.
Tras aquella revelación, se había decidido a abandonar Silicon Valley con cierta intención estúpida y romántica de encontrar una vida auténtica, de escuchar en vez de hablar, de vivir en vez de apartarse, de hallar la verdad en vez de evitar el impostergable vacío que ningún acaudalado cliente ni asunto de trabajo podía remediar.
Y sí, había encontrado algo. Había descubierto que le habían hecho falta cinco años para aprender la más simple de las verdades. El taoísmo, el budismo, la espiritualidad de los indios norteamericanos; ninguna de aquellas disciplinas había llegado a cambiarlo de verdad. En el fondo, seguía sin arriesgarse, profundizar, ser auténtico.
Se había callado porque el habla se tornaría banal. Sin embargo, demonios, el silencio también lo era si la persona que lo mantenía no mostraba más que la superficie de su corazón.
Miró una vez más la centelleante tobillera que tenía en las manos. Avance informativo, señores televidentes: arrancar las cadenas no lo convierte a uno en libre.
Angel caminaba por el sendero que llevaba al comedor de Tranquility House cuando vio a Beth, que venía corriendo en su dirección. Llevaba la ropa arrugada, el pelo suelto, y daba la impresión de estar contrariada o, más bien, aterrorizada.
– ¡Beth! -exclamó-. ¿Qué pasa?
La mujer se detuvo y Angel observó cómo intentaba recuperar la compostura. Al parecer, el intento no tuvo éxito, pues Beth sacudió la cabeza y reinició la marcha.
Angel se obligó a seguir su camino. Lo que le pasara a la hermana de Cooper no era de su incumbencia, estaba claro. Pese a ello, se dio la vuelta y la siguió.
Era su impulso de periodista, a su entender, lo que la estaba llevando a seguirle los pasos a Beth por el camino que conducía a la entrada de la cala secreta. Como siempre que se encontraba cerca de la hermana de Cooper, sus sentidos estaban alerta.
Desde luego, no iba con la intención de preocuparse por Beth.
No le interesaba la intimidad de los miembros de la familia de Cooper, del mismo modo en que no le interesaba -no demasiado- la del propio Cooper. Cuando, al despertar, se había encontrado junto al cuerpo del hombre, se había levantado al instante, sin despertarlo, pues todos sus instintos le decían que se alejase de él.
Que pusiera distancia, que fuera objetiva. Que se circunscribiera a todas aquellas buenas cualidades de reportera a las que había aspirado desde los doce años.
Estaba convencida de que no habría vuelto a acostarse con él, aunque de poco valía lamentarse de algo -el sexo- que había sido extraordinario. De todos modos, la noche anterior, Cooper y ella no habían estado demasiado cómodos. Él, porque tenía que rescatarla, y ella por el descubrimiento de Lainey acerca de una nueva hija de Whitney. Sin embargo, con la luz del nuevo día, Angel entendió que el hallazgo de Lainey suponía escaso riesgo para su secreto, pues para que identificaran a la hija perdida tendrían que disponer de la información que solo Angel conocía.
Además, sus padres no habían llegado a casarse y, a pesar de que el nombre de Stephen Whitney estuviese registrado en su partida de nacimiento, tanto ella como su madre se habían cambiado el apellido desde hacía tiempo.
Angel apuró el paso en el túnel y salió al otro lado, a la cegadora claridad de la arena. No veía a ninguna mujer angustiada, ni tampoco a una mujer calmada. Parecía que Beth había desaparecido.
Angel aguzó la vista y escudriñó el lugar. La cala, encerrada en una masa de granito, tenía forma de herradura, y sus extremos se hundían en el Pacífico. La fuerza del mar los había arrasado y de ellos solo se veían cúmulos de piedras pulidas contra los que las olas lanzaban sus blancos espumarajos.
Sin embargo, aquel día la marea estaba baja y el mar en calma. Si le hubiera dado tiempo, quizá Beth podría haber escalado uno de los brazos que ceñían la cala y avanzado hasta una playa adyacente.
Para comprobarlo, Angel caminó a lo largo de la orilla y se subió a las rocas situadas a la izquierda de la entrada de la cala. Como solían estar cubiertas de agua, su superficie, llena de limo, era resbaladiza y tuvo que apoyar una mano en el suelo para no perder el equilibrio. Algún tipo de crustáceo esponjoso se le adhirió a los dedos y Angel gritó y dio un respingo.
– ¡Diablos! -exclamó una voz a sus espaldas-. Tú necesitas que te vigilen.
Angel detuvo su avance; era la voz de Cooper y sonaba exasperada. Intentó mirarlo como si nada por encima del hombro pero, al verlo, la invadió una súbita e incómoda seriedad. El hombre venía hacia ella, a grandes zancadas, con el pelo revuelto, unos vaqueros desastrados, el torso desnudo y los pies descalzos.
Él me cuida, y yo quiero cuidarlo.
La ocurrencia pretendió instalársele en el pecho, que, sin embargo, tuvo que abandonar ante la necesidad de aire.
Cooper se paró junto a las rocas sobre las que ella estaba.
– Baja -ordenó.
Angel hizo un ademán con el brazo, en señal de desobediencia.
– Estoy buscando a Beth. La he seguido hasta aquí y luego ha desparecido.
– Por ahí no se puede pasar -le dijo, fulminándola con la mirada-. Tendrás que rodear las rocas vadeando.
– Ah.
– Vamos, baja -insistió, acompañando sus palabras con una mano extendida.