Ignorando el apoyo que le brindaba, Angel saltó a la arena. Hizo un aterrizaje forzoso aunque lo suficientemente seguro como para recuperar el equilibrio antes de que Cooper la alcanzara y, acto seguido y sin mediar palabra, se dirigió hacia el agua.
– ¿Y ahora adónde crees que vas? -gruñó él.
– A rodear el saliente. Quiero encontrar a Beth.
– ¡No!
La imperiosa negativa la obligó a volverse a mirarlo a los ojos, oscuros y enfurecidos.
– Pero ¿qué te pasa?
Cooper se pasó la mano por el cabello.
– ¿Te has olvidado de que no sabes nadar?
– Has dicho vadear, y eso sí que sé hacerlo.
No quería ni pensar en nadar, en ahogarse, en el alivio que había sentido la noche anterior cuando los brazos de Cooper la habían sacado de la piscina. No podía volver a permitir que aquellos brazos la rodearan, por descontado, pues corría peligro de necesitar desde entonces su calor.
– No, Angel. -El hombre estaba en tensión, como si se estuviera preparando para abalanzarse sobre ella.
– Pero Beth…
– Beth sabe lo que hace. Tú no te acerques al agua -le dijo, y luego añadió con un tono de voz moderado-: Por favor, Angel, hazme caso.
– Vale, está bien. -Angel hizo lo que se le ordenaba aunque manteniendo las distancias-. Pero ten por seguro que normalmente no me pasa nada estando cerca del agua.
– Ya, «normalmente» es la palabra clave.
A Angel no le gustó nada el tema al que se acaba de referir.
– No necesito que un hombre…
– No me gusta estar preocupado.
– Sí, eso ya me quedó claro ayer por la noche -repuso Angel, haciendo una mueca.
– Me refiero a esta mañana.
Angel levantó los brazos.
– ¡Pues mírame, no estoy ni en las rocas ni en el agua!
– No, quiero decir que cuando me he despertado ya no estabas en la cama.
Angel tragó saliva. ¿Trataba decirle que la había echado de menos?
La posibilidad de que fuera así provocó que una cálida y traicionera sensación creciera en su interior, intentando ablandar su obstinación. Aun así, ninguneó el comentario con un aspaviento.
– Sí, seguro. Es un horror tener toda la cama para ti solo.
Cooper no se inmutó.
– ¿Por qué te empeñas en huir de mí, Angel? ¿Me puedes decir qué es lo que te atemoriza?
– ¿Qué clase de pregunta es esa? -Sofocó como pudo el nerviosismo y señaló el panorama con un dedo-. ¡Mira a tu alrededor! Hace un día maravilloso que tú desaprovechas con preguntas como esa.
Cooper estaba decidido a que le contestara.
– Vamos, Angel, quiero una respuesta -murmuró y dio unos pasos para acercársele-. ¿Qué te da miedo? Dime lo primero que se te pase por la cabeza.
Ella se volvió para darle la espalda, aunque con ello no consiguió que las respuestas dejaran de agolpársele en el pensamiento.
La debilidad. Tú.
Que me rompas el corazón.
Quiso apartar aquellas ideas con un movimiento de la mano y fingir irritación. Cooper estaba jugando a las preguntas con ella, estaba ejerciendo de abogado y utilizando su autoridad. Desde luego, verse solo en la cama le había afectado en su amor propio de machito. No debía de haberle gustado advertir que ella se había marchado. ¿No habría sido él el asustado? Ya. Lo más probable era que fuese cuestión de orgullo herido.
Con intención de decirle bien claro lo que pensaba de él, tomó aire y lo miró a los ojos. Sin embargo, las palabras se le murieron en la boca al encontrarse con el espectacular panorama que se abría a espaldas del hombre.
Normalmente, la belleza natural de Big Sur era tan majestuosa y perfecta que Angel había pasado a relegarla a la condición de postal o de película. Sin embargo, en aquel momento se estaba dando cuenta de su verdadera dimensión.
Más allá de los hombros de Cooper, las montañas, cubiertas por un verde manto, y sus severos rostros precipitándose sobre las pardas colinas jalonadas, parecían estar al alcance de la mano. Desde allí, el ondulado terreno iba decayendo hasta la línea profusa y afilada de los acantilados, cuyo perfil caía vertical sobre el vaivén del mar. El día seguía siendo cálido a pesar del menguado sol, que había vivificado el azul del cielo y cuyos rayos arrancaban destellos dorados de la arena y plateados de las grises aguas.
Era increíble, imponente.
Por mucho que parpadeara y tomara aire, la vista seguía en su sitio, tan increíble y emotiva, y, a causa de ello, recordó el día en que se había sentado junto a Katie al borde de uno de los escarpados promontorios y comprobado lo insignificante que se volvía su existencia al lado de la vasta belleza del entorno.
– Tal vez sea todo esto lo que me apabulla -murmuró.
Sorprendida por haber delatado sus pensamientos y por las consecuencias que aquello podría tener, intentó remediar lo que juzgaba una metedura de pata escondiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros blancos y mirando a Cooper con aire impasible.
– Si algo me da miedo, es este paisaje -agregó.
– Pero no es el caso -sentenció Cooper.
– No es mi caso -masculló Angel, en la obligación de decirlo.
El hombre suspiró.
– Eres un cardo borriquero.
– Me quedo en cardo, perdona.
– Angel… -Cooper intentó asirla.
Ella se apartó. Luego, avergonzada por su esquiva actitud, volvió a acercarse a Cooper e intentó hacerle cosquillas en el estómago.
– ¿Y qué hay de ti, hombretón? ¿Qué tal si me hablas de tu peor momento? ¿Tu juramento como abogado? ¿El primer cliente al que defendiste? ¿Tu primer beso? -bromeó Angel con las cejas enarcadas.
Tras un momento de silencio, Cooper la miró a los ojos fijamente.
Ella notó que le temblaba algo en el pecho.
– ¿En serio, Angel? -preguntó, sin dejar de mirarla-. ¿De verdad quieres saber cuál ha sido el peor momento de mi vida?
A pesar del pulso, que notaba desbocado, Angel pensó que estaba tomándole el pelo.
– Claro.
– Cuando murió mi padre. -Los ojos de Cooper no se apartaban de ella.
Los pies de Angel retrocedieron arrastrándose por la arena. Aquello no era justo, no era justo. ¡Ella había querido facilitar las cosas después de las dos torpezas cometidas aquella mañana! Trataba de restablecer la comodidad de una relación no demasiado personal. Por todo ello, Cooper debería estar dándole las gracias.
El hombre siguió hablando:
– Estábamos los dos solos, en las montañas Santa Lucía, en nuestra primera acampada desde su infarto. El doctor le había dicho que estaba totalmente recuperado y, sin embargo, el ataque al corazón le sobrevino la primera noche.
Vaya por Dios. Angel meneó la cabeza y le hizo un gesto con las manos con la intención de que lo dejara.
– Eso es demasiado… íntimo, demasiado personal…
– No me marché de allí para pedir ayuda -la interrumpió Cooper, indiferente-; él no quería que lo hiciera. En lugar de ello, me dio un curso acelerado para enseñarme a ser el hombre de la familia. Me dijo dónde estaban las facturas y demás papeles. Me dijo que cuidara a mi madre y a mis hermanas. Me dijo que hiciera siempre lo correcto.
– No, no -pidió Angel-. No quiero oír…
– Murió con su mano en las mías, y no lo abandoné hasta que se quedó frío.
– … nada más. -Aunque era demasiado tarde, Angel volvió a decirlo-. No quiero oír nada más.
– ¿Y por qué no, si puede saberse? -se quejó Cooper, con expresión tensa-. ¿Por qué no quieres saberlo?
– Yo…
– ¿Por qué no estás interesada en mi vida a no ser que pueda utilizarse para un artículo? Si no tiene gancho para los lectores, ¿entonces no te interesa lo que te cuente? ¿Es por eso que por segunda vez te has marchado antes de que yo me despertara? -Los ojos de Cooper se habían vuelto muy oscuros e inexorables-. Esta mañana, cuando tú ya no estabas, te he vuelto a ver en el fondo de la piscina de Lainey, y sí, Angel, me he puesto muy nervioso. Pero ahora, ahora estoy de mala leche.