Thomas apareció detrás de ella. Le pasó el brazo izquierdo por el hombro en cuanto llegó a su altura. Durante un segundo, justo al andar juntos, sintió su abrazo. Fue un medio abrazo, un poco demasiado largo. Ella volvió la cara y lo vio sonriéndole abiertamente. Se saludaron como si fueran viejos amigos. Saludó a Anna, que se pegó a las piernas de su madre, negándose a contestar. Echó un vistazo a Andreas, que dormía como un ángel envuelto en su edredón.
– Intento convencer a Maja para tener niños -confesó-, pero… -No acabó la frase. Respiró hondo y dejó que la sonrisa desapareciera. Después recuperó su buen humor de siempre-. La verdad es que la comprendo -dijo-. Luego sois vosotras las que tenéis que hacer todo el trabajo. Será cuando Dios quiera.
Andreas se movió en el cochecito. Se había hecho la hora de volver a casa, a darle el pecho. Quería invitar a Thomas a comer pero no se atrevió a decírselo. Él la acompañó una parte del camino. Era fácil hablar con él. Aparecieron nuevos temas de conversación, de manera espontánea, que se unieron a los antiguos como en cadena. Sin darse cuenta estaban en el cruce donde debían separarse.
– Quisiera hacer algo más por Dios -dijo-, pero con los niños no tengo ni tiempo ni energía más que para ellos.
La nieve volaba a su alrededor como una nube de afiladas flechas. Hizo que él parpadeara. Un arcángel de pelo oscuro y rizado con un anorak azul, aparentemente barato, hecho de crujiente tela sintética. Los vaqueros metidos en las botas altas y puntiagudas. El gorro de lana hecho a mano, con dibujos incas. Se preguntó si se lo habría hecho Maja, la que no quería tener hijos.
– Pero, Karin -dijo-, ¿no entiendes que estás haciendo justo lo que Dios quiere? Cuidar de los niños. Ahora eso es lo más importante. Tiene planes para ti, pero justo ahora… justo ahora debes estar con Anna y con Andreas.
Medio año después Thomas lideraba su primer curso de verano de la iglesia. Le seguían los jóvenes recién redimidos, como un grupo de pequeños patitos meciéndose detrás de él. Con su sello de padre espiritual. Uno de ellos era Viktor Strandgård.
Ella, Gunnar, Vesa Larsson y su mujer, Astrid, fueron invitados a compartir la alegría cuando celebraron el bautismo. Gunnar asistió tragándose su amarga envidia. Se dio cuenta de que era mejor jugar con el equipo ganador. A la vez, no hacía más que comparar, siempre anhelando brillar por sí mismo. Su mirada tenía un resplandor de astucia.
Ella tampoco estaba libre de culpa. Lo cierto es que le había dicho a su marido mil veces:
– No dejes que Thomas se te adelante. No tiene por qué decidirlo todo.
Se había convencido a sí misma de que estaba apoyando a su marido, pero, en realidad, ¿no quería que él fuera otro?
Thomas Söderberg se levantó y fue hacia el coro. Vestía un traje negro. Habitualmente llevaba corbatas de alegres colores, casi atrevidas. Aquella noche llevaba una discreta de color gris. Parecía un cierre de interrogación bajo la americana.
«Lleva la riqueza de manera tan desenvuelta como antes llevaba la…, no pobreza -pensó ella-… la falta de dinero. Dos personas con el sueldo de un pastor. Pero no parecía afectarles. Ni siquiera cuando tuvieron hijos.»
Después las cosas cambiaron. Ahora estaba allí, con aquel bonito traje de lana, hablando con el coro. Explicando que lo sucedido era horrible. Una de las chicas se puso a llorar ruidosamente. Los que estaban a su lado le pasaron el brazo por los hombros.
– Se puede llorar así -dijo Thomas-. Hay que vivir el duelo, pero -y aquí respiró hondo haciendo una pausa entre cada palabra-, no es bueno perder, no es bueno echar marcha atrás, no es bueno retroceder.
– Hola, Karin, ¿dónde tienes a Gunnar?
Maja, la mujer de Thomas Söderberg, se sentó a su lado. Pelo brillante, de color arena. Un discreto maquillaje. Nada de pintalabios. Nada de sombra en los ojos. Sólo un poco de rímel y colorete. No porque Thomas tuviera nada en contra de que las mujeres se maquillaran, pero Karin suponía que prefería que su mujer no se pusiera nada. Hacía unos años que Maja quiso cortarse el pelo muy corto, pero Thomas se opuso rotundamente.
