Sí, claro. La comida y el servicio. Por eso era por lo que estaba deseando ir. No tenía nada que ver con el hombre que la iba a acompañar. Nada…
Limpió el vapor del espejo y se miró. Estaba radiante. Sabía que era gracias a Josh. Pero en pocos días Josh iba a tomar un avión a Manhattan, en Montana, y no volvería a verlo.
Su alegría se evaporó instantáneamente. Oh, Dios mío, aquello le daba mala espina.
Sonó el teléfono y Lexie agradeció la interrupción.
Agarró el inalámbrico que tenía en la mesilla y contestó.
– ¿Diga?
– Lexie, soy Darla. ¿Te pillo en mal momento? ¿Interrumpo… algo? -le preguntó en voz baja.
Lexie se echó a reír.
– De haber sido así no habría contestado el teléfono.
– ¿Está el vaquero?
– No, pero viene a recogerme dentro de poco y aún no estoy lista. ¿Qué ocurre?
– Eso mismo quería preguntarte yo. ¿Cómo va todo? ¿Sigues viéndolo todo bien claro?
– Esto, sí.
– Vaya, vaya. Ese tono me suena. Me parece que vamos a tener que charlar un rato.
Lexie soltó un suspiro.
– Creo que sí.
– Bueno, no te preocupes, para eso estoy yo. ¿Qué te parece si desayunamos mañana juntos?
– No puedo, tengo una clase muy temprano. ¿Y si almorzamos? Te espero a las doce en el Patio Marino.
– Hecho. Ahora ve a ponerte guapísima para salir con tu vaquero. ¿Qué vais a hacer?
– Me va a llevar al Flamingo.
Darla silbó.
– Qué elegante. Bueno, que os lo paséis bien, y no hagas nada que no hiciera yo.
– O sea que no haya límites, ¿no?
– Eso es, cariño. Ahora, repite conmigo. Esto es solo una aventura.
Lexie respiró hondo.
– Esto es solo una aventura -dijo, pero las palabras le supieron amargas.
– Buena chica. Hasta mañana, Lex.
Lexie se despidió de su amiga y colgó el teléfono. Entonces se estiró y fue hacia el ropero con determinación y murmurando las palabras que Darla le había hecho repetir.
– Esto es solo una aventura, esto es solo una aventura…
Cuarenta y cinco minutos después Lexie abrió la puerta de su casa y nada más hacerlo se quedó sin aliento.
Santo Dios. Josh estaba estupendo en vaqueros y camiseta, fabuloso en bañador, pero cómo iba en ese momento sobrepasaba todo lo demás. Llevaba un traje azul oscuro de raya diplomática, camisa blanca y corbata de seda con estampado de cachemira. Lo miró de arriba abajo boquiabierta, y al levantar la vista vio que él tenía una rosa en la mano.
Sonrió cuando él se la ofreció.
– Hola.
– Hola, Josh.
Caramba. ¿Por qué le temblaba la voz? Aspiró el rico aroma de la rosa mientras él la miraba de arriba abajo de aquel modo que le ponía la piel de gallina.
– No sabía que los vaqueros llevaran traje -dijo ella con la misma voz cascada.
– Solo cuando no están en el rancho.
– Pues a ti te queda muy bien.
– Me alegro de que te guste -terminó de mirarla-. Estás preciosa, Lexie.
Allí de pie en el porche, Josh intentó no quedarse con la boca abierta, pero le resultó casi imposible. El vestido negro le dejaba al descubierto sus hombros dorados, la falda le ceñía las caderas antes de abrirse el vuelo justo sobre las rodillas, y aquellas sandalias tan finas y sexys que le hacían las piernas kilométricas… Caramba.
¿Cómo demonios iba a aguantar toda la cena sin tocarla? Tal vez pudieran pedir la comida y llevársela a casa. Solo que estaba seguro de que eso no se podía hacer en el Blue Flamingo.
– Ahora mismo vuelvo -le dijo Lexie sacándolo de su asombro-. Voy a poner esto en agua.
El suspiro de alivio que estaba a punto de soltar se quedó a medio camino cuando la vio de espaldas. El vestido le dejaba toda la espalda al aire, desde los hombros hasta la cintura. Nada más que piel sedosa, mucha piel sedosa, pidiéndole a gritos ser acariciada.
Maldita fuera. Era un pecado andante con ese vestido.
Josh estaba deseando quitárselo. Rezó para que su corazón aguantase la espera.
– ¿Te gustaría bailar, Lexie?
El camarero acababa de retirarles el aperitivo de cangrejo y gambas. Lexie miró a Josh, sentado al otro lado de la mesa de fino mantel de lino blanco, que no dejaba de mirarla. Incapaz de hablar, asintió con la cabeza. Se levantó y le retiró la silla, le tendió la mano y la condujo a la pista de baile.
Ella se reprendió a sí misma para sus adentros. ¿Qué diablos le ocurría? No podía articular palabra. Allí estaba, vestida de punta en blanco, en su restaurante favorito, tomando lo que más le gustaba, bebiendo un vino delicioso y en un ambiente romántico y relajado, y acompañada por un hombre increíblemente atractivo y atento que era… Su cita.
Allí estaba el problema. Por mucho que lo intentara, aquella velada era una cita en toda regla. ¿Pero qué demonios hacía ella citándose con aquel hombre? Era otro Tony, otro amante del riesgo, solo que en lugar de ir con un paracaídas, Josh iba con espuelas y montaba toros salvajes. ¡Y estaba empeñado en navegar por el maldito Mediterráneo! Claro que era peor que Tony porque, además de ser un amante del riesgo, aquel hombre vivía a un par de miles de kilómetros de allí. Y se iba a marchar en unas semanas. ¿Acaso pretendía dejar que se llevara su corazón? Ni hablar.
En la pista se unieron a una media docena de parejas. El cuarteto de músicos interpretaba una pieza lenta y romántica, y Josh la estrechó entre sus brazos.
Entre sus manos que le acariciaban la espalda, el roce de su cuerpo fuerte mientras bailaban al son de la música, y su mejilla recién afeitada descansando sobre su cabello, Lexie entendió que corría peligro de derretirse en el elegante suelo de madera del Blue Flamingo.
– Estás muy callada -dijo Josh-. ¿Te encuentras bien?
Lexie pensó en mentir, pero también que no serviría de nada.
– Si quieres que te diga la verdad, estoy algo nerviosa.
Instantáneamente él la apretó más contra su cuerpo.
– ¿Mejor?
– En realidad, peor.
Un fogonazo de deseo brilló en sus ojos.
– Sé exactamente a lo que te refieres, cariño. Con ese vestido… -aspiró hondo-. Apiádate de mí. Jamás mi voluntad ha estado tan a prueba como ahora. Porque a pesar de lo bien que te queda, no puedo esperar a quitártelo.
– Qué extraño, yo estaba pensando lo mismo de tu traje.
– Sí, pero me da la impresión de que te inquieta algo más.
– ¿Por qué piensas eso?
– Tienes arrugado el entrecejo y la boca ligeramente fruncida.
Lexie relajó instantáneamente los músculos faciales y sonrió.
– Demasiado tarde, cielo.
– No me conoces lo suficientemente bien para leer mis expresiones.
– Soy bastante buen juez del carácter. Y he pasado mucho rato mirándote en los últimos días -arqueó las cejas-. ¿Me equivoco?
– No -reconoció de mala gana-. Vaya, sabes montar a caballo, limpiar, cocinar, y ahora descifrar mis expresiones. ¿Algo más?
– Sí. Leerte el pensamiento -le presionó la cintura, estrechándola contra su pecho-. Dime qué te pasa.
– De acuerdo. El problema es que esto… es una cita -susurró con acusación.
Él pestañeó.
– Y eso te resulta un problema porque… -Pues porque ya acordamos que no estamos saliendo.
A su mirada asomó un atisbo de comprensión y algo más, que Lexie no entendió.
– Entiendo. Solo tenemos una aventura. -Eso es.
– ¿Y la gente que tiene una aventura no tiene derecho a cenar?
– Bueno, sí, pueden cenar… -¿No pueden bailar? -Supongo, pero…
– Explícame entonces la diferencia entre una aventura y una cita, porque yo no la entiendo.