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Se apartó de sus labios y fue depositándole besos en el cuello mientras empezaba a sobarle los pechos con suavidad. Inmediatamente se le pusieron duros los pezones y Lexie gimió lánguidamente.

Josh dejó de pensar. Cada vez que la tocaba era como si una niebla de deseo ardiente lo engullese. Con la erección presionándole los vaqueros, la agarró de las caderas y la levantó sobre la encimera. Con los ojos brillantes, los labios húmedos, los pezones duros marcándose bajo la tela del top, Lexie se recostó hacia atrás y separó las piernas.

Él le bajó el top y sin demora empezó a succionarle los pezones mientras empezaba a acariciarle las piernas y después le metía las manos bajo el vuelo de la falda. Ya tenía las braguitas muy mojadas, incitándolo más mientras el olor de su sexo excitado lo asaltaba. Retiró a un lado el pedazo de tela y le deslizó dos dedos en su interior. Un grito de placer se arrancó de su garganta y separó las piernas todavía más mientras se meneaba sinuosamente contra sus dedos. Alcanzó el clímax casi al momento, y él alzó la cabeza para ver cómo la consumía el orgasmo mientras su vientre latía sobre su mano.

Nada más terminar, se enderezó y fue a desabrocharle el botón de los pantalones.

– Más -le exigió en tono ronco y sensual-. Ahora. Ahora.

Josh había aprendido bien la lección y sacó un condón del bolsillo de los pantalones. Segundos después la estaba embistiendo con todas sus fuerzas, como si fueran dos locos hambrientos el uno del otro.

– Josh -gimió.

Su vientre se apretó alrededor de su sexo, y así, unido a sus gemidos y a la deliciosa visión que entrañaba, Josh no pudo controlar el fuerte orgasmo que lo sacudió.

– Lexie -susurró su nombre como una letanía mientras la estrechaba con fuerza contra su cuerpo.

Cuando pudo respirar de nuevo, Josh se echó hacia atrás y le retiró un mechón de la cara.

– Si eso ha sido el aperitivo, no sé qué me vas a preparar de comida.

– No lo sé. A este paso, tal vez no comamos hasta la medianoche.

Lexie se apretó contra su cuerpo.

– ¿Te estás quejando, vaquero?

– Claro que no.

– Eso está bien. Porque no he terminado contigo -le echó los brazos al cuello y le plantó un beso húmedo en la mejilla-. ¿Hay algo en las bolsas que necesite frigorífico?

Josh la levantó en brazos.

– No, compré una bolsa de hielo que está con las cosas que necesitan nevera. Eso te demuestra lo precavido que soy. Siempre voy preparado -entró en el dormitorio y la dejó sobre la cama; entonces empezó a quitarse la ropa-. Habrás notado que llevaba un preservativo en el bolsillo.

– Ha sido un detalle inteligente; me ha gustado.

– ¿Ah sí? Bueno, señorita Lexie, espera porque estoy desnudo y creo que lo que voy a hacer ahora te va a gustar mucho más.

Después de cenar, Lexie recogió la mesa mientras Josh colocaba los cacharros en el lavavajillas.

– ¿Qué es esto? -dijo, retirando el papel de aluminio que cubría una fuente detrás de la cafetera.

– ¡Nada! -Lexie intentó impedírselo, pero era demasiado tarde.

Josh terminó de retirar el papel de plata y miró el contenido.

Lexie se ruborizó inmediatamente. Él no dijo nada durante unos interminables segundos, hasta que finalmente la miró a lo ojos y la contempló con expresión difícil de adivinar.

– ¿Las has hecho tú? -le preguntó-. ¿Para mí?

– Bueno, intenté… Un día dijiste que las galletas de chocolate eran tus favoritas. Está claro que debería haberme pasado por el horno -sacudió la cabeza-. Te dije que era una cocinera pésima.

– Así que era a esto a lo que me olió antes.

– Me temo que sí. Iba a tirarlas, pero entonces llegaste tú y me olvidé.

Josh arqueó las cejas.

– ¿Tirarlas? ¿Por qué?

– Por si no te has fijado, se me han quemado -se fijó en los discos planos y ennegrecidos de la fuente e hizo una mueca-. Más bien están incinerados.

Él escogió una de las galletas quemadas, se la llevó a la boca y le dio un mordisco. Masticó lentamente, sin dejar de mirarla.

A Lexie se le encogió el estómago mientras rezaba para que su acto de caballerosidad no acabara causándole un problema gastrointestinal.

Josh tragó, y entonces, para sorpresa suya, dio otro mordisco. Lexie fue a quitarle la fuente, pero él la agarró con fuerza.

– Josh, por favor, no tienes por qué comértelas. Están horribles.

– No, no lo están.

– ¿No?

– No -esbozó una sonrisa cálida y agradable-. Están justamente como las hacía mamá.

A la mañana siguiente, después de la clase de vela a primera hora, seguida de una clase de natación en la que Lexie meramente se dedicó a nadar junto a él, Josh subió a su habitación del hotel para darse una ducha.

Mientras dejaba que el chorro de agua caliente le limpiara del cloro de la piscina, Josh cerró los ojos mientras un sinfín de imágenes de Lexie se sucedían en su mente.

Dos semanas más; solo dos semanas más y tendría que marcharse de allí. Solo de pensarlo se le encogió el estómago. ¿Cómo demonios iba a poder hacerlo? Sin embargo tampoco podía quedarse. Tenía responsabilidades en casa; un rancho que dirigir y muchas personas que dependían de él. Y tenía una cruzada que llevar a cabo. Maldita fuera, iba a navegar un barco por el Mediterráneo. Tenía que hacerlo. Si no lo hacía, se arrepentiría toda su vida.

Ella era la que había echado por tierra todos sus planes. Enamorarse de ella estaba causando estragos en su vida.

Cada minuto que pasaba con Lexie, cada vez que la tocaba, que hablaba con ella, que compartía con ella un recuerdo o que le hacía el amor, otra bomba de emoción detonaba en su pecho. Y para rematar, había preparado unas galletas, aunque quemadas, para él. Sin duda todos sus gestos y su manera de actuar le demostraban que él le importaba, y además había accedido a reconocer que estaban saliendo, aunque después de eso no había vuelto a decirle nada que le indicara que aquello era para ella algo más que una aventura. A Josh se le estaba agotando el tiempo, y la paciencia.

Sabía lo que quería. Quería a Lexie; quería que ella se enamorara de él; quería que se comprometiera a permanecer juntos cuando terminaran sus vacaciones en Whispering Palms.

Aunque no estaba seguro de qué hacer para que ocurrieran todas esas cosas.

Cerró el agua y agarró una toalla. ¿Por qué no podía haberse enamorado en otro momento más conveniente? ¿O tal vez con una chica que viviera más cerca de su casa, y que no se asustara tanto cada vez que mencionaba la palabra «rodeo»?

Cuando salía del baño sonó el teléfono y Josh fue a contestar la llamada.

– Hola, Josh, soy Bob -dijo su manager-. ¿Qué tal las vacaciones? ¿Estás más descansado?

– Las vacaciones van de maravilla -dijo, aunque no quiso mencionar que apenas estaba durmiendo.

– ¿Y esas clases de vela?

– Bien.

– Me alegro. Escucha, te llamo porque tengo algo entre manos que creo que te va a parecer muy interesante.

Josh ladeó la cabeza y después la rotó hacia atrás, mirando al techo. Estaba casi seguro de lo que iba a decirle. Y no tenía ganas de oírlo.

– Bob, me he retirado.

– Lo sé -se produjo una pausa dilatada-. Pero Wes Handly no.

La mención del nombre de su rival le suscitó la curiosidad, como sabía que había esperado Bob.

– Te escucho.

– Handly acaba de apuntarse para un evento benéfico con carácter internacional que se celebra en Europa el próximo mes. En este momento es el nombre más importante del certamen es el suyo. Pero sé que otro nombre podría quitarle ese puesto -antes de dejarlo contestar, Bob continuó hablando-. Las empresas patrocinadoras se están volviendo locas con esto, Josh. Están prometiéndote la luna si vuelves. No solo te harías rico…