– Hace un momento que estaba aquí. Volverá enseguida.
Maja asintió.
– Y ¿dónde están Vesa y Astrid? -preguntó.
«Vaya control esta noche», pensó Karin con una ceja levantada y sacudiendo la cabeza como respuesta negativa.
– Es tremendamente importante que ahora estemos unidos -dijo Maja a media voz.
Karin se quedó mirando la rosa roja que Maja tenía sobre las rodillas.
– ¿La vas a poner junto a las otras?
Maja asintió.
– Pero espero a que empiece el encuentro. No puedo entender lo que ha pasado. Es tan irreal.
«Sí, es irreal -pensó Karin-. ¿Cómo va a funcionar todo esto sin Viktor?»
Viktor, que se negaba a cortarse el pelo y a ponerse traje. Que no aceptaba un aumento de sueldo y que hacía que Thomas mandara ese dinero a Médicos sin Fronteras. Recordaba cuando asistió a un congreso en Estocolmo hacía siete años. Lo sorprendida que estaba cuando vio a un montón de jóvenes con el mismo aspecto que Viktor. En el metro y en las cafeterías. Con gorras horribles hechas con tricotosa o a ganchillo. Con bolsas de tela al hombro. Vaqueros que les colgaban de las estrechas caderas. Chaquetas de ante de los años sesenta. La forma de andar desdeñosa. Una especie de antimoda reservada a los guapos y a los seguros de sí mismos.
Viktor había formado parte de la corte de Thomas Söderberg, pero nunca había sido el espejo de Thomas. Prácticamente todo lo contrario. Sin propiedades ni ambiciones. Casto. Aunque esto último quizá se debía a que Rebecka Martinsson le rompió el corazón con su locura. Era difícil saberlo.
Maja se inclinó hacia ella. Le susurró al oído:
– Bueno, aquí viene Astrid, pero ¿dónde está Vesa?
La esposa del pastor Vesa Larsson, Astrid, cruzó las puertas de la Iglesia de Cristal. En el escenario, Thomas Söderberg dirigía el coro para abrir el encuentro de la noche.
La marcha rápida por la cuesta desde el aparcamiento hizo que la blusa se le pegara a las axilas. Menos mal que llevaba la chaqueta encima. Se pasó rápidamente los dedos índices por debajo de los ojos por si se le había corrido el rímel. Una vez se había visto en una de las grabaciones de vídeo de la congregación. Nevaba cuando ella entró en la iglesia y, en la filmación, parecía un oso panda domesticado mientras hacía la colecta. Después de eso siempre se miraba en el espejo de la entrada, pero en aquellos momentos la iglesia estaba llena de gente y ella iba muy estresada.
Delante, en el centro de un círculo, había un montón de flores y de tarjetas.
«Viktor está muerto», pensó.
Intentó sentir que aquello era real.
«Viktor está muerto de verdad.»
Vio a Karin y a Maja. Maja la saludó efusiva con la mano. No había ninguna posibilidad de librarse de ella. Habría que ir para allá. Llevaban trajes oscuros. Ella había estado buscando en el armario y estuvo probándose ropa durante una hora. Todos sus trajes eran rojos, rosa o amarillos. Tenía un solo traje oscuro. Azul marino. Pero no se podía subir la cremallera. Al final, se puso una chaqueta de punto larga que la hacía más delgada y le disimulaba los muslos y el trasero. Cuando vio a Karin y a Maja se sintió desaliñada. Desaliñada y sudada.
– ¿Dónde está Vesa? -susurró Maja antes de que le diera tiempo a sentarse.
Sonrisa amable. Ojos peligrosos.
– Enfermo -respondió-. Tiene la gripe.
Se dio cuenta de que no la creían. Maja cerró de nuevo la boca y respiró profundamente por la nariz.
Tenían razón. Sintió en todo su ser que no quería estar allí, pero se hundió todo lo que pudo en la silla al lado de Maja.
Thomas había acabado la oración con el coro y se dirigió hacia ellas.
«Ahora tendré que disculparme también con él», pensó.
Le molestó que Thomas posara una mano sobre el brazo de Maja y a ella, como saludo, la mirara rápidamente sonriéndole con amabilidad. Después le preguntó por Vesa. Astrid volvió a responder